“--¿Qué hace?
-- Nada. Está sentado, mira sin ver. No escucha. No habla.
-- Por favor díganle que renuncie, eso puede descomprimir. Que mande parar la matanza.
-- Se lo decimos, muchos. Otros le piden que no ceda, gritan que la turba quiere matarlo, que va a terminar linchado como (el dictador rumano) Ceasescu”.
Este diálogo es tan incorroborable como verídico. De un lado de la línea este cronista a la sazón Jefe de Política de Página 12 cuando el laburo era presencial, a pocas cuadras de la Plaza de Mayo. Del otro, en la Casa Rosada, un prominente integrante del gobierno. Hablaban del entonces presidente Fernando de la Rúa quien permanecía haciéndose el zonzo, algo que le salía bárbaro. Escondiendo la mano tras haber dado las órdenes para reprimir.
El intercambio, palabra más o menos, carecía de originalidad: resonaba a coro en torno del mandatario. Al final de las jornadas más sangrientas de la recuperación democrática alguien del entorno consiguió que el zombi firmara la renuncia.
Pocos días antes quiso meter miedo: declaró el estado de sitio. Gente común, por millares, salió las calles, se movilizó con alta espontaneidad. A defender la democracia como en abril de 1987 pero esta vez contra el Gobierno.
Culminaba la larga agonía causada por el cóctel de neo conservadorismo acérrimo (una plaga global) y convertibilidad, un hallazgo argentino. La autodestrucción se fue agravando durante más de una década, tiempo de incubación del estallido.
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La convertibilidad mató a la hiperinflación súbitamente, como quien le pega un tiro letal a una bestia que ataca. El subsiguiente alivio colectivo fue clave para su popularidad. “No se toca”, concordaban demasiados dirigentes políticos. Parecía piantavotos readecuarse pero era suicida sostenerla eternamente. La política y la vida suelen colocarte frente a ese tipo de disyuntivas crueles: hay que optar por el mal menor, la solución óptima te la debo (no existe).
La recesión, el industricidio y el desempleo crecieron año tras año. No te morirás pero te irás secando, era el slogan no escrito del modelo económico.
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Mucho tiempo después, el Fondo Monetario Internacional (FMI) le tiraría un salvavidas de 55.000 millones de dólares al expresidente Mauricio Macri para que llegara a la reelección. Macri estaba enamorado de Christine Lagarde. Menos romántico, De la Rúa admiraba a Horst Kohler, mandamás del Fondo a quien llamó ese 20 de diciembre para disculparse… deferencia que no confirió al pueblo argentino. El FMI lo ayudó en cuotas; no para ser reelecto sino para ir tirando un trimestre o dos. De la Rúa celebraba esos salvavidas de plomo y los retribuía: reducía los sueldos y las jubilaciones famélicas. Promovía una reforma laboral anti obrera enchastrada por el escándalo de las coimas senatoriales.
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Millares de hombres que perdieron sus empleos se deprimían, agredían a sus parejas, caían en el alcoholismo.
Las mujeres se hicieron cargo. Sin decirlo (ni saberlo sus promotores) el Plan Jefas y Jefes de Hogar tuteló a las sostenedoras de las familias, las alquimistas de la crisis. Ellas fueron inmensa mayoría de les inscriptes para percibirlo ante la mirada atónita de los funcionarios. La Asignación Universal por Hijo se concibió para ellas, ya conociendo el fenómeno, un cambio de paradigma en la vida privada y la social.
Los trabajadores recuperaron las empresas abandonadas o vaciadas por los patrones. Las cooperativizaron de la noche a la mañana, las sostuvieron a pulmón, adecuando a la etapa la longeva cultura sindical. Contra viento y marea, en plena malaria, cobrando monedas, cuidaban fuentes y puestos de trabajo.
La carencia de dinero se emparchaba apelando al trueque. Nobleza obliga: los gobernadores inventaron los primeros clubes del trueque con las cuasi monedas. De fluctuante valor económico e improbable legalidad, proveyeron gotas de liquidez en el desierto.
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De la Rúa era el peor presidente posible no solo por la política económica. Por su sectarismo, respecto de los dirigentes peronistas que lo acompañaron bastante, del Frepaso, del radicalismo alfonsinista. Por su desdén a la gente de a pie, básicamente. Por su furor represivo en la peor hora.
Alineado con los yanquis, lamebotas. El nacionalismo del gobierno solo afloraba ante los pedidos de extradición a los terroristas de Estado que llegaban desde el exterior, con el juez Baltasar Garzón a la cabeza. Entonces sí, el Gobierno enarbolaba la bandera celeste y blanca, invocaba la soberanía, protegía a los represores. La Argentina se transformó en su aguantadero.
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Los argentinos de a pie se empobrecieron, fueron cayendo. Perdieron conchabo, muchos se vieron empujados a saquear o a pedir para llevar algo de comida a los hogares. Dolor y humillación para gente de trabajo, orgullosa de ganarse la vida. Cuando salieron a la calle, los reprimieron con saña. Fue el bautismo militante de una generación, la de la mis hijos en sentido estricto y figurado. Por primera vez vivieron en carne propia la violencia estatal, se enfrentaron con “las fuerzas del orden”. En aquellas horas se fraguó una variopinta camada de militantes que sigue haciendo historia.
La crisis terminal se mitigó un poco gracias a la templanza popular. La salida se aceleró merced a la proverbial capacidad de adaptación de los argentinos.
El presidente Néstor Kirchner entendió de volea que tanto sacrificio y tanto sufrimiento, tanta autoestima por el piso, requerían medidas reparadoras inmediatas, masivas. Que los tiempos para redistribuir y promover bienestar no los determinan laboratorios o academias sino una lectura sensible de la sociedad.
Fueron años de dolor y vejaciones, en cierto momento parecía que la caída no tendría límites ni finalizaría jamás. Sin embargo, advinieron tiempos mejores.
Pensemos, por una vez, la conducta popular ante la crisis integral. Expresaron su bronca en el cuarto oscuro durante 2001. Ocuparon el espacio público en cacerolazos, marchas, asambleas. Votaron masiva y sistémicamente en 2003. Desafiaron a la barbarie policial, ofrendaron luchadores y mártires. Se organizaron, pararon mil ollas populares en todos los confines del país. Se apañaron para subsistir, volvieron a laburar ni bien pudieron. Hicieron dobles y triples jornadas, en particular las mujeres.
Millones de personas se rebelaron, se defendieron, dieron testimonio. Insumisas y no violentas a la vez como las Madres y las Abuelas. Con mucha solidaridad “por abajo”.
La gente común se deslomó, se solidarizó, se cuidó. ¿Le suena parecido (salvando tiempo y distancia) a los años de pandemia? Por algo será.