La primera vez que me obsesioné con una pintura tenía seis años. Mis papás se estaban separando y, en plena crisis económica familiar y del país, mi papá se llevó los pocos cuadros que había en nuestra casa para empeñarlos en el Banco Ciudad. Esas cinco pinturas que había ido comprando en remates como coleccionista aficionado eran lo más valioso que tenía. A mí los cuadros no me interesaban más que otros elementos de la casa hasta ese día en que los descolgó y la pared de arriba del sillón, que se veía desde mi cuarto, quedó vacía. Acostada en la cama podía ver el blanco impoluto donde antes estaba el cuadro rodeado del blanco percudido que tienen las cosas expuestas al paso del tiempo. Esa imagen, que miraba por largos ratos durante el día, me ponía muy triste. Después mi mamá pintó las paredes y puso arriba del sillón una lámina reproducción de Van Gogh y la olvidé. Ese cuadro que estuvo en mi casa y después ya no era de Emilia Gutiérrez pero entonces no lo sabía.
A Emilia Gutierrez la conocí muchos años después. La nombraron en una clase que tuve en CIA (Centro de Investigaciones Artísticas) sobre pintoras argentinas olvidadas. Pasaban unas filminas con sus pinturas cuando lo reconocí. El cuadro que había estado colgado sobre el sillón de mi casa estaba ahora ahí, proyectado en la pared descascarada de un aula. Le escribí a mi papá para saber si aún lo tenía pero le había perdido el rastro hacía años. Salí de esa clase y me puse a investigar sobre Emilia. Supe que nació en Buenos Aires en 1928 y que tuvo una infancia desdichada. Estudió en el taller del famoso pintor Demetrio Urruchúa. Iba todos los días, hacía los ejercicios, pero sus compañeros no se le acercaban. La apodaron la flamenca, porque le gustaban los colores de los pintores holandeses. Ella decía que nada importante le había pasado nunca. Que en sus cuadros estaba el mundo de su infancia, que no fue muy alegre. Sus pinturas fueron premoniciones de cómo terminaría siendo el resto de su vida. En 1975 se aisló en su departamento de Belgrano donde pasó sola sus últimos treinta años. Nadie sabe bien por qué se encerró. Durante tres décadas tuvo que dejar de pintar, su psiquiatra se lo prohibió. Los colores le producían alucinaciones, en especial el rojo carmesí.
En 2019 expusieron sus cuadros en una galería de arte. Convencí a mi papá de ir a ver si aparecía ese cuadro suyo que habíamos perdido. Fuimos, pero no lo encontramos. Estábamos a punto de irnos cuando en un rincón, un poco escondida, apareció ante mis ojos la pintura de una mujer sentada frente a una mesa. Arriba de la mesa una porción de torta apoyada sobre un mantel, casi flotando. Más adelante una cuchara y un pocillo de café. Su postura, un poco encorvada, su mueca seria y su mirada perdida en un punto fijo de la pared, un ojo mirando hacia el frente y el otro levemente hacia la izquierda. En su cabeza, un sombrero negro con un tocado de flores celestes y blancas. En el centro de su pecho, un colgante carmesí. No era la pintura que fui a buscar, pero por algún hechizo que no logro explicar, cuando la vi algo en mí se completó. Me quedé parada varios minutos frente a ella hasta que pude dejar de mirarla. Antes de irme le saqué muchísimas fotos, algunas al cuadro completo, otras con zoom al colgante carmesí y a los ojos perdidos de la retratada. La puse de foto de whatsapp y nunca la cambié. Escribí una historia inspirada en este encuentro. No fue premeditado, pero así son las obsesiones cuando calan hondo. La historia es más o menos así: Una adolescente ve una pintura y entra en un trance. A partir de esa aparición que la transforma, crece su fijación con la pintora de ese cuadro e inicia un camino que la lleva a pasar su adultez encerrada en una casa en las afueras de la ciudad. En este encierro su obsesión se acrecienta y su vida se mezcla con la biografía de la pintora en un intento desesperado por volver a sentirse como la primera vez que vio ese cuadro.
Las vueltas de la vida hicieron que mi papá terminara comprando la pintura. Está en su casa en el barrio de Once, colgada justo al lado del baño. La casa de mi papá está llena de cuadros, no tiene ninguna pared vacía como la que tuvimos durante un tiempo en nuestra casa de infancia cuando él se fue. Supongo que las pinturas están para eso. Nos gusta mirarlas para que nos acompañen, nos gusta saber que están ahí. Emilia decía que en sus cuadros no pasaba nada, que representaban el mundo de su infancia, que no fue muy alegre. Ella también es esa nena triste y sola que fui, con la mirada perdida en una pared vacía. Creo que eso dicen los ojos desorbitados que pintó y creo también que están por decirme algo más, cada vez que vuelvo a mirarlos.
Ana Montes nació en Buenos Aires en 1992. Es escritora y pintora. Además, es licenciada en Comunicación Social por la UBA y actualmente está cursando la Maestría de Escritura Creativa de UNTREF. En 2019 fue finalista en la Bienal de Arte Joven con su primera novela Poco frecuente, publicada ese mismo año por Concreto Editorial. En 2021 ganó la Beca de Creación del FNA para terminar de escribir su segundo libro. Como artista visual participó en muestras individuales y colectivas y la representa Galería Amistad.