Nunca entendí la manía de sacar fotos y conservarlas. Se me hacía un ritual demasiado nostálgico y posesivo. A pesar de estas ideas, me encontraba viendo mis álbumes de bebé para ver si, por aburrimiento, me daban sueño.

No tenía ni el más mínimo recuerdo de lo que veía. La foto que más me impresionó fue la de un bebé regordete y colorado “como un tomate monstruoso” que, a pesar de su aspecto deformado, mamaba de una mujer sumamente joven y saludable. Me quedé observándola unos minutos, “como si estuviese viendo una escena de otro mundo”, y por ese ratito olvidé que el bebé deformado era yo y que esa mujer era mi mamá.

Hacía tres días que mi novia se había ido de viaje con sus amigas y los hijos. Nunca creí que me iba a costar tanto dormir sin ella, afortunadamente mañana volvería. Me preguntaba cuántas fotos había sacado y cómo eran. Aunque Vida no era buena en eso, ella creía todo lo contrario.

Recordé la gigantografía que teníamos justo encima del espaldar de nuestra cama. La gran foto, a lo lejos, parecía una pintura abstracta que mezclaba los colores azul y verde. En realidad, era el lomo de una ballena. Vida la había tomado en nuestro viaje al sur y estaba muy orgullosa porque justo en el centro estaba el orificio de la ballena, ése por el cual a veces despiden agua.

Para lograrlo, tuvo que sacar medio cuerpo fuera del barco porque la ballena justo había pasado por un costado. Increíblemente, la cámara, que era de muy mala calidad, había captado todos los pliegues de la piel, sus hongos, sus protuberancias. Al principio me daba asco y recién después de mucho tiempo me pude acostumbrar. Definitivamente, sin el detalle del orificio, parecía una piedra llena de moho.

Nos habíamos conocido hará unos cuatro años por esas máquinas que sacan fotos automáticamente y que casi ya no se ven ni se usan. Yo necesitaba una foto para enviarle a mi madre y ella sólo quería probar esa pequeña cabina que siempre le había parecido de lo más curiosa. Ambos quisimos meternos al mismo tiempo y al instante nos resultó una buena idea. A mí, porque mi madre se pondría muy contenta de verme con una chica, y a ella, lo sabría después, porque le había parecido muy atractivo y quería presumirme con su grupo de amigas. Nada más sucedió ese día. Simplemente la foto y cada uno continuó su camino.

Al otro día, más o menos al mismo horario, volví a ir por una nueva foto, esta vez la quería solo. Para mi sorpresa, la chica se encontraba otra vez ahí. Un costado de su cuerpo estaba apoyado sobre la máquina, lo que la hacía parecer cansada o aburrida. Con la mano que le quedaba libre se daba como pinchacitos por la altura de la cintura, que se escondía bajo un gran remerón negro. En ese momento me di cuenta de que no era el único que la estaba mirando, que era realmente hermosa. Señalándome me gritó “ei, vos, el de la foto”. Cuando me acerqué, me miró directamente a los ojos y me dijo, así de directo, que yo le encantaba, que estaba aburrida y que por eso me invitaba al cine esa misma noche. Por suerte para mí, una noche de cine se convirtió en dos y dos en tres, hasta que comenzamos a salir. En muy poco tiempo ella se volvió mi chica entre las chicas y después en la única chica. Creo que me enamoré, quizás más de lo que ella de mí.

Eran las tres de la madrugada y aún continuaba mirando, a veces sin mirar, los álbumes, hasta que una foto me frenó: yo tenía unos cuatro años y le estaba regalando una flor silvestre a mi madre. Recordé. Esa flor la había encontrado jugando en el patio. Y luego el abrazo, cálido “como un pancito recién horneado”.

Ahora mi mamá estaba muerta hacía un año. Fue por la noche y siempre supuse que había sucedido en una tranquilidad absoluta, como ella lo deseaba. Para ese entonces, con Vida ya vivíamos juntos pero aún no habíamos tenido hijos. No sabíamos si queríamos. Había momentos en los que sí y otros en los que no. Siempre ganaba el no y mi madre se angustiaba. “Vamos chicos, me voy a morir sin ser abuela”, solía decir.

Al ver las fotos caí en la cuenta de que mi madre realmente había depositado toda la intensidad de su vida en mí. Quizás porque mi padre nunca estaba y yo era su única ocupación. Supongo que por eso me había sobreprotegido. La obligación de cubrir el hueco, el dolor. Nunca sabré si lo logró o lo malogró.

La casa de mamá fue vendida, muy rápidamente, a una joven pareja que venía de muy lejos y buscaban algo pequeño. Primero, había pensado en utilizar una parte de la plata de la venta para hacer unos arreglos que ya se habían tornado impostergables en casa. Pero, por esas casualidades, una mañana que salía de la verdulería me crucé con Sofía, la peluquera de mi madre, una mujer diez años menor que ella, a la que adoraba tan profundamente que siempre decía que era su alma gemela. Yo nunca la había llegado a conocer muy bien, pero no debía olvidar que había sido la fiel compañera de mi madre y, por lo tanto, sentí obligación de mi parte. En fin, esas obligaciones. Le doné toda la plata, sin aceptar devoluciones. Cuando le dije a Vida lo que había hecho, ella abrió los ojos muy grandes, luego los cerró y se largó a llorar. Hasta el día de hoy, cuando llueve, me siento culpable al verla acarreando baldes para atajar el agua del techo.

La mañana antes de partir, mientras desayunábamos, Vida me dijo que quería tener un hijo. Que le parecía que ahora sí, que quizás eso nos obligaría a poner la casa en condiciones, a comprar un buen auto, a seguir viviendo. No pude decir nada, algo en mí se movilizó. Quizás ahora sí.

Eran casi las cuatro cuando me puse a hornear las rosquitas de miel, unas que había aprendido a cocinar de milagro y que a Vida le encantaban. Había planeado llevarlas a la estación para comerlas con ella en el viaje de regreso. Me pregunté si esto era amar.

Emprendí el camino hacia la estación que quedaba a unos pocos kilómetros de casa. A mitad de camino comenzó a caer una helada. Las calles, totalmente vacías, daban una sensación extraña, como si el mundo se acabara en esa oscuridad. Pensé en todas las parejas que estarían durmiendo juntas y abrazadas, en todas las madres que estarían soñolientas acunando a sus bebés. Las rosquitas de miel aún se veían ricas. El auto iba suave “como una nana”. Pero me faltaba algo. Me dieron ganas de tomar una flor, cualquier flor, al azar, y llevársela a Vida.

Ya eran las seis de la mañana, el fin del mundo estaba acabando. Las personas se despedían dispuestas a comenzar un nuevo día de trabajo. Me acordé de que cuando era niño me gustaba mucho armar comparaciones y se me ocurrió una tan espectacular como hacía mucho: “El sol sale tan brillante como la miel de las rosquitas”. Justo un semáforo me había frenado, así que abrí la ventanilla y se la grité a los transeúntes. Sólo una niña, que paseaba a un perrito junto con la que parecía ser su madre, me contestó: “Son riquisísimas las rosquitas”.

A pocas calles vi a una anciana que estaba abriendo su pequeño puesto de revistas. Era muy pequeña, “como una pelusita en el viento”, pero milagrosamente cargaba unos grandes jarrones con flores frescas para sacarlos al exterior. Me acerqué y le pregunté cuánto costaba una flor muy común de color rosa. Ella me preguntó, con una sonrisa pícara, que eso dependía de para quién o para qué quería comprarla. Me vi obligado a contarle que con mi novia íbamos a buscar un bebé. Cuando terminé de pronunciar las dos últimas palabras, me di cuenta de que la anciana me estaba abrazando, mientras lloraba de felicidad. No me dijo absolutamente nada. Sólo el abrazo, “cálido como un pancito recién horneado”.