El aire se corta con un cuchillo. Usaban mucho esa expresión para decir que algo había pasado, o estaba a punto de pasar, entre distintos miembros de la familia. Yo intentaba cortar el aire con lo que tenía a mano; eso me generaba cierta felicidad. Era casi posible, porque el aire entonces era una mezcla de pólvora y humo de parrilla, y aunque el cuchillo no hiciera nada alrededor nuestro todo parecía de pronto más espeso. Nuestra misión era evitar que la expresión se hiciera necesaria. Lo que más miedo nos daba era un enojo de mamá. Ella no sabía guardárselo para casa. Tenía la capacidad de reventar en cualquier momento, de golpe, como uno de esos petardos baratos que no nos dejaban comprar. Cualquier cosa, por mínima que fuera, podía hacer que mamá estallara y la noche se rompiera de manera irreparable.
Después entendimos que los enojos de mamá no eran nada comparados con la agresividad del tío. Ese era el verdadero peligro. El tío iba a tomarse el vino sobre cuyo precio había presumido y se iba a pelear con alguien. En realidad, lo que entendimos fue que la bronca de una mujer no tenía el mismo peso que la ira del macho. Los estallidos de mamá eran graves nomás para nosotres. Ahora, cuando el tío empezaba a los gritos, todo el mundo se incomodaba. Peor: a todo el mundo se le prendía el instinto de la huida, pero nadie se iba de verdad. Era temprano y había que esperar al brindis de las 12, hacer un poco de sobremesa para que el dueño de casa, encima, no se sintiera ofendido por la rapidez de nuestra partida. Papu Curotto, una joven promesa del cine nacional, me dijo hace poco: “Esas noches eran crónica de una muerte anunciada. Lo peor era que al día siguiente había que reunirse otra vez y hacer de cuenta que nada había pasado”. La obligatoriedad no estaba solo en quedarse a aguantar el aire cortado de la noche, sino en negar los cortes al día siguiente, cuando todavía estaban muy a la vista. El comentario de Papu fue hecho en el club de lecturas maricas que coordino en mi casa. Acabábamos de leer a Preciado y reflexionábamos sobre las violencias naturalizadas dentro de la institución Familia. Todas las maricas del club tenían algo para aportar. Todas conocíamos la tensión de esas noches. “Después sos vos la que dice ‘hasta acá’”.
Para muches de nosotres, la posibilidad de decir “hasta acá” no llega hasta bien entrada la adultez. Antes de eso, la red familiar se cierra sobre el elemento disruptivo. ¿Cómo no vas a pasar las fiestas con nosotros si todavía vivís en casa? ¿No ves que el abuelo está hoy y mañana andá a saber? ¿Por qué le hacés esto a tu madre? En el mejor de los casos, la transgresión es aceptada “a cambio de”, y ya sabemos que contraer una deuda con la familia nunca es buena idea. En Lo que aprendí de las bestias, Albertina Carri lo pone en estos términos: “Familia es un concepto de una complejidad inexorable, que a veces representa formas del afecto y otras tan solo una organización económica del mundo, o una disposición exquisita para la depredación y la destrucción de lo singular”.
Cuando pienso en esas noches, en todas las formas en que mi singularidad fue devorada y destruida, se me viene a la nuca una tensión que los años no aflojan. Me acuerdo de las mujeres bajando la cabeza y haciendo que no en silencio, de los gritos de mi tío y el ladrido de los perros, de los comentarios homofóbicos y las miradas de refilón hacia mí, como diciendo: “sabemos, estos comentarios son por vos”. A veces tengo pesadillas en las que me paro delante de todes y soy yo el que dice, con una fuerza y una precisión que los nervios me quitan en la vida real, todo lo que sabíamos de mi tío. Sabemos de tus chanchullos, sabemos de la gente que cagaste, sabemos que le metés los cuernos a la tía, sabemos, así que callate. En el plano de la realidad, eso hubiera podrido todo antes de tiempo y no habría sido justo para les que estaban OK con la ficción familiar. Ahora, directamente ya no tiene sentido. Cuento muchos años desde la última vez que pasé las fiestas en familia. Desde entonces, el aire se cortó tantas veces que ya nadie puede respirarlo. Menos metafóricamente: está todo mal. Se pelearon unes con otres, a mi tío violento no lo quieren ver ni sus hijes, el abuelo falleció, todo el mundo está más viejo y, por lo tanto, menos dispuesto a montar el teatrito del brindis y los buenos deseos.
Me gusta pensar que, a partir de cierto momento de la vida, todes les que rescatamos nuestra singularidad de la heteronorma patriarcal empezamos a ensayar verdaderas “formas del afecto”, en los términos de Carri. Es decir, estamos mejor dispuestes a probar otras representaciones de familia. Desde 2017, paso Nochebuena con mi amigo la Herni. Incluso si durante el año no nos vimos tanto, sabemos que el 24 de diciembre nos va a encontrar mirando una peli o putoneando en alguna fiesta anticristo. En más de una ocasión, a nuestro plan se sumaron otres. Personas cuyas familias de origen están lejos, personas que no quieren acercarse a sus familias de origen, personas a las que la Navidad les importa un cuerno pero no quieren estar solas cuando sean las doce. A esa hora, este año igual que los anteriores, voy a recibir un “feliz navidad” de mi vieja. Sabe que Jesús me importa más como sex symbol que como divinidad, pero igual me manda el mensaje porque siente que así me está bendiciendo a la distancia. Yo me alejé de la religión, así que ella me trae un poquito de santidad en forma de mensaje de texto. De la familia también me alejé, pero mi vieja ya no intenta nada con eso. Ella también está decepcionada y debe tener pesadillas en las que le dice una verdad a alguien. La posta es que, contradiciendo a un montón de canciones que plantean algo distinto, pocas veces volvemos a los lugares donde intentamos ser felices. Tal vez la gracia esté en generar espacios donde otra felicidad pueda ser posible.