La categórica victoria de Gabriel Boric en la elección presidencial chilena ha despertado un sinnúmero de interrogantes. Hasta el mismo domingo no eran pocos los que se equivocaban diciendo que el joven magallánico y Kast en el fondo representaban lo mismo y por lo tanto no tenía sentido ir a votar. Conocido el contundente veredicto de las urnas quienes eso opinaban modificaron prontamente su discurso. En un gesto de resignada condescendencia ahora arguyen que de todos modos Boric no podrá hacer otra cosa que aggiornar o maquillar el proyecto neoliberal regenteado durante décadas por la clase política chilena.
El rudimentario manejo de la teoría marxista que exhiben estos críticos los lleva a formular este tipo de pronósticos que reposan sobre un erróneo supuesto, a saber: que el curso del proceso histórico está signado por un omnipotente demiurgo que es quien lo conduce y determina su rumbo y su desenlace. A pesar de la sobrecarga de fraseología marxista estas interpretaciones nada tienen que ver con el materialismo histórico. En realidad ellas son la reencarnación de la teorización desarrollada a lo largo del siglo XIX por un filósofo e historiador conservador, el escocés Thomas Carlyle, para quien las iniciativas y decisiones de los “héroes” (o grandes hombres”, como también los llamaba) son las que mueven la historia. En sus propias palabras, "la historia del mundo no es más que la biografía de los grandes hombres.” No es un dato accesorio a su propuesta teórica su desprecio por las masas (reflejado en el mundo hispano parlante en la obra de José Ortega y Gasset y, en nuestro tiempo, de Mario Vargas Llosa) y su radical rechazo de la democracia.
En las antípodas de las tesis de Carlyle y sus inverosímiles seguidores se encuentra el análisis marxista que señala que la historia no es la “biografía de los grandes hombres” sino el siempre cambiante resultado de la lucha de clases, en donde el papel de las masas asume una importancia decisiva. Claro está que cuando Marx, Engels, Lenin, Gramsci, Rosa Luxemburg, Mao y los clásicos del marxismo hablaban de las masas se referían a algo distinto a la actual desintegración que la reacción neoliberal ha producido –no en todos los países, ni con la misma intensidad- en el universo de las clases y capas explotadas, reducidas en muchos casos a una gigantesca aglomeración de seres humanos “privatizados”, recelosos de toda forma de acción colectiva, encerrados en el egoísmo individualista y el fetichismo consumista que la ideología neoliberal ha inculcado desde hace décadas para reasegurar su dominio. En su célebre “Introducción” de 1895 a La Lucha de Clases en Francia, de Marx, Engels advirtió precozmente esta deriva cuando sentenció que “La época de los ataques por sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de las masas inconscientes, ha pasado.”
“Masas inconscientes”, ¡he ahí la clave!, porque si algo ha hecho el capitalismo desde la segunda posguerra ha sido montar una fenomenal industria cultural diseñada precisamente para embotar la conciencia de las masas e inducirlas a aceptar que lo existente: la sociedad burguesa y el capitalismo, es lo único que puede existir. En otras palabras, desalfabetizarlas políticamente y sembrar la semilla venenosa de la “antipolítica.” Ante ello, cualquier otra cosa –el socialismo, por ejemplo- es denunciada por la ideología dominante como una peligrosa alucinación, obra de irresponsables demagogos. Este fenómeno de premeditada degradación de las clases populares fue observado por los teóricos de la Escuela de Frankfurt en la inmediata posguerra y ratificado, en estos últimos años, por intelectuales como Noam Chomsky y Sheldon Wolin, entre tantos otros. No obstante si ese era (y aún es) el proyecto los procesos revolucionarios o las insurrecciones populares remecieron el mundo entero, lo cual prueba que no siempre los planes del imperio y las clases dominantes se coronan con el éxito: China y Vietnam en Asia; Argelia, Siria, Líbano, Túnez y Egipto en el Norte de África y el Mediterráneo Oriental; Angola, Mozambique, Guinea Bissau y Sudáfrica en África; Cuba, Granada, Venezuela y Nicaragua en Latinoamérica y el Caribe; el Mayo francés y su reproducción en los principales países europeos; las grandes movilizaciones en contra de la guerra de Vietnam en Estados Unidos, entre tantos otros ejemplos, a los cuales habría que añadir la insurgencia popular en el Caracazo en 1989, las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001 en la Argentina, y la gran revuelta popular chilena del 2019.
Dicho lo anterior, ahora podemos retornar a Boric y conjeturar lo que podrá o no hacer. Esto sólo en parte dependerá de su voluntad o de la del equipo gobernante y su coherencia política. Aquél ha sido sometido, desde el mismo lunes a un ataque a dos puntas: por un lado, brutales presiones de los mercados y sus tahúres empresariales, y de los voceros bienpensantes del establishment; y por el otro, a una operación de seducción para impulsarlo a que abandone las numerosas “ideas incorrectas” contenidas en su programa de gobierno. Lo de siempre: una tenebrosa articulación entre la coerción extorsiva de los poderes fácticos y un amigable (e hipócrita) llamado a desenvolverse “racionalmente” y no traspasar los límites de un estéril posibilismo. Como es sabido, esta estrategia está coordinada desde Washington, que así como dirigió la operación que culminó en la destrucción del gobierno de Salvador Allende está hoy haciendo lo mismo para “marcarle la cancha” a Boric, para fijarle lo que debe y lo que no debe hacer.
A tal efecto combina con calculada malicia la mano dura –claro que de modo mucho más cauteloso, sutil, disimulado que antaño- con los edulcorados modales y sensatos consejos del “policía bueno” vehiculizados a través de una infinidad de ONGs, manipulaciones de la canalla mediática, subsidios a grupos de investigación y de promoción de agendas específicas vinculados al gobierno que, en tiempos de insensata desmesura, reclaman sensatez y mesura al futuro presidente. En suma: lo que éste pueda hacer una vez instalado en La Moneda dependerá más que de su voluntad del vigor y la organicidad del impulso plebeyo, de la presión proveniente del subsuelo profundo de la sociedad chilena. Ésta, para ser efectiva, dependerá de la maduración de la conciencia política de las masas y del despliegue de sus formas organizativas: los partidos populares, los movimientos territoriales, feministas, estudiantil, de los pueblos originarios, de los defensores de los derechos humanos, de las identidades de género y del medio ambiente, las organizaciones sindicales y, en fin, de todo el abigarrado enjambre de organizaciones de masas que fueron sistemáticamente combatidas, desorganizadas y degradadas durante medio siglo de hegemonía neoliberal. Serán ellas las que con su organización, concientización y protagonismo decidirán en última instancia el rumbo del gobierno de Boric. Fueron ellas las que desde el 19 de octubre del 2019 pusieron fin al largo ciclo político del pos-pinochetismo, repudiaron la constitución de Pinochet y forzaron la convocatoria a una Convención Constitucional. Es cierto: el presidente estará sometido a violentas presiones cruzadas; podrá vacilar e inclusive paralizarse; pero la multitudinaria presencia de masas “conscientes”, como quería Engels, en las calles será la que incline el fiel de la balanza y decida el resultado final de la disputa política.
No es tarea sencilla ejercer la jefatura de un gobierno. En más de una ocasión Allende se quejó de que pese a haber adoptado una decisión específica de carácter radical la burocracia estatal “atornillaba al revés” y frenaba la implementación de esa política. La razón es fácil de entender: un funcionariado estatal reclutado y educado durante décadas en una matriz de pensamiento profundamente conservadora -y, en cierto sentido, neocolonial, clasista y racista- no se allana demasiado fácilmente y sin oponer sorda resistencia a directivas políticas que cuestionan sus modos tradicionales de actuación y sus preferencias ideológicas. Si pese a ello Allende pudo estatizar el cobre, nacionalizar la banca, hacer la reforma agraria, crear una inmensa área de propiedad social, estatizar las grandes industrias y resistir durante tres años la brutal presión decretada por Richard Nixon fue porque había en Chile un pueblo que avaló con su organización y con su multitudinaria presencia en las calles aquellas grandes decisiones del Presidente Heroico, que murió defendiendo la democracia con un arma en la mano. Boric tendrá que tomar otras de gran significación durante los próximos años. Su voluntad refundacional de “un Chile bien diferente”, como reza la canción, será esencial, y nada de lo anterior desmerece su papel y la responsabilidad que le cabe al futuro ocupante de La Moneda. Pero, insistimos, su liderazgo, sea el institucional como el informal, sólo podrá ser históricamente productivo si se articula con el activismo popular, potenciándose recíprocamente.
De ahí la vacuidad de los planteamientos que señalábamos en el primer párrafo de esta nota acerca de lo que pueda o no hacer Gabriel Boric, erróneamente concebido como el todopoderoso y solitario demiurgo de la historia. Lo que pueda hacer estará dado por su capacidad de soldar un bloque histórico, en el sentido gramsciano, en donde un pueblo consciente y organizado impulse al gobierno a traspasar los límites de lo posible proponiéndole intentar lo imposible una y otra vez. Porque como lo recordaba Max Weber, sin este reclamo de lo imposible, sin ese horizonte marcado por lo que aparece como imposible pero no lo es, cualquier gobierno se convierte en un gris eternizador del fracaso.