EL CUENTO POR SU AUTOR

Desde que mi mamá vive en Mercedes (BsAs) llevo un registro de caminatas, bares y charlas a lo largo y a lo ancho de esas pocas cuadras que conforman el centro. Un álbum de fotos mentales. Frases sueltas en mi cabeza. Los libros que comentamos como la vida de los parientes. Los reproches mutuos. Los silencios donde nos echamos a descansar. Nuestras voces se confunden, todos dicen que al teléfono tenemos la misma voz. El juego de espejos da un poco de vértigo. A veces se me ocurre que podríamos encarnar la versión criolla y rasca de aquellos paseos neoyorkinos de Vivian Gornick con su mamá. O no, una historia más entre madre e hija. Lo más común del mundo. Aunque estoy bastante convencida de que lo maternal en mi vida ha sido un apego feroz, como en Gornick. ¿Puede ser de otra manera? También sigue siendo fuente de relatos que salieron de alguna nota rápida hecha en el 57, volviendo a mi casa. “El hombre de los cuchillos” es uno de ellos y forma parte de mi libro Íntima distancia, publicado por la editorial Dábale arroz, en 2021. 


EL HOMBRE DE LOS CUCHILLOS

Habíamos terminado de almorzar en el Club Mercedes, un lugar que descubrimos hace unos meses y al que vamos con frecuencia porque se come abundante y a buen precio. Yo siempre pido omelette con champiñones. Me encanta el queso mezclado con el huevo tostado y el sabor dulzón de la cebolla caramelizada. La última vez mamá me lo reprochó.

—¿Por qué pedís siempre lo mismo?

—Porque me gusta. En mi casa no como omelette. No sé hacer omelettes.

—Es una pavada.

La miré revoleando los ojos, como hago cada vez que ella lanza esos comentarios sobre lo fácil que es hacer tal cosa o tal otra.

—Pero mirá todos los platos que hay.

Me da un poco de gracia que mamá me reproche la monotonía de mi menú, como si ella fuese una mujer de mundo y no una persona atada a las rutinas. Me puse a mirar la carta sin mucha convicción, había costillitas de cerdo a la riojana, una larga lista de pastas, milanesas de varios tipos, pero nada me resultaba más tentador ni más justo para ese momento que un omelette con champiñones.

El restaurante del club es un salón grande de techos altos estilo francés con columnas, molduras, vitraux y arañas de bronce con brazos que se entrelazan como tentáculos. No faltan las pantallas colgadas en dos esquinas del salón, transmitiendo deportes y noticieros. Todo está impecable, las paredes y el techo se ven tan blancos que encandilan al entrar. Se nota la distinción que tuvo en el pasado y se nota también su presente plebeyo: amigas jubiladas arregladas como para ir al teatro, empleados municipales, comerciantes, hombres solos. Muchos hombres solos almuerzan mientras hojean el diario en cámara lenta o miran la tele con el tenedor detenido antes de llegar a la boca.

El Club Mercedes no podría estar mejor ubicado, una esquina céntrica en diagonal a la sucursal del Banco Nación donde cada tres meses tenemos que hacer la supervivencia que demuestra que mamá está viva y yo no estafo al Estado cobrando su jubilación.

Cuando terminamos el trámite, que suele llevarnos un buen rato, vamos al supermercado a comprar yerba, desodorante y pan de jabón (las austeras provisiones de mamá), y después vamos a comer. Si hay alguna libre, elegimos una mesa contra la ventana desde donde podemos ver el banco y sentirnos satisfechas por haber cumplido con las obligaciones del día.

Mientras nosotras hablábamos, una parte de mi visión abarcaba ese segundo y tercer plano de mesas libres y mesas ocupadas donde se movían los mozos llevando y trayendo platos de la cocina. En un momento entró un hombre que combinaba perfectamente con los otros hombres del salón. Lo vi acercarse a una mesa, saludar a los comensales con un apretón de manos y quedarse de pie conversando. Después lo perdí de vista hasta que se apareció a nuestro lado.

Hace unos años que mamá vive en Mercedes y que yo voy a visitarla. No nos une un pasado común con la ciudad, no tenemos ancestros ni propiedades, simplemente la elegimos por una cuestión financiera (los costos son más bajos), porque teníamos algunos buenos conocidos allá y porque no es tan lejos de la capital. Fue una elección puramente pragmática, pero con el tiempo la terminamos adoptando. Sin embargo, nadie nos saluda desde la ventanilla de un auto, nadie nos toca bocina con la Zanella y muy de vez en cuando vemos pasar alguna cara conocida, de la que ni siquiera sabemos el apellido. Somos anónimas en un lugar donde el anonimato es casi imposible.

Por eso nos sorprendió el hombre que se acercó a nosotras y la miró a mamá como si la conociera. El tipo tenía cierto aire alemán o irlandés, rondaba los sesenta años, de joven debió haber sido muy rubio pero ahora tenía una barba espesa con distintas tonalidades de gris, ojos celestes, manos grandes. Llevaba un morral de cuero y cierta elegancia deportiva.

—Usted me compró cuchillos —dijo con absoluta convicción.

—No, para nada —contestó mamá también con absoluta convicción.

Yo la apoyé en su negativa. Si ella compraba algo era porque mi hermana o yo se lo habíamos pagado y para qué íbamos a querer comprarle cuchillos viviendo en un geriátrico. El tipo insistió y mamá volvió a negarlo. Yo lo miraba y pensaba que realmente no parecía un vendedor ambulante.

Cuando el tira y afloje pareció agotarse, el hombre desplegó sobre la mesa un abanico de almanaques con imágenes y frases religiosas. Ama a los que te rodean, a pesar de todo, a pesar de todos.

Así que antes vendía cuchillos y ahora almanaques religiosos; se había serenado. No me atraen para nada los artículos de santería ni los objetos con mensajes religiosos, me hacen pensar en cosas y personas muertas. No me gusta el olor del incienso ni tengo especial adoración por las velas, ni siquiera en su versión romántica o new age.

Los almanaques eran feos pero el hombre dijo que no los cobraba, eran a voluntad. Yo pensé que podíamos darle algo para que no se ofendiera y para que se fuera lo más pronto posible, temía que si se demoraba más en la mesa quisiera evangelizarnos con salmos y advertencias. Las cosas que nos podían pasar si estábamos más cerca o más lejos de Dios. Mamá me miró consultando qué debía hacer. Hace tiempo que no maneja dinero, fue una medida de fuerza que tuvimos que implementar con mi hermana después de descubrir que un porcentaje alarmante de la jubilación se iba en voligomas, marcadores de colores, soquetes, juguetes de cotillón, tonelada de regalos para nietos inexistentes. Le dije a mamá que se eligiera uno.

—Son cinco —interrumpió el hombre de los almanaques.

—¿Cinco?

Revisé el cambio que tenía en la billetera.

—No tengo más que veinte pesos. Nos quedamos con uno, con uno alcanza.

Su mirada fue fulminante y su respuesta también, aunque su voz seguía siendo amable y celestial.

—Yo decido lo que ofrezco.

Mamá se puso a mirar el pilón de almanaques separando los que más le gustaban, porque ya empezaban a gustarle y enseguida iba a sentir que era justo lo que andaba buscando.

—Este del ángel es para Martita. El San Expedito para Olga. ¿Esto es un rayo de sol? Se lo voy a dar a Yanina que es más joven. La Virgen de Luján para Carmen que es muy creyente.

Una atención para la enfermera, la cocinera y las amigas del geriátrico que se portaban tan bien con ella y a las que nunca les regalaba nada.

—Y este para mí.

El suyo era un dibujo colorido como los que cuelgan en las salitas de los jardines de infantes, un chico disfrazado de payaso sentado en una mesa escribiendo en una computadora. A un costado decía ¡Gracias, Señor! Por esta ventanita me pongo en relación con el mundo. La imagen y la frase me resultaron incomprensibles (¿qué hacía un payaso escribiendo en computadora?), pero me gustó que hubiera elegido el menos religioso de todos.

El hombre de los almanaques volvió a mencionar casi como al pasar el asunto de los cuchillos, lo llamativo era que nunca decía ni dónde ni cuándo había sido la compra, no aportaba ninguna prueba pero estaba seguro de que había ocurrido. Mamá tiene una forma de sonreír bastante cómica cuando no cree demasiado en lo que el otro está diciendo: una parte de su expresión hace como que le sigue la corriente y otra parte da a entender que lo que está oyendo es cualquier disparate.

Le di al hombre los veinte pesos y extendí la mano para despedirlo. Lo hice porque me lo quería sacar de encima y me pareció la forma más educada de hacerlo, pero en vez de estrecharme la mano el hombre me agarró el antebrazo, más bien se aferró a mí como si estuviera a punto de caerse en un pozo y yo fuera su única salvación. Me apretaba fuerte y me miraba fijo para que yo hiciera lo mismo con su antebrazo.

—Así se saludan los templarios —me dijo con la cara tensionada por el orgullo y la ira de un guerrero medieval. Se había puesto colorado y sus ojos celestes fulguraban. En su mirada, en mi brazo, sentí una furia que no tenía nada que ver conmigo ni con mamá. Después me soltó, nos deseó una buena tarde y se fue decidido para la puerta de salida sin ofrecer sus almanaques a nadie más.

Mamá no parecía haberse dado cuenta de nada, seguía abstraída en los cinco almanaques que había elegido, reflexionando en voz alta sobre su funcionalidad.

—Necesito saber qué día es hoy, qué día es mañana, en qué mes estoy. Estar en la realidad.

Imaginarla de pronto en un encierro carcelario me desarmó. El brazo me seguía doliendo pero sus palabras me dolían en otro lado. A veces su forma de expresar las cosas me desconcierta, es como si me hablara una voz completamente autónoma, escindida del resto, una parte sobre la que ella no tiene dominio. Como si ella fuera médium de sí misma, de una zona oculta, de un fantasma que vive en su interior y a veces se manifiesta, aunque en verdad es todo lo contrario a un fantasma, es algo muy vivo que me despabila y me hace verla de otro modo. No es un momento grave o solemne, es un instante, después la conversación sigue y se vuelve otra vez inofensiva.

Me levanté la manga del suéter y vi una aureola rosada. El saludo del templario me seguía doliendo. Le pregunté a mamá si había visto cómo me había agarrado, pero ella no me escuchaba, hablaba de corrido y sin parar como si tuviera puestos tapones para dormir. No sé de qué me hablaba porque yo estaba preocupada por hacerme oír. De chica tenía que levantar la voz y pedirle que me escuchara, incluso hacerle señas como una sordomuda para que me prestara atención. Volví a hacer lo mismo. Entonces se calló y se me quedó mirando fijo con sus ojos pequeños, almendrados, a veces verdosos. Me di cuenta de que en mi voz había ruego y desesperación. No sé por qué necesitaba saber que ella lo había registrado y que estaba de mi lado.

—¿Pero no viste cómo me agarró?

—Sí, lo vi. Yo a un hombre no lo dejo que me toque ni loca.