Un viernes de julio de 2021, a medianoche, por un camino de tierra de la provincia de Buenos Aires, un hombre en moto va hacia un auto detenido que se hace visible por un destello de luces. Hace el frío intenso propio de julio, y de las noches y los caminos que circundan los cementerios. La moto se detiene al costado del auto en el mismo momento en que baja del coche un hombre mayor, que dirigiéndose al conductor de la moto, dice –Hola, ¿ vos sos Gaetán? El requerido se saca el casco, se acomoda el uniforme de una empresa de seguridad, y responde: –Bien Don Luis, un gusto conocerlo-
El hombre mayor asiente, saca un envoltorio de trapo del bolsillo de su abrigo y se lo entrega diciéndole: –Esto es de lo que te hablé- El llamado Gaetán lo toma y dice -Delo por hecho Don Luis, para mí también es una cuestión de honor-. Don Luis hace un gesto de gratitud y dice:
–Hace mucho frío, como allá…
–No, allá era peor. Después le cuento.
Luego, ambos subieron a sus vehículos y se alejaron en sentidos opuestos, el auto hacia las luces urbanas que se veían a lo lejos y la moto, hacia la entrada del Cementerio Jardín de Bella Vista.
Es el 22 de junio de 1986, en el Estadio Azteca de la Ciudad de México, se enfrentan en un mundial de fútbol, Argentina e Inglaterra, a los 10 minutos del segundo tiempo, Maradona recibe la pelota en el centro del campo, se da vuelta y encara. En ese momento, en un barrio de Rosario, un hombre de cuarenta y tantos años, normalmente taciturno y callado, se para frente al televisor del comedor de su casa, y mientras el jugador corre, él grita: –¡Hacelo! ¡Hacelo! ¡Pintales la cara! ¡Por favor! ¡Hacelo! El jugador argentino pareciera escucharlo mientras corre, elude rivales, resiste roces, impulsa en toques cortos el balón y logra aquel gol que 35 años después, seguirá siendo recordado como el mejor tanto de toda la historia del fútbol. En ese momento, el hombre, habitualmente callado, y que ahora gritaba, cae de rodillas y llora, llora de emoción, por él, por su esposa y por su hijo. Llora a borbotones cuatro años reprimidos, que ahora, recién ahora, se permite liberar.
Pasados 8 años de aquel partido, un grupo de personas camina por entre las cruces blancas del cementerio de Darwin, donde están enterrados los argentinos caídos en la guerra por las Islas Malvinas. Un sacerdote que acompaña al grupo de dolientes los prepara y anima diciendo –Estamos en tierra santa y en un lugar de paz, no se desesperen si no encuentran la tumba con el nombre de quien buscan, ríndanle honor en cualquier sepultura que diga “soldado desconocido”, Dios hará que allí esté descansando su ser querido…
Una mujer de mediana edad, que integra el grupo, se detiene frente a una cruz que dice “SOLDADO ANDRES LUIS PORRETTI”, la acaricia un rato y después, despliega la manta que llevaba en los hombros frente a la misma y se sienta en silencio. Dos horas más tarde, las autoridades locales que acompañaban la delegación de los deudos, indicaron que era el final de la visita y que debían retirarse. La mujer se paró, levantó su manta y al recogerla tomó con ella unas de las piedras redondeadas que recubren toda la superficie del cementerio. Al volver a su casa le entregó ese guijarro a su marido diciéndole –Acá tenes Luis, como me lo pediste, te traje un pedazo de la tumba de Andrés.
Su marido se había prometido a sí mismo que jamás viajaría a las islas mientras un autoridad inglesa le tuviese que sellar el pasaporte para ingresar. –Ningún lugar es mas mi país que aquel que fue regado por la sangre de mi hijo, repetía siempre.
En la noche del 11 de junio de 1982, en una trinchera sobre la ladera del monte “Dos Hermanas”, en la isla Soledad y a unos kilómetros de Puerto Argentino, dos soldados argentinos conversan en voz baja –Che, Porretti me parece que esta noche llegan los british, ¿viste que hay mucho silencio?-
El otro le contesta: –Era hora, estoy podrido de que nos cañoneen de día y de noche, quiero ver si se la “aguantan” cuando los tenga a tiro, además tengo hambre, tengo frío y quiero terminar con esto para volver a casa. ¿Gaetán, te queda un faso?-
–Me queda uno, lo compartimos, total hace un mes que compartimos todo en este pozo, si parecemos ya un matrimonio. Che, ¿no te querés casar conmigo cuando volvamos?
Los dos se estaban riendo todavía de esa ocurrencia cuando se escuchó una explosión y gritos en inglés. Un soldado británico había pisado una mima del perímetro defensivo delatando la infiltración que estaban realizando ocultos por la noche y la neblina. Los dos argentinos empezaron a insultar y a disparar hacia el sitio de la detonación. La batalla final por Puerto Argentino había comenzado.
Quince días después de la rendición argentina, en el taller mecánico “Porretti”, Don Luis está renegando con un semieje de un auto que no podía sacar cuando sonó el teléfono, Ante esto, él mismo se incorporó y atendió la llamada. Trabajaba solo desde que su hijo se había ido al servicio militar. Del otro lado de la línea escuchó a su mujer que, llorando, le decía que había llegado “el telegrama”. Don Luis respiró hondo e intentó contenerla
-Tranquila Norma, ya sabíamos, eran demasiados días sin noticias, Andrés nos hubiese llamado si estuviese vivo… por favor, calmate, ahora voy para allá.
Colgó, y antes de bajar la persiana e ir para su casa, agarró un martillo y dirigiéndose al semieje encajado le dijo –Ahora vas a salir hijo de puta. Entonces con un nudo en la garganta empezó a golpear la pieza rebelde, una y otra vez, sin llorar. El llanto le saldría recién frente a un televisor, mirando un partido, cuatro años más tarde.
Un lunes de julio de 2021, Don Luis, con sus 81 años abrió el taller como cualquier otro lunes de su vida. En el barrio todos respetan a ese hombre callado, mayor y laburante, conocen su historia y la razón de su silencio. Tal vez por eso, muchos vecinos aún le encomiendan algunas reparaciones menores de sus autos. Era temprano todavía cuando sonó el teléfono y él atendió con una secreta ansiedad. Del otro lado de la línea, Gaetán, el de la trinchera de 1982, el de la moto de la noche del viernes, le dijo:
–Hola Don Luis. ¿Cómo está?Quédese tranquilo que lo pude hacer esa misma noche cuando tomé el turno, nadie me preguntó nada, a esa hora solo estamos en el cementerio los de la empresa de seguridad. Enterré la piedra de Darwin que me dio en la sepultura de Maradona, ya está hecho, ahora las tumbas de Andrés y la del Diego están hermanadas. Y otra cosa, Don Luis, no sé si alguien se lo dijo alguna vez, pero Andrés fue un valiente, muy valiente… es bueno que lo sepa.
Cuando cortó la comunicación, Don Porretti respiró hondo y fue a calentar el agua para tomar unos mates. Si no tuviese siempre ese semblante adusto, alguien, al verlo, podría haber pensado que ese día su rostro reflejaba una placidez extraña, casi una epifanía.