Dicen que es como una cadena. Empieza en el campo, sigue en las afinidades electivas entre una cosecha o la crianza de un animal y una cocina. Lo que sigue puede ser más o menos escarpado, accidentado y también afortunado, como el vínculo entre quien produce y quien cocina con ánimo de rescate y exploración. Una cosa, dicen también, lleva a la otra y la cadena termina en el mismo lugar: un plato. Ahora en algunas regiones eso está pasando con más fuerza que antes. Algo así contaron cocineros del noreste argentino una noche de esta semana que pasó, mientras en la calle se acallaba la ciudad y en la mesada de la cocina inmensa del Automóvil Club, contaban cómo ellos y otros colegas que no habían viajado a Buenos Aires traman alianzas para fortalecer la cocina de esa región que combina herencias guaraníes con sabores llegados con los inmigrantes. Entre bocaditos de yacaré, versiones de reviro y platos que poco después tendrían chipa, uno de esos cocineros aclaró: “la región no le tiene miedo a la palabra guaraní, formó parte de la provincia jesuítica del Paraguay”. Por algo él, como sus compañeros de fuegos, hablaban sin poder evitar que las historias gastronómicas y los detalles de sus cocinas estuvieran sazonados con palabras que sonaban en Misiones, Chaco, Corrientes y Formosa ya mucho antes de la llegada de los españoles. Y sin embargo, más allá de esa “unión” en la que están trabajando junto con productores locales, reconocen que en las cocinas regionales no siempre se valoran los  productos propios de la zona, y que tampoco puede decirse que históricamente todas las zonas hayan defendido con la misma fiereza sus identidades gastronómicas, o por lo menos no lo suficiente como para convertirla en carta de presentación ante otras regiones. Eso, explicaron, es algo que quieren cambiar.

Maneras de crear diplomacia

Dicen que se sienten embajadores, con toda la carga de responsabilidad que eso puede implicar a cientos de kilómetros de distancia. “Queremos mostrar lo que tenemos, y más allá de que todos tenemos ascendencia de inmigrantes europeos, queremos volver a la raíz para hacer algo diferente”, explica ante un público de productores regionales –a quienes, cuando son oriundos de sus provincias, ya conocen–, técnicos agropecuarios y periodistas porteños, el formoseño Alejandro Delpino, durante una presentación a lo largo de la cual él y sus colegas (de región y oficio) se van turnando para desgranar las razones de su pasión. Hablan de unión, de puntos en común que pasan por las memorias gastronómicas de sus propias vidas, porque todos conocen el sabor de la yuca, aunque alguno le diga mandioca, y pueden describir de memoria la textura del dulce de tuna.

Llegados a Buenos Aires para cocinar platos típicos del noreste en la cena Del territorio al plato –organizada por el INTA, la Fundación ArgenInta y el ministerio de Agroindustria–, el formoseño Delpino, el correntino Ariel Leguiza, el misionero Iván Ortega y el chaqueño Carlos Lösch, todos chefs y responsables de proyectos gastronómicos en sus lugares de origen, hablan una y otra vez de cómo un plato de comida regional es la meta de una cadena extensa  y paciente, que empieza con una chispa. “A veces no somos conscientes de lo vasto que es nuestro legado gastronómico y cómo combina cocinas con ingredientes locales”, dice el misionero Ortega, que recuerda que en su casa, cuando era niño,  a nadie le parecía extraño que la pastafrola se hiciera siempre con dulce de guayaba, en lugar del membrillo o la batata que son tan tradicionales en la zona de Buenos Aires. Al chaqueño Lösch, en cambio, la epifanía le llegó de la mano de lo salado y la comprobación de que en los restaurantes locales no siempre se rendía honores a “lo vasto y variado” de la cocina regional. “No somos solamente carne en la región, ¿por qué no resaltar lo que tenemos?”, recuerda que dijo, poco antes de advertir que cree que comenzaron “un largo camino” que depende mucho de ellos, de cuánta convicción cosechen en los comensales, pero también en otros cocineros. “Pensamos en la región, no en cada lugar, porque hay cosas que son comunes a toda la zona”, agrega, mientras a su lado Leguiza, quien al presentar a sus compañeros de ruta había dicho que empezaban “un largo camino”, intercambia un gesto cómplice con Ortega.

Entre todos, van enumerando: surubí, pacú, mandioca, yacaré frito, mango, mburucuyá, chipa,  chivo, gárgola, dulce de mamón, yacaré, sopa paraguaya, banana, reviro, maní, carpincho. Esos, dicen, son solo algunos de los sabores que la región reconoce como propios y que, sin embargo, durante mucho tiempo quedaron, de algún modo, rezagados del escenario gastronómico fuera de las casas (ver aparte), aunque nunca desaparecieron de las mesas regionales. La identidad, dicen, sobrevive: “si el pacú en Chaco se hace de una manera, en Corrientes se hace de otra, pero también es pacú”, dice Leguiza; “no hay una chipa chaqueña, una paraguaya, una argentina: hay chipa, que puede variar en las proporciones que se usan de cada ingrediente, pero usa los mismos. Así de vasta es la cocina del noreste”,  agrega Ortega.

Cocineros y productores coinciden en que los obstáculos para que esos sabores crucen la frontera regional suelen ser varios, y que muchos de ellos pueden obviarse cuando la distancia es breve. Sin embargo, la escala a la que pueden trabajar los pequeños productores –que son, por lo general, quienes se dedican a esos productos regionales–, lo costosa que puede resultar la logística y los requisitos de habilitaciones y aprobaciones que deben satisfacer –que son los mismos exigidos a grandes productores– son problemas comunes, de acuerdo con un relevamiento que Guillermo González Castro Feijóo, del Área de Comercialización y diferenciación de productos de la Fundación ArgenINTA, hizo en el NEA en la previa del evento con cocineros y productores. En el relevamiento, González Castro Feijóo observó que “los pequeños productores, de cadena corta (muchas veces sólo es para abastecimiento regional) tienen que completar los mismos requisitos de infraestructura que los grandes establecimientos que tienen cadenas más largas y llegan a lugares más lejanos”, que los costos impositivos son elevados porque “pequeños y medianos productores no cuentan con líneas de crédito aceptables” y la AFIP “pide lo mismo a un pequeño productor que a uno grande”. Además, hay “altos costos de traslado para que lleguen sus productos a los centros de consumo”, porque  “no hay trenes, los micros son caros”. 

Por eso, entre otras cosas, es que “en la época de cosecha, se tira mucho mango”. “No hay agregado de valor, no hay empaque que saque la producción de la región, se queda todo en la zona, y lo mismo pasa con la mandioca. La región está sobreofertada y una solución sería congelarla” pero no hay quien lo haga. “La región no industrializa, pero no porque no quieran, sino porque no pueden” por las razones relevadas y “también hay un problema de consumo”, observó el especialista. Algo parecido sucede con otros productos, muchos de ellos estacionales, que los cocineros no incorporan a sus cartas precisamente por eso: “no podés cambiar la carta  todo el tiempo. Necesitás ver qué podés ofrecer en  tu restaurant que esté disponible todo el año. Con el cordero tenemos ese problema: si  llueve, el productor no puede salir del campo para abastecer, entonces hay problemas en el frigorífico, y finalmente no te llega. Son problemas internos a cada etapa de la producción pero que se trasladan a la cocina”, detalla el correntino Leguiza.

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