Con el año vencido casi. Diciembre echado como un perro que apoya la mandíbula en busca de fresco. Dale que después venís y brindamos. El brindis con vasitos plásticos y gaseosa. Los sandwichitos son ricos, eso sí. Pero es temprano y en el trabajo no se puede tomar.
¿Adónde tengo que ir? Al cementerio de Viyiyí. Dale que es un minuto, dejás el papel pegado y listo, te venís. Por la Circunvalación son dos patadas a la moto y te ganás la comisión. El último viaje, amigo, dale que te esperamos.
La mochila no hace falta. Es un papel nomás. No fue nunca a ese cementerio. No fue casi nunca a ningún cementerio. Era chico cuando murió la abuela. En el entierro, la madre le había puesto un ramo de crisantemos blancos y la estampita de una virgen plastificada. Volvieron dos, tres, cien veces juntos. A veces llevaban rosas del jardín y le anexaban unos claveles. Compraban en un puesto viejísimo, con los vidrios resecos por el sol de la callecita que subía hasta la cruz inmensa de la rotonda. Claveles o montoneras. Siemprevivas no: son flores para olvidarse de los muertos, decía la madre. De aquellas tardes se le grabaron las baldosas amarillas, el ruido de las escaleras con ruedas que usaba la gente para alcanzar los nichos altos y la frase de un nicho cercano: “Y aunque no siempre he entendido mis culpas y mis fracasos, en cambio se que en tus brazos el mundo tuvo sentido”. Ahí, sobre un mármol claro, los versos de metal le parecían una mala disculpa. ¿Para qué se ponen en las lápidas las frases que son de los muertos? ¿Por qué no anotarlas en un papel y guardarlas en las manos frías, debajo de las mortajas?
La calle brilla con una luz lavada; un resto del arco iris de la tarde anterior, de lluvia a cachetazos, rala, indecisa. El aire es como de otra materia, una pátina caliente que se le pega al cemento y lo hace parecer metal. Baja por Pellegrini. Viyiyí. Le da gracia el sonido resplandeciente de la ye.
¿Qué será lo que debe dejar allá? Le dijeron que tiene que pegar ese papel en una nichera. Vos preguntá adelante, que te acompañen los muchachos, que conocen bien.
Debajo del puente de la avenida están vendiendo sandías. El casco no le permite ser alcanzado por ese olor dulce y acuoso, pero igual le parece sentirlo. Labios embadurnados. Fondo de patio de tierra y sol de achicharrarse.
El cementerio es el final de un par de ráfagas de negocios céntricos, casas, fachada blanca, amarilla, anaranjada, la cancha, un Cristo chico de manto demasiado rojo, avenida ancha, palos borrachos, cada vez más cielo, paredón, galpones, paredón más largo, dos cuadras de más. No, te equivocaste, doblá por allá. Dos patadas a la moto, sí, claro.
Cuando llega hay un cortejo que se mete por una de las calles. Lo escolta una dupla de perros. El coche fúnebre carga una palma de flores blancas y rojas. Una de las mujeres que camina detrás lleva un ramo envuelto en papel brillante. El reflejo del mediodía centellea en sus manos desde lejos.
En la oficina del frente hay una mujer. Es donde va esa gente, le dice. Espera un poco, por respeto. Cuando los ve doblar hacia la derecha comienza a caminar. No abrió aún el sobre con el papel que debe dejar. Camina. Va despacio, como si no quisiera llegar. Los panteones no se parecen a los de su infancia. Las flores de casi todas las tumbas son de tela, grandes como repollos, rosa chicle o celestes, casi festivas, como la palabra Viyiyí.
Cuando llega a la esquina, los del entierro han entrado a despedir a su muerto. Mira de nuevo el sobre: el nicho en el que debe dejarlo está en el primer piso. Entra. En ese edificio pasa lo mismo que en los que vio en el camino: los mármoles apenas aparecen bajo los ramos estridentes y los racimos de corazones plásticos con mensajes.
Siente que debe volver a esperar para no interrumpir. La labor de depósito del cajón recién arribado aglomera a su comitiva e impide el paso al ascensor y a la escalera. Los camposanteros empujan. El rectángulo abierto está en la última fila, arriba de todo. Nadie habla. Nadie llora. Uno de los perros está sentado, como si cumpliera un deber.
Él mira hacia donde debe ir. Un nicho tiene el mármol tachonado de frases y placas, y el florero envuelto en una bandera verde y roja.
Los empleados ya dejaron el cajón y ahora izan otra cosa. Parece una tabla cubierta por plástico negro. Alguien susurra: el tío. Reconoce una silueta redonda debajo del plástico, justo cuando los brazos de los hombres acomodan la plataforma para encajarla. No parece que vaya a entrar. Escucha unos crujidos. Eso redondo no cabe y uno de los muchachos lo toma por afuera del nylon y lo reacomoda. Ya tiene claro que es un cráneo, pero no ve que nadie se inmute. Se le viene a la cabeza el camión con sandías, pero desecha la imagen.
Cuando por fin cierran el hueco y despejan la escalera, él sube. Busca el nicho en el que debe dejar su papel. Abre el sobre. El adhesivo dice: Sr./Sra: Deberá regularizar gastos de mantenimiento vencidos y pendientes de pago en Olivetti 1774, Granadero Baigorria. Hay un teléfono. El nicho parece estar vacío. No hay ramo ampuloso, ni placas. Gris vacío y la cruz pulida. Se siente extraño: vuelve a pensar en los mensajes destinados a los muertos: “Siempre en nuestros corazones”, “Te recuerdan con mucho cariño”. En este caso, ni siquiera hay un muerto detrás del mármol. ¿Le habrán jugado una broma sus compañeros? ¿Era algo tan urgente? Sonríe. Pega el papel en una esquina. Se imagina a alguien que, cada tanto, visita el nicho en el que será depositado. Sonríe de nuevo al pensar en la cara que pondría al hallar el adhesivo vergonzante. Casi que lo ve llamando por teléfono. Sonríe por tercera vez. Debería ser algo trágico, pero no. Viyiyí.
Cuando baja la escalera, la gente del cortejo ya se ha ido. Lo está esperando uno de los perros, sentado al lado de la palma. Le acaricia la cabeza. Piensa en el viaje de vuelta. Si los muchachos del puente lo ayudan a acomodarla en la moto, capaz se puede llevar a casa una sandía.