Ese día era de mucho calor, había poco trabajo. Yo estaba sentada en el bar de una estación de servicio tomando una Coca Cola. Había un chico en una mesa del fondo, tenía puestos unos auriculares y chateaba por el celular, cada tanto reía. Estaba también un remisero que tomaba un café. Una parejita riendo, él le acariciaba la mano a ella. Yo hojeaba el diario, pero no lo leía, cuando vi a la parejita riendo recordé el día en que lo conocí a Guillermo. Fue una noche, en un bar, yo estaba con dos amigas y habíamos conocido una barra de pibes. Eran cuatro o cinco. Nos revoloteaban, se nos acercaban a hablar, me gustó Guillermo. Tenía cara de bueno, sonreía todo el tiempo, tomaba cerveza de a pequeños sorbos, no había nada grandilocuente en él, no había aritos ni lentes oscuros, ni ropa de marca, pero tenía cierto candor de muchacho joven lleno de entusiasmo. Aquella noche deliramos, nos ilusionamos con un viaje a Cuba. Yo quería conocer la casa de Hemingway y él quería tomar mojito. A los pocos días volvimos a vernos, tomamos un helado y él me preguntó algo raro. Me preguntó si yo le hubiera dado bola a cualquiera de los pibes. Me ofendió. Después me dijo que sus amigos le habían dicho que yo estaba entregada a cualquiera. Me enojé. Le dije qué cómo podía pensar eso. No me acuerdo qué contestó. Al rato ya no importaba nada y nos besábamos en un banco del parque junto al río.
Guillermo sigue siendo simple y dulce, pero ya no me conmueve. Volví al auto, me puse el estetoscopio alrededor del cuello, modulé al operador para preguntarle si había algún paciente para asignarme. Me dijo que no. Saqué de la guantera un libro de guardia médica y me puse a leer abdomen agudo. Cuando estaba leyendo colecistitis sonó el handy asignándome una salida. Puse en marcha el auto y a los minutos ya estaba en el lugar. Era un pasillo con una puerta de chapa celeste oxidada. Había dos timbres. Toqué uno y no escuché que sonara, toqué el otro y escuché el chirrido. Esperé. No salía nadie. Esperé. Modulé al operador para que llamara por teléfono a ver si había alguien o qué pasaba. El operador llamó, a los segundos me dijo que la paciente ya salía. Era una mujer, estaba sola y le dolía la espalda por eso demoraba en caminar. Al final escuché los pasos, el tintinear de la llave, la cerradura, abrió.
Debía tener cincuenta y pico de años. Pelo corto, delgada, me hizo pasar. Caminó por el pasillo delante de mí, iba curvada con una mano en la cintura. Me dijo que le dolía mucho. Entramos en una pieza. Había una foto de casamiento, la mujer y un hombre en el parque con un auto junto a ellos. La revisé, le hice el analgésico y me puse a llenar la historia clínica.
-Soy viuda- me dijo. -Desde que murió mi marido me agarraron todos los achaques.
La escuché. Me contó que él había muerto de cáncer de pulmón, fumaba dos atados por día desde la adolescencia. La agonía fue lenta y duró meses, así que ella se puso la vida al hombro y ahora la vida le pasaba cuentas. Quise preguntarle si lo había amado toda la vida, si alguna vez se había cansado, si alguna vez había tenido ganas de irse a la mierda, agarrar un avión, irse a Alaska a vivir sola en un iglú. No se lo pregunté.
-Yo siempre le decía que no fumara tanto- me dijo.
Eso sonó maternal. Pensé, eso pasa, terminamos siendo las madres de nuestros maridos. A Guillermo le gustaba que le prendiera la ducha y le regulara el agua hasta que estuviera tibia. Miré a esa mujer, sentada en la cama y su soledad me pareció absoluta. Pensé que después de todo, a lo mejor era peor llegar a casa y que Guillermo no estuviera. ¿No tiene hijos?, le iba a preguntar a la señora. Pero no quise, me dio la impresión de que no los tenía por algo, por algún problema o que se le habían muerto, o que simplemente como nosotros habían elegido no tenerlos.
Me despedí. Anduve en el auto por un rato, no había otro paciente, así que deambulé por el barrio. Hubo una época en que cada gesto de Guillermo era para mí extraordinario, la forma de poner la mesa, o de barrer el patio, cuando me abrazaba, los pequeños besos que me daba en el cuello, yo no sentía que otro hombre pudiera ocupar su lugar. Estacioné en una estación de servicio. Fui hasta la vereda y me fumé un pucho. Apagué la colilla pisándola varias veces y sentí, no pensé, sentí lejano mi departamento, lejanos a mis padres, a Guillermo, a las cosas queridas, lejano al mundo. Fui al baño. Hice pis. Me miré en el espejo. Estoy flaca, tengo las tetas caídas. Un espejo manchado y opaco, mi imagen trataba de abrirse paso entre las manchas y yo trababa de adivinarme en esa a quién veía reflejada. Llamé a Guillermo.
-Hola, soy yo ¿Cómo andas?- le pregunté.
-Bien, amor. Estoy concretando algo. Bien, bien, a full, como siempre. ¿Vos?
-Qué se yo… bien, bien.
-¿Hay pacientes?
-Maso, es la época. Te dejo, quería saber cómo andabas.
Corté. Bien, siempre le iba bien, siempre le había ido bien, era simple y dulce e inteligente, y yo llegaba a mi casa y lo veía mirando la tele, o leyendo algo, y, nada, así de simple, nada.
Empezó a atardecer. Volví a subirme al auto y a andar por el barrio sin rumbo concreto. Me puse a mirar a la gente en los otros autos, la gente caminando, tomando café en un bar, y sentí que todos estaban angustiados; que habían perdido un amor, estaban defraudados por sus parejas, odiaban a quien tenían al lado, estaban por costumbre, o también querían escaparse o morirse.