Hacía varios años que todos sabían que era una fantasía. Que mantener el uno a uno era costoso y que cada día que pasaba esa ilusión tóxica de falso primer mundo se convertía en una bomba. Todos sabían pero nadie lo quería tocar. Carlos Menem y Domingo Cavallo habían dejado una trampa cazabobos y Fernando de la Rúa no se animó a desarmarla pero lo trajo a Domingo Cavallo, otra vez, para alimentarla. Todos sabían que iba a explotar y se sentaron a esperar la explosión.
El uno a uno, o la dolarización de la economía, fue la representación en Argentina de la hegemonía abrumadora del neoliberalismo. En diez años, además de fundir al país, se tragó al peronismo y al radicalismo y produjo una crisis profunda de representación política que desembocó en la rebelión del 19 y 20 de diciembre del 2001.
Varios antiguos archienemigos del peronismo, los conservadores neoliberales de hueso colorado de la Ucedé, se habían aliado al peronismo. Muchos de ellos se hicieron peronistas, y muchos peronistas se hicieron ucedeístas quedándose en el peronismo. Al igual de lo que sucedió en algún momento con la dictadura, parecía que se habían adueñado del futuro y que no había salida.
Los '90 completaron el lavado de cerebro que había empezado con la dictadura. El Estado era presentado como el enemigo principal, había que desmantelarlo y la estructura estatal con comunicaciones, transporte, energía y acero, más salud y educación, que había montado Juan Perón, fue desmantelada por un gobierno que se decía peronista.
A los empresarios les encantaba escuchar incluso que se hablara mal de ellos, como en la propaganda famosa de los militares que mostraban un tipo que se daba un porrazo al sentarse en una silla de fabricación nacional y después lo mostraban con gesto orgásmico sentado en una silla firme y, claro, importada. Dejaron de producir y se convirtieron en exportadores y ciclistas de la timba financiera.
No aprenden más: lo que va contra el Estado, va contra la industria, lo hicieron los milicos de la dictadura, lo hicieron en los '90 y volvió a hacerlo Macri. Aerolíneas o YPF parecían pelota de ping-pong. Con Perón eran del Estado, los milicos y Menem las privatizaron, Néstor y Cristina Kirchner las volvieron a estatizar y Macri hizo todo lo que pudo por destruirlas.
El liberalismo y los movimientos sociales
La hegemonía neoliberal fue brutal en todo el planeta. El Estado de bienestar europeo fue liquidado entre el jolgorio de sus beneficiarios. Pero hubo alguna línea que no se sobrepasó, podían ser neoliberales, pero no boludos. Y Pinochet, el ogro neoliberal chileno, se cuidó de no privatizar el cobre, cuyos beneficios fueron para sostener a las Fuerzas Armadas. El único mal bicho en todo el planeta que privatizó una petrolera estatal fue Carlos Menem.
La Argentina de los sindicatos vaciados, con apenas una fracción de los afiliados que solían agrupar; la Argentina de los trabajadores desocupados, convertidos ahora en piqueteros marginados, fue la víctima principal de un libremercadismo que, --al igual que hizo Mauricio Macri varios años después-- había llevado al país a un despeñadero. Los jubilados ganaban para vivir una semana y daba lástima verlos desmayarse en las colas de los bancos que no les dejaban retirar las mínimísimas jubilaciones neoliberales.
Una parte de la clase media hecha puré, que había votado a la Alianza o a los neoliberales del menemismo, había pasado bajo la línea de pobreza y se lanzaba desesperadamente al saqueo de los supermercados junto a los desocupados. Y la otra parte, que tenía unos pocos ahorros en dólares encerrados por el corralito, daba garrotazos en las cortinas cerradas de los bancos. Gran parte de esos, unos años después renegaban de los piqueteros y votaban con las dos manos a Macri, que les devolvería el favor con otro corralito.
La fiesta del absolutismo neoliberal de los '90, los años en que mi abuelita conoció Nueva York, el Congo, Nueva Delhi y Phnom Penh, terminó en una tormenta de furia cuando todo ya era tarde. Desregular el mercado para regalárselo a los monopolios y privatizadas y alimentar la ilusión de una paridad cambiaria insostenible había llevado la deuda externa a niveles impagables –como sucedería otra vez con Macri, un admirador de Menem y De la Rúa-- y una súperaspiradora había dejado exhaustas las arcas del país. No había plata para los jubilados ni para devolverle sus ahorros a la gente y había millones de desocupados, --más del 20 por ciento de los argentinos--, que habían sido excluidos del sistema.
Esa combinación inflamable estalló el 19 a la noche cuando la indolencia de un presidente declaró el Estado de Sitio y terminó de desatar la furia popular con la penosa retirada de De la Rúa en helicóptero. Fue la instalación definitiva de los movimientos sociales --que habían reemplazado al Estado en los barrios populares-- como actores importantes de la nueva sociedad diseñada por el capitalismo financiero y la globalización neoliberal. Pero su alianza con esos amplios sectores de la clase media duró poco.
Al constituirse en protagonistas con gravitación, gran parte de esos movimientos, que venían con un fuerte impulso antisistema y antipolítica, sintió la necesidad de una representación política que no tenía. Y a medida que esa presencia creció, la clase media se sintió amenazada por ella y fue tomando distancia. En ese contexto se sucedieron uno tras otro los presidentes y Eduardo Duhalde no encontraba mejor respuesta que combatir la protesta con represión. Pero en vez de retroceder, la protesta aumentó y se profundizó la crisis de representación.
La renovación en la política
Después de la sucesión de presidentes, vino la sucesión de candidatos. Uno tras otro fue descartado. La ambición de la mayoría de ellos no fue tan grande como el pánico de hacerse cargo de un país fundido y una protesta indómita. Y así apareció Néstor Kirchner. Gran encrucijada: profundizar la represión como lo exigía la tradición política hegemónica, o patear el tablero y hacerse cargo de los reclamos de la protesta. Y Néstor pateó el tablero. Grande Néstor.
Pasó mucha agua bajo el puente, aunque para la historia no es más que un parpadeo. El espontaneísmo no pudo correr el eje puntual de la protesta por los ahorros hacia una visión que les permitiera verse como parte de un colectivo popular y las clases medias urbanas derivaron a posiciones reaccionarias y neoliberales, como las que las habían quebrado. Macri es un admirador de Menem y la mayoría de los ex peronistas que se incorporó al PRO, como Horacio Rodríguez Larreta, Cristian Ritondo o Diego Santilli, son antiguos menemistas que prefirieron mantener su lealtad al credo neoliberal.
El aparato radical quedó resentido por la derrota de la Alianza y se radicalizó hacia la derecha. Gran parte de su base electoral viró hacia el PRO, mientras que muchos radicales progresistas y populares, decepcionados por la derechización del aparato, se sumaron a la expectativa abierta por Néstor Kirchner.
El “que se vayan todos” se cumplió en parte porque la rebelión renovó la cartelera con el surgimiento de Néstor Kirchner y de Mauricio Macri y el desplazamiento de los viejos protagonistas como Eduardo Duhalde, Carlos Menem, la Alianza y Fernando de la Rúa. Pero siguió el conflicto entre el neoliberalismo y el movimiento popular. La película continúa.