EL CUENTO POR SU AUTOR

La fantosmia es la percepción de un olor, generalmente desagradable, que no existe y nadie más que uno percibe. Huele a quemado pero no hay fuego. Ni humo. Es un tipo de alucinación de esas que estudia el neurólogo Oliver Sacks en sus textos. Durante la pandemia tuve miedo a la anosmia y a la disgeusia (falta de olfato y trastorno en el gusto, síntomas del Covid-19), pero más aún a la fantosmia. Empecé a pensar que el aire iba a oler, en algún momento, a cadáver pudriéndose, a tierra rancia de cementerio. Entonces empezó a morirse gente.

Creo que me senté a escribir cuentos de fantasmas para poder mirar de frente a la desgracia, que tocó muy de cerca a parientes y amigos. Yo no me enfermé porque tomé recaudos de obsesivo compulsivo (los sigo conservando todavía). El miedo es un territorio en el que me muevo con bastante eficiencia. O, al menos, adonde escapo cuando escribo. El libro en el que sigo trabajando tiene historias cortas y largas, horrorosas y simpáticas; fantasmas de género o de cartulina. Van tres muestras en este Verano/ 12, hiladas como las cuentas de un collar.

Gracias por leer.


Dedicado a mi amigo Alejandro Sapognikoff,

frágil fantasma fabuloso.


EL PERRO QUE TUVIMOS

Estaba deprimido, tan deprimido que solamente ansiaba acariciar la cabeza de alguien. “Mejor si es una mascota”, pensé, y me acordé de mi perro de cuando era chico. No estoy seguro de que esto haya pasado así, o si es una idea que vino después, algo inventado. El perro apareció justo debajo de la mesa. Lo reconocí de inmediato. Le dije: “Hola, Yerri”. Él movió la cola cuando le toqué la cabeza. Era igual al caniche que había tenido, por eso le puse ese nombre. Yerri Kent se me subió en dos patas para rascarme el pantalón. Por las dudas lo llamé con otros nombres, pero no reaccionó.

Esa noche recordé qué había pasado con el verdadero Yerri Kent. Lo habían agarrado unos gatos salvajes, y lo habían destrozado. Yo tenía siete años. En el sueño, Yerri me seguía hasta la puerta del colegio. Entonces me desperté y el perro estaba a los pies de la cama, mirándome. Con esos ojos.

Yerri era de los perros inteligentes que hacen gracias. El muertito, sit, acostarse como una rana, con las patas de atrás extendidas hacia los lados. No eran grandes habilidades para un caniche, pero él las había aprendido. Le gustaban mucho las manzanas, como premio a sus actuaciones. Yo partía una manzana en octavos, sin semillas ni cáscaras, y se la iba dando a medida que él interpretaba sus personajes. Le acerqué un gajo a mi nuevo perro y no se lo comió.

Salimos juntos a comprar el diario. Compro uno de izquierda, que cada vez viene más delgado, a diferencia de los diarios capitalistas que no hacen más que engordar. El perro saltó todo el camino de vuelta a casa. Me di cuenta qué era lo que podía querer, doblé el ejemplar en cuartos y se lo puse en la boca. Lo llevó hasta mi sillón de leer. Parecía orgulloso con su misión. En el diario quedó un agujero que se repetía en todas las páginas, provocado por su colmillo.

El primer día durmió en la puerta de calle, el segundo en la terraza, el tercero en la pieza conmigo. Se escondió detrás de una cortina. Me acordé de que Yerri dormía detrás de las cortinas. Era un juego que hacía: uno lo llamaba y él se hacía el escondido. El juego ponía en evidencia el hecho de que a lo mejor no existía, ni había existido nunca. Que podía no ser una mascota real, sino nada más que una buena historia.

Probé con otras comidas que me parecieron más amigables. Compré Trocitos de Dogui, latas de preparados del Kennel Club y carne picada de ternera. El perro estaba -era- inapetente. Le conseguí unos huesos saborizados marca Peluche, que lo alegraron. Los sacaba del plato y se los llevaba a la terraza. En un momento lo seguí y lo vi levantar una pata en el aire, pero sin hacer pis. Después se sentó al borde del cantero de malvones. Era evidente que estaba esperando a que me fuera. No iba a hacer caca, ni comerse el hueso, ni ninguna otra cosa. Ni ladrar. Nunca ladró.

La mañana que nombré él me miraba, desde los pies de la cama, con esos ojos. Me desperté tratando de comprender que el perro estaba ahí para salvarme de algo, y los ojos de él, esos ojos, me decían “bravo, te diste cuenta”. Me lo decía su brillo. No me dio miedo. Volví a dormirme y pensé:

- Es mentira lo del perro.

Y después pensé:

- Si estás deprimido, te salva el perro de tu infancia.

Entonces abrí los ojos y no era de día como antes. Estaba oscuro. Encendí la luz. No había perro. Adiviné el bulto detrás de la cortina. Me alegré; fui hasta allí. La descorrí. Estaban todos los huesos apilados, de colores, como para encender una pequeña fogata.

Mi hermana Machi suele venir los viernes, a tomar mate y conversar. Me extrañó que no se acordara de Yerri Kent. El caniche pasaba mucho tiempo con nosotros, de niños. Machi no se acuerda porque tiene problemas de amnesia. Quiso verlo y le dije que estaba durmiendo en la terraza, al sol. Pero después entré a la cocina a cambiar la yerba y vi a Yerri debajo de la mesada. Los repasadores colgantes le hacían de cortina, y él estaba atrás, entre la cesta de papas y la de cebollas.

- Aquí está, Machi -dije.

Arriba de la mesada había una botella de vino sin destapar, un vaso dado vuelta y el paquete abierto de Cruz de Malta. Busqué una cuchara.

- ¿Adónde? -dijo Machi.

- Acá, vení.

Ella entró a la cocina y yo acomodé la bombilla en el mate. Cebé y se lo pasé. Mi hermana me hizo un gesto de mentón, intrigadísima.

- Ahí abajo -señalé.

Nos agachamos como si fuéramos a contemplar a un bebé en su moisés. Corrí las telas. Mi hermana sorbió el mate hasta que hizo ruido.

- Ahí abajo no hay nada -dijo.

Igual lo sigo teniendo, igual lo quiero. ¿Cómo voy a temerle a mi caniche de la infancia? Me encanta que sea así, que aparezca cuando lo necesito, cuando quiero acariciarle la cabeza porque estoy triste, o porque tengo ganas de volver a jugar. No come, no duerme, no ensucia. Le tiro el palito y me lo trae.

En este tiempo raro aprendimos varias cosas, los dos. Yerri descubrió que ya no necesita fingir, porque sabe que sé. Y yo aprendí que la mascota ideal no es un perro al que queremos, sino el fantasma del perro que tuvimos.


INTERROGATORIO

- ¿Vino a cumplir una venganza?

- No.

- ¿Le ha quedado algún acto pendiente de realización?

- No creo.

- ¿No cree, o no?

- Simplemente no.

- ¿Tiene algún consejo o recomendación que se había olvidado de darnos, y ahora se acordó?

- Mnnn… no.

- ¿Alguna deuda para cobrar?

- Tampoco.

- Entiendo. Se trata de una misión, viene a ayudarnos. A darnos la solución a algún problema que sólo desde ese estado puede solucionarse.

- No veo ningún problema, ni tengo ninguna instrucción para ustedes.

- ¿Extrañaba? Sus cosas, por ejemplo, sus lugares…

- Para nada.

- ¿Se sentía solo?

- Siempre estuve acompañado.

- ¿Alguien lo invocó?

- Que yo sepa…

El malhumor infló las mejillas en la cara del Juez.

- ¿Nos quiere explicar, entonces, por qué ha resucitado?

- No sé –dijo el fantasma-. Ni siquiera sabía que estaba muerto.


ESTACIÓN

Con la leve impresión de estar llegando a un lugar nuevo, arribó a una estación y alguien le dijo que era el infierno. ¿Fue un pasajero o el guarda, mientras manipulaba sobre el mecanismo para abrir las puertas? En el piso de chapa del vagón había dos gotas rojas. Cerró los ojos. No iba a aceptar ningún infierno porque era joven y porque su madre lo estaba esperando con la cena. El guarda dijo “terminal”, y a él se le puso la piel de gallina. Las puertas se abrieron. Una niebla blanca desdibujaba las letras del cartel con el nombre de la estación. Se bajó. El tren, contra lo que el guarda había dicho, siguió viaje.

Sobre la plataforma unos adolescentes escribían la pared con aerosoles. Eran tres, dos varones y una mujer; se codeaban, nerviosos. La pintada decía “mueran los niños”. El cartel decía “CASTELAR”.

Delante del bar del andén un hombre alto y seco apretaba su saco contra el cuerpo, aferrado a un vaso de vino en el que casi tenía sumergida la nariz. Tosió sobre la boca redonda de vidrio, y se salpicó el pecho y el mentón. El joven pensó que no había oído el sonido de la tos.

Una señora empezó a mirarlo. Estaba muy seria; lo tocó en el hombro y le dijo algo. Él tampoco pudo descifrar esas palabras. Se llevó las manos a la cara, pensando “ojalá recuerde cómo llorar”. Imaginó su rostro convertido en una máscara brillante, de cera, con todos los gestos quietos y dos pozos negros en lugar de los ojos. “Volví”, susurró, desde la hendija de la boca. “¿Qué?”, dijo la mujer. Él la miraba desde atrás de la máscara, con los ojos fijos clavados en el centro de los dos pozos. “Volví del infierno”, se dijo en secreto, mudo. Y empezó a caminar, con el alma borracha de espanto.

Se detuvo frente a su casa, invadido por un sentimiento de desconfianza. La llave giró en falso en la cerradura. La puerta se abrió.

En la cocina estaba reunida casi toda su familia. Cenaban. Habían venido algunos tíos, una de esas tías viejas cargaba un bebé entre los brazos. “Hace tanto que no nos visitaban”, pensó, “que no recuerdo ni sus nombres”. Ellos lo miraron amablemente. Todo estaba igual, aunque sin sonido (el vino llenando las copas, el roce de los cubiertos). ¿Se habría quedado sordo? Tal vez, sí, temporalmente sordo. En mitad de la duda lo sorprendió la voz de su propia madre. Le dijo algo así como “sentate, querido”, con un tono tan grave que le costó reconocer.

Intentó encender el televisor. Apretó varias veces la tecla, pero la imagen no aparecía. Verificó que estuviera enchufado. “¿No anda?”. Su madre levantó la vista del plato para decir “no”. Pero no lo dijo. Sólo hizo un gesto abriendo la boca vacía de palabras, y sonrió. Él recibió la sonrisa como un adorable regalo de la realidad, como un alivio. No le importaba ninguna otra cosa: había vuelto a su casa y ahora estaba sentado a la mesa con sus parientes, con su hermano menor y sus tíos. Aquella era su familia y todos cenaban junto a él, sin advertir que el aparato no funcionara, o los ravioles no tuvieran gusto. “La comida preferida de mamá”, pensó. Un par de detalles no iban a empañar este regreso, la infinita alegría de haberse escapado del tren.

Estaba concentrado en sus pensamientos cuando alguien lo pateó por debajo de la mesa. Al principio supuso que sería una broma, porque su hermano, que estaba sentado a la derecha, comenzó a reír. Después se volvió una cosa molesta, porque era como si le acariciaran sobre los pantalones, y sintió miedo. De nuevo ese miedo al regreso. Su hermano se había distraído, y ahora la madre era la que lo miraba y se reía. Los hombros de ella se movían hacia arriba y hacia abajo, descubriendo el trabajo escondido de sus manos sobre las piernas del joven. Él apartó la silla. Se agachó por debajo de la tabla de la mesa para ver qué pasaba. Levantó el mantel colgante como una cortina. Su cara volvió a endurecerse totalmente, sin siquiera parpadear. “Es imposible”, pensó. Ellos, todos los que ahí estaban, no aparecían por debajo de la mesa. Ni sus piernas, ni sus zapatos, ni la pollera de la madre, ni las caderas de sus tías; sólo el esqueleto de las sillas vacías y el telón del mantel.

Se levantó. La idea de saberse frente a una escenografía montada para recibirlo, para atenuar su desesperación, lo puso más pálido aún. Los espectros devoraban sus pastas. Sin detalles, ni gustos, ni ruidos. Le indicaron que se sentara, que no había por qué asustarse.

- Es una bienvenida –dijeron.