EL CUENTO POR SU AUTOR

El primer archivo de “Perfiles” que encuentro en la computadora corresponde al 3 de marzo de 2017. Está en una carpeta de cuentos sueltos, entre otros que aparecieron en diarios y revistas y que hasta ahora no forman parte de ningún libro.

Sin embargo, “Perfiles” pronto integrará uno: Lo que hicieron ahí (publicará Corregidor en 2022). Podría definirse como una serie de cuentos encadenados o una “novela rompecabezas”, donde el hilo de los sucesos y la historia de los personajes se recompone a partir de las esquirlas o fragmentos sembrados en los capítulos/relatos.

Cuando escribí este, aún no suponía que sería la llave maestra de un microcosmos narrativo, que sus personajes me llevarían a imaginar otros, que dispararían relatos nuevos. Solo existían “Ginebra” (una supuesta prostituta) y un médico (su “cliente”), dos seres que protagonizan un encuentro de final poco previsible y que tienen algo en común: la pérdida y el daño. La pérdida, en el caso del médico, se relaciona especialmente con el duelo por seres amados (la esposa, un hijo). Sabemos mucho menos de “Ginebra” (el relato está contado desde la mirada de él). Pero otras disminuciones y carencias visibles los vinculan: ambos envejecen y padecen. Los dos desean, aun con un cuerpo en deterioro o un cuerpo enfermo. A medida que la acción avanza, anomalías y extrañezas transforman una situación aparentemente convencional hasta la completa ruptura de lo estereotípico.

En el mapa de mi mundo imaginario “Ginebra” y el médico siguieron existiendo, más allá del asombro de la escena final. Exigían que les diera un pasado y un futuro, que convocase presencias y fantasmas. Lo anómalo me presionaba con su enigma, me empujaba a la búsqueda de explicaciones y de nexos. Lo que ellos hicieron ahí, en el hotel Rey Arturo, empezó a extenderse hacia atrás y hacia adelante, ramificándose como un rizoma, en una historia colectiva de daños, decadencia, deseo y duelo. Pero también, de regeneración y resiliencia.

Presento aquí, entonces, la última versión de “Perfiles” que es, a la vez, un cuento y su primer capítulo.  


PERFILES

Tenía una belleza rigurosa y delicadamente fría. Una Claire Underwood, pero de cabello negro. Miraba de perfil hacia la distancia, no al que empezaba a recorrer, con excitación anticipada, el libro donde brillaban las fotos.

--Solo las mejores, para los más exigentes--, le había dicho casi al oído el jefe de recepción mientras le ponía en las manos un volumen forrado en cuero, insospechable como un tomo administrativo.

Lo abrió en el cuarto, la segunda noche, después de aflojarse el cinturón y de quitarse los zapatos y las medias. Había pedido un whisky con hielo para acompañar, morosamente, la oferta femenina escondida bajo las tapas.

No era hombre de putas, sin embargo. Se había acostado con algunas cuando era muy joven, antes de comprometerse en un matrimonio temprano y para siempre; así supieron ser la mayoría de los matrimonios en su generación. Él había sobrevivido, ella no.

Ahora viajaba solo por las provincias, de convención de convención, de congreso en congreso, mudándose a hoteles confortables de cuatro o cinco estrellas, la mayoría recién hechos, parecidos los unos a los otros. Salvo este, el “Rey Arturo”, que no pertenecía a ninguna de las cadenas habituales. Alguien se lo había recomendado como un “hotel boutique”: muebles con aire victoriano, televisores de plasma disimulados tras puertitas de madera, rosas de verdad sobre el escritorio. Una escenografía retro que lo tranquilizaba, un hogar imaginario, quizás ensoñado o leído en una novela.

También ella, la mujer de perfil, perfecta y congelada, era de algún modo tranquilizadora, aunque su mera presencia disonaba en el muestrario de carne obvia y prendas mínimas de encaje o de satén.

La primera foto la mostraba vestida de calle. Llevaba un traje sastre, de color claro, indefinido entre el crema y el beige. El escote en V era profundo, pero no asomaba por él ni siquiera la punta de un soutien. Podía presumirse que los pechos estaban desnudos bajo la chaqueta de hilo crudo; que si ella abriera, como Sharon Stone, las piernas impecablemente cruzadas, se adivinaría bajo la falda corta una oscuridad feroz de vellos púbicos. Pero nada se abría y nada se revelaba. La mano derecha, con las uñas de discreto barniz, se apoyaba sobre la media de seda reverberante. Un anillo de oro blanco concordaba con la gargantilla.

La foto siguiente era más audaz. Estaba de pie, ofreciendo el mismo perfil, los brazos sobre una balaustrada que daba al mar. El cuerpo era delgado y largo bajo la bata de gasa; los pechos sin implantes, menudos, cubiertos por un corpiño chico y apenas bordado, no se juntaban entre sí. Por eso se los podía presentir sin escándalo bajo el hilo crudo de la foto anterior. La puesta en escena parecía ordenada y armoniosa, casi un jardín del siglo dieciocho.

Eran sus únicas fotos, mientras que cada una de las otras tenía, por lo menos, tres o cuatro. Todas se ajustaban, eso sí, a cierto canon de gusto, tal vez impuesto por el estilo del hotel. Ninguna mostraba mucho más de lo que solían exhibir las modelos de lencería femenina en gigantescos carteles de autopista, aunque estas excedían los talles de alta costura y se acercaban a los de vedettes. Lo sorprendió el decoro. Los tonos eran suaves: gris perla, visón satinado, rosa viejo, marfil. O los clásicos blanco y negro. No había insinuaciones perversas. Ni dominadoras con juguetes sadomasoquistas, ni tampoco disfrazadas de escolares, con el pelo recogido en una infantil cola de caballo y un chupetín entre los dientes blancos y los labios llenos, deliberadamente sin pintar. Eran rotundas y correctas, sin segunda intención. Frutas apetitosas y plenas que colgaban del árbol en su justo punto. Ninguna muy por encima de los treinta. Ninguna, prefería creer, por debajo de los dieciocho.

Solo la mujer de perfil era, sin duda, más vieja. Difícil saber cuánto, en un mundo que ya no vendía imágenes sin fotoshop previo. Pero cierto aire indefinible añadía una suave pátina de anticuario a la ropa formal y la exhibición controlada. Al pie de sus imágenes había un nombre también desacostumbrado: Ginebra. La ciudad suiza. O Guinevere, la dama y reina infiel de Camelot. Un seudónimo, un nombre de guerra, propio del oficio. La elección no era vulgar, al lado de las Jessica, Cynthia, Dana o Daiana que subrayaban los otros retratos. Aunque también resultaba una ironía lógica, teniendo en cuenta el nombre del establecimiento.

Se asombró al saber que Ginebra era, también, la más difícil de conseguir. No le quedó otro remedio que aceptar una cita para la última noche, pese a que lo alteraba la inminencia del viaje a la ciudad vecina, donde una vez había vivido. Ahí lo esperaban otro cóctel, otro simposio y también el aniversario del accidente que los había dejado huérfanos del hijo menor.

La distracción sexual quizá lo salvase de un largo insomnio, aunque el fracaso le parecía probable. Pasaba de los sesenta, las erecciones eran infrecuentes y no duraban sin auxilio químico. La última vez había sido decepcionante. Una salida al cine con una amiga de su difunta esposa que terminó en la cama. Ninguno de los dos pudo hacer mucho más que recordar con tristeza o con ira a los ausentes. La que había muerto y el que había abandonado a la mujer, ni fea ni desagradable, que estaba llorando a su lado.

¿Cómo iba a recibir a la invitada? Dormía con calzoncillos de tela a rayas, algo anticuados, abiertos en los muslos, y una camiseta sin mangas. Decidió comprar una bata en la tienda del hotel y cambiar los calzoncillos por unos boxers modernos, de color azul celeste, que le hacían juego con el color algo desvaído de las pupilas. A su mujer le hubiera gustado. Ella sí se fijaba en esos detalles, significativos para alguien que ama, aunque serían irrelevantes para una puta.

Dos horas antes del encuentro tomó una pastilla de Cialis. Se bañó con cuidado. Se emparejó la barba, recortó las uñas de los pies y de las manos y los pelos que asomaban, asimétricos, por la nariz. Se resignó, una vez más, al abdomen de hombre que envejecía, con algo de sobrepeso y una dieta descuidada. De pronto, el cuarto que le había parecido amable y casi hogareño, se le antojó ridículo y fuera de moda. Quizás era el único escenario adecuado para alguien que retrocedía también en el tiempo como si nunca hubiera existido, que estaba a punto de borrarse del espejo y de la realidad.

Para cuando sonó el timbre de la habitación se había quedado dormido entre almohadones, con el control del televisor en la mano. Al abrir la puerta, creyó que continuaba dentro del sueño. La mujer del catálogo estaba en el umbral, con la misma ropa y en la misma pose que había adoptado para la fotografía que la presentaba. De perfil, entregada a una distancia que ahora se perdía en un punto indeciso hacia el final del pasillo.

--Buenas noches. Soy Ginebra.

Giró la cara y lo miró de frente. Del otro lado, en la faz antes oculta, la piel se agrumaba en lesiones escamosas, discos enrojecidos y ulcerados. En ciertos puntos, había zonas pequeñas y oscuras, probablemente necróticas.

Los ojos se le quedaron en esos daños, atrapados y mudos.

Cerró la puerta tras ella, parpadeante, aún no muy seguro de lo que había visto.

De espaldas, la silueta era incluso mejor que en las fotos del catálogo. Con los tacos aguja, lo aventajaba en dos o tres centímetros. Ginebra fue hacia el balcón y cerró las cortinas semi abiertas. Luego se sentó en el borde de la cama, con las piernas cruzadas, repitiendo su propia imagen.

--¿Me sirve algo de beber?

Se sintió torpe y desatento. No había pensado en pedir nada. O se le había ocurrido vagamente, antes de dormirse.

--No hace falta que llame. Ahí, sobre el frigobar, hay una puerta. Va a encontrar dos copas y una botella de brandy.

Chocaron las copas, con protocolo algo solemne, propio de la gente de cierta edad. Vista de cerca, Ginebra pasaba, sin duda, de los cincuenta. Aun del lado sano de la cara, la piel se quebraba en arruguitas bajo los párpados. Dos líneas: otros hilos de collar, rodeaban la garganta, y había marcas en el escote, visibles al trasluz.

Abrió la cartera mínima para sacar una caja de Marlboro.

--¿Le molesta?, preguntó.

Él negó con la cabeza, cortés, aunque sí le molestaba, en especial desde que estaba prohibido fumar en casi todas partes y había perdido la costumbre de tolerar ese placer ajeno.

Mientras ella terminaba el cigarrillo, estudió al sesgo, imperceptiblemente pero con rigor clínico, las zonas afectadas de la cara. Parecía una enfermedad autoinmune.

Dejó la copa sobre la mesa ratona. Iba a pedirle que se desvistiera, cuando Ginebra se adelantó.

Sin música, se quitó los zapatos, luego las medias de brillo nacarado. Igual que en sus fantasías, al concluir solo tenía puesto, bajo el saco de hilo, un portaligas de encaje. Otro fetichismo retro, que se negaba a los cambios.

Se le acercó despacio. Era un poco más alto que ella, ahora que estaba sin tacos. Le rodeó los pechos desde atrás, y levantó una mano para deshacer el rodete. El pelo negro cayó sobre la espalda. Examinadas con proximidad de lupa, las raíces mostraban, por sectores, concentrados y frondosos haces de canas. Se resistía a mirarla de frente. Tenía la sensación de estar violando a una paciente sobre la camilla del consultorio. Aunque atendía cada vez menos enfermos después de haberse convertido en un ejecutivo médico, vendedor de productos cosméticos para las grandes firmas.

La oprimió contra él. Las nalgas eran cálidas, redondas, bastante llenas y altas para una mujer madura. Apretó en vano el pene flácido contra los glúteos. El Cialis tardaba más de lo acostumbrado en producir su efecto. Quizás otros presionaban las escamas de la cara antes de penetrarla. Acaso se excitaban frente a ese grado extremo de la desnudez: debajo de la epidermis, donde afloraba la carne maltratada y roja.

La puso sobre la cama, sin violencia, pero ahora sin dejar de mirarla. Desabrochó el portaligas y abrió, despacio, los otros labios del centro de su cuerpo. Las mucosas estaban intactas, rojas y frescas como la granada. Bebió de ellas sin remordimientos.

Se despertó tarde a la mañana siguiente, con un dejo leve de resaca. Las cortinas estaban completamente abiertas. En la mesita había un sobre que llevaba su propio nombre y unos billetes por la tarifa de servicio marcada en el álbum.

La luz casi meridiana encendía la página con la foto de Ginebra, quemaba en el asombro de sus ojos.