La casa de Cardin         7 puntos

House of Cardin, EE.UU., 2019.

Dirección y guion: P. D. Ebersole y Todd Hughes.

Duración: 95 minutos.

Intérpretes: Pierre Cardin, Jean-Paul Gaultier, Naomi Campbell, Sharon Stone, Kenzo Takada.

Estreno en la plataforma Mubi.

Para quien todo lo que conocía de la firma Pierre Cardin era la línea de prêt-à-porter masculina -línea cara y grasa-, La casa de Cardin representa una especie de big-bang personal y cultural, en el que el creador de modas se revela como un visionario audaz, siempre uno o muchos pasos adelante. Pietro Costante Cardini (otra sorpresa para el lego, el origen itálico) introdujo en la moda el pop, la psicodelia, el op art y el futurismo, ayudó a dar seducción y legitimidad a la imagen social de tipos no caucásicos e incorporó a minorías sexuales a sus desfiles ultra-top. Todo esto en estricta sintonía con la década que lo vio crecer, la de los 60, aireada por los vientos del cambio, el poder joven y las revoluciones sexuales y culturales. Tal vez a esta suerte de renacentista chic le haya quedado pendiente una apertura hacia los impulsos de cambios políticos y sociales. Pero exigirle eso a uno de los más altos representantes de la crème de la crème de las sociedades más opulentas, hubiera sido como esperar que para la misma época Mao impusiera al Ejército Rojo el estricto uso de blusas psicodélicas.

No casualmente el interés por el mundo de la haute couture es sincrónico del que de un tiempo a esta parte parecen despertar las monarquías a la industria del espectáculo. Si los gruesos cortinados palaciegos dejaron pasar algo de luz, de The Queen (2006) a The Crown (2016-2022), conociendo su estribación más reciente con Spencer, biopic de la princesa Diana recién estrenado en Estados Unidos, el estudio superficial o algo más incisivo de las majestades de la moda tuvo su señal de largada con el modesto telefilm House of Versace (2013), se extendió a Saint-Laurent (2014, del francés Bertrand Bonello) y The Assassination of Gianni Versace (2017), se prolonga en esta House of Cardin y alcanzó su pastiche más reciente en House of Gucci (parecería haber más casas que fábricas en el mundo fashion). No debería sorprender que la industria audiovisual tenga en sus planes la edificación de las moradas de Dior y Armani.

Desde la introducción misma de La casa de Cardin, el inventor de la marca aparece como un personaje disruptivo. “Hablo de mí en tercera persona porque no soy yo el que produce la ropa, soy el que da las ideas. Soy una tercera persona del proceso de producción. Una marca, además, más que un nombre. Por eso la tercera persona.” Autoconciencia práctica y descarnada: algo que no parece ser pan cotidiano en esa apoteosis del caretaje que es el mundo de la moda. “Cardini es mi apellido, nací en Italia” (sorpresa para el crítico, perfectamente ignorante al respecto). “Mi infancia no fue desgraciada en lo más mínimo, vivíamos con poco pero tengo hermosos recuerdos”, frena Cardini en seco la pregunta-cliché del entrevistador (¡Claude Lanzmann, realizador de Shoah!).

A esa altura el personaje compró resueltamente al observador. De allí en más sobreviene una biopic en fragmentos, construida mediante testimonios de colegas, discípulos, mannequins, ex colaboradores y albaceas. Todos admiradores. Tal vez sea eso este carácter uniformemente eulógico lo que obliga a bajarle un puntito al film escrito, coproducido y dirigido por los estadounidenses P. D. Ebersole y Todd Hughes. Aunque alguna que otra grieta asoma. En televisión Cardin hace su defensa del prêt-à-porter como forma de democratización de la moda. “Un modelo mío puede usarlo tanto la princesa de Widsor como la conserje de un edificio”. “Sin embargo tengo entendido que a usted suele vérselo en compañía de la princesa de Windsor, pero no de una conserje”, latiguea el avispado conductor. Glup.

Incluso se podría poner en duda que una conserje estuviera en condiciones de reunir los porotos para comprar siquiera ese modelo, por poco exclusivo que fuera. Es como si la revolución practicada por este “patrón de estancia”, autodidacta y sin berretines de divo, hubiera consistido en hacer pasar la moda femenina (y masculina, otra de sus innovaciones) de la aristocracia a la burguesía. Pero nunca más abajo: en el mundo de los couturiers, las clases populares siguen siendo el hecho maldito.