Desde Cannes
Doble y sorpresiva presencia argentina en la competencia oficial del Festival de Cannes. ¿Qué tienen en común la película francesa 120 battements par minute y la sueca The Square? Nada, en apariencia, salvo compartir el concurso por la Palma de Oro. Sus temas, sus estéticas y sus propósitos no podrían incluso ser más diferentes. Pero los espectadores argentinos en la Croisette no pueden sino asombrarse con el descubrimiento de dos figuras que tienen una participación dominante en ambas películas, una por acción y la otra por omisión. Nahuel Pérez Biscayart es el protagonista absoluto de la película francesa de Robin Campillo, que ayer pegó fuerte en el inmenso Grand Théâtre Lumière, la sala principal del festival. Por su parte, la actriz, dramaturga y performer Lola Arias no tiene ni un solo plano en The Square, la película del sueco Ruben Östlund pero su nombre se menciona de manera destacada no menos de media docena de veces, como la autora de la controvertida obra conceptual que le da su título y su sentido al film.
Vayamos por partes. 120 pulsaciones por minuto está ambientada a comienzos de los años 90, cuando todavía no había noción de los estragos que estaba causando el virus del sida y el grupo activista Act Up, integrado por portadores, se lanza a las calles a despertar conciencias con todo tipo de intervenciones públicas, que interpelan tanto a la pasividad del gobierno de turno (el de François Mitterrand) como a los laboratorios, que privilegiaban el afán de lucro por encima de la salud de los pacientes, que morían en serie ante la indiferencia y el prejuicio generalizados. Dentro de ese grupo de jóvenes combatientes condenados, por falta de medicación adecuada y de políticas estatales, el personaje de Pérez Biscayart es el más radicalizado, aquel que siempre quiere forzar los límites, hacer saltar por los aires la corrección política, porque sabe que no le queda tiempo, que su vida tiene una fecha de vencimiento muy cercana.
Nacido en 1986, Biscayart se hizo un nombre en el cine argentino con sus protagónicos, siempre intensos, en películas como Tatuado (2006), de Eduardo Raspo, y La sangre brota (2008), de Pablo Fendrik. Pero desde que Benoit Jacquot lo convocó para Au fond des bois (2010) es una figura nómade y ésta sólida película de Campillo –el director de Les revenants, el film sobre los muertos vivos que dio origen a la serie homónima– lo acaba de poner ayer, sin duda, en la lista corta de los aspirantes al premio al mejor actor.
No es el caso de Lola Arias, que no aparece siquiera una sola vez en The Square, pero a quien el guionista y director sueco Ruben Öslund (el de Force majeure, premiada aquí en Cannes 2014) le atribuye una y otra vez la obra conceptual que despierta, como una caja de Pandora, todos los males que sufre el presumido curador de un museo de arte contemporáneo de Estocolmo. Salvo este peculiar fuera de campo, no hay mucho más para destacar sobre esta fábula con moraleja que desde un púlpito se propone desenmascarar las imposturas y miserias del arte contemporáneo, un poco en la misma línea misantrópica de El artista y El ciudadano ilustre, del dúo Cohn-Duprat, lo cual le da al film sueco otra extraña conexión argentina.
Si de cine y arte se trata, nada mejor en cambio que Visages Villages, el nuevo documental de Agnès Varda, la venerable abuela de la Nouvelle Vague, que a los 88 años sigue tan activa y lozana como siempre y que aquí entrega una obra de una vitalidad y una nobleza de la que sería bueno que tomaran nota otros cineastas, entregados al cinismo y al escarnio. Siempre atenta a los cruces de lenguajes, géneros y disciplinas, y dueña de una eterna curiosidad y espíritu juvenil, aquí Varda no está sola. La acompaña JR, un fotógrafo y artista perfomático francés que se convierte en su cómplice y compañero de viaje.
Porque un poco como en la recordada Les glaneurs et la glaneuse (2000) –sin duda una de sus mejores películas en medio siglo de trabajo–, Visages Villages es una road movie en toda la regla. A bordo de la camioneta especialmente equipada de JR, Varda se embarca con su joven amigo en busca de algunos de los pueblos y rincones más olvidados de Francia, para encontrar y conocer a sus habitantes. Y fotografiarlos, porque Varda es también una fotógrafa legendaria. Y hacer con esas fotos unos enormes murales que allí mismo, en el acto, el especialista JR se encarga de montar sobre una pared abandonada o la tapia de un granero, como una forma de celebrar la belleza de esa gente anónima con la que se cruzan a su paso.
Campesinos, mineros, trabajadores portuarios, amas de casa, hombres, mujeres, niños y ancianos pasan por delante de las cámaras de Varda y JR y cuentan algo de sus historias. O más bien, son sus rostros estampados en piedra los que narran con sus facciones la vida que llevan a cuestas. “¿Para qué hacen estos murales?”, pregunta uno de los retratados, ante lo cual Varda dice no tener certezas. “Para dar rienda suelta a la imaginación”, sugiere dubitativa. La respuesta adecuada a esa pregunta parece formularla en cambio un trabajador que, al entrar a la mañana en su fábrica, se encuentra de pronto con un inmenso mural en el que se reconoce junto a todos sus compañeros. “¡Qué sorpresa!”, dice. “Para eso está el arte, ¿no? Para sorprender…”