El poder económico y mediático suele desplegar campañas masivas de despolitización. El desencanto de las mayorías con la política facilita su gestión por burocracias dóciles frente a los factores de poder. La asociación de política con corrupción suele ser una herramienta eficaz para lograrlo. Las campañas moralistas no buscan mejorar la transparencia de la política. Por eso no abordan el debate sobre el financiamiento de la política, cuya opacidad genera esa extraña confluencia de delincuentes e idealistas en las estructuras partidarias. El objetivo real de los honestistas es desmoralizar a la militancia, generar escepticismo en la opinión pública y disciplinar a los políticos, amenazando con una campaña de denuncias mediáticas y judiciales al que se aparte del libreto dictado por los dueños del país. 

Esa línea de acción fue desplegada con brutalidad por los medios de comunicación opositores a los gobiernos populares en América latina. La destitución de Dilma en Brasil bajo las acusaciones de corrupción para poner un presidente conservador implicado en la misma causa muestra cómo la moralina anticorrupción es utilizada por las oligarquías para sacarse de encima a los políticos que les molestan, mientras miran para otro lado cuando salpican a sus alfiles. En nuestro país, las denuncias generalizadas de corrupción allanaron el camino al gobierno de un presidente cuyo grupo económico familiar se forjó al calor de la patria contratista. En esa campaña, una de las frases instaladas para presentar al gobierno de los K como “el más corrupto de la historia” fue que “se robaron un PBI”. Frase que, sin negar los hechos de corrupción que pudieron atravesar a sus gobiernos, suena exagerada.

Para tratar de ver si efectivamente se robaron un PBI, intentaremos estimar la posible corrupción K bajo una hipótesis de máxima. Siguiendo la humorada de que a cierto funcionario de la gestión pasada se lo conocía como teléfono celular porque para hablar con él había que poner primero el 15, consideraremos que el 15 por ciento de los gastos de capital del presupuesto estaba compuesto por coimas (un 5 por ciento más que la tarifa tradicional). También asumiremos que el 10 por ciento de los subsidios a las empresas alimentaban la corrupción (el doble de lo denunciado por la diputada Carrió). Por último, se asumirá que el 10 por ciento de los sueldos de todos los empleados públicos incorporados por la anterior gestión iban a parar a bolsillos ajenos. El resto de las erogaciones del Estado, donde pesan fuerte los gastos de seguridad social e intereses por deudas, no son partidas susceptibles de desvíos masivos por lo que son dejados fuera de la estimación.

Tomando esas hipótesis de máxima, en ningún año la cifra de posible corrupción supera el 2 por ciento del PBI, y en el acumulado entre 2003 y 2015 sumaría como máximo el 15 por ciento del PBI promedio del período (o el 11 del PBI de 2015, considerando las comisiones y el producto a dólares corrientes). Es decir, una cifra muy lejana a un PBI aun considerando esas hipótesis máximas de comisiones.

@AndresAsiain