En diciembre se cumplen treinta años de la disolución de la Unión Soviética, donde la puerta que abrió Mijaíl Gorbachov a una serie de profundas reformas pensadas para consolidar la URSS frente al fin del siglo XX, terminaron por producir la caída de ese modelo de sistema en diciembre de 1991. Con una precisión histórica conceptual y que no ahorra críticas bien fundamentadas, el Doctor en Historia Martín Baña desmenuza los pormenores de aquel suceso en Quien no extraña al comunismo no tiene corazón (Editorial Crítica, Grupo Planeta).
Baña llega incluso a analizar cuáles fueron las principales consecuencias de las privatizaciones post-soviéticas, y cómo la denominada “terapia de shock” terminó por desmantelar el sistema económico soviético. El recorrido histórico llega hasta la actualidad de Vladimir Putin: el autor entiende que el ex agente de la KGB basó su gobierno en un modelo neoconservador, un análisis que pretende explicar el presente de Rusia a partir de ese pasado reciente.
Historiadores como Eric Hobsbawm sostuvieron que la disolución de la Unión Soviética marcó el fin del siglo XX. Otros fueron un poco más lejos y directamente dijeron que era el fin de la historia. “Yo no sería tan terminante”, dice Baña, que es profesor de Historia de Rusia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. “Sí marcaría que algunos aspectos o algunas dimensiones efectivamente se terminaron con la disolución de la Unión Soviética como, por ejemplo, el ordenamiento del mundo bajo dos polos. Bajo la Guerra Fría, por ejemplo. También esa amenaza constante que suponía la Unión Soviética en términos de que el capitalismo tenía que otorgar mejoras porque la Unión Soviética aparecía como una alternativa viable y potable hacia el capitalismo, como fue el Estado de bienestar. O incluso, lo que la Unión Soviética suponía en términos de una amortización de lo que fueron después las políticas neoliberales en los '90. En ese sentido, la disolución supuso el fin de una etapa conflictiva, pero no el fin de los conflictos. Los conflictos se reconvirtieron en otros”, agrega el historiador.
-¿Cuánto influyeron la realidad económica de la Unión Soviética y la realidad de un mundo que giraba para otro lado en la disolución?
-El económico fue un gran problema. Una de las grandes reformas de Gorbachov apuntaba a tratar de mejorar el sistema económico que estaba muy oxidado, y tenía grandes problemas porque sobre todo era una economía que crecía a costa del derroche y donde prácticamente se planificaba todo: desde qué se producía hasta la demanda. Planificar la demanda generó problemas porque es muy difícil de planificar qué va a querer cada consumidor. En la medida en que en comparación con Occidente era escasa, eso podía ser más o menos efectivo, pero cuando los productos de Occidente empezaron a llegar a la Unión Soviética y la comparación era más obvia, eso terminó jugando un papel importante porque muchos empezaron a desear esos objetos, esas mercancías que entendieron que eran de mejor calidad o estaban mejor realizadas. La economía jugó un papel importante en la disolución, sobre todo por no haber podido resolver ese problema. Podemos agregar que en los '70 las economías capitalistas se fueron volcando más hacia una producción sin stock. Y en el caso de la Unión Soviética fue todo lo contrario. De hecho, uno tiene la imagen de que era una economía de desabastecimiento y, en realidad no. Sólo que había un problema para consignar esa oferta con los deseos de la demanda y con la distribución de esa producción. Eso no se pudo resolver. Incluso, con las reformas que quiso introducir Gorbachov, abrió un camino para que surgiera una coalición más procapitalista.
-Dice que aunque autoritario, el sistema soviético no era totalitario. ¿Esa es la diferencia entre la crítica y el fanatismo anticomunista?
-Es una manera de entender a la Unión Soviética tratando de prestar atención a su complejidad, a todas sus dimensiones y tratando de salirse de lo que son las interpretaciones dominantes y más extremas. Hay una interpretación más vinculada al liberalismo que sostiene que la Unión Soviética fue un totalitarismo, donde prácticamente no existió la vida individual, donde no hubo resistencia y donde se imponía la ideología a través del terror y del líder. Y, por otro lado, la interpretación asociada a un marxismo más clásico, que entendía que era la república de los trabajadores. Lo que se ve en los documentos no es ni una cosa ni la otra. No podemos decir que fue un totalitarismo porque hubo resistencias al poder durante toda su existencia, como también apoyos genuinos. No hay que perder de vista que hubo una gran cantidad de población que tuvo un ascenso social importante durante esos años y era lógico que apoyara al sistema. Podemos decir que tenía características dictatoriales (de hecho, fue un sistema de partido único), pero dentro de ese sistema había formas de ejercer la resistencia, como también se pueden encontrar apoyos genuinos.
-¿Cuál fue el principal acierto y el principal error de Gorbachov al plantearse la necesidad de reformas?
-El acierto fue entender que había que ensayar algún tipo de reformas, pero no solo económicas sino culturales, sociales y también políticas. Gorbachov fue consecuente con su programa de reformas que era, de alguna manera, intentar reflotar los principios de la Revolución de 1917. El error fue -o al menos, así lo estiman algunos investigadores-haber abierto el juego político, pensándolo en términos de Gorbachov porque eso le quitó al partido la posibilidad de controlar el destino de esas reformas. Le permitió que surgiera una coalición procapitalista que pudiera participar de ese juego político y que terminara decidiendo el reemplazo del sistema soviético por uno capitalista. El talón de Aquiles del proceso de Gorbachov terminó siendo la apertura del juego político.
-La implosión de la Unión Soviética no estaba en el plan de reformas de Gorbachov. ¿Allí es donde entra Boris Yeltsin con sus ideas promercado?
-Exactamente. Yeltsin va a ser el representante político de esa coalición formada por miembros de la élite comunista, pero también por directores de fábricas o emprendedores en la Perestroika que van a ver no tanto la posibilidad de seguir reformando el sistema y van a ver con buenos ojos la posibilidad de reemplazar al sistema soviético por uno capitalista. Yeltsin va a jugar el rol de unificador, o representante político de esta coalición, que es la que va a terminar disolviendo a la Unión Soviética.
-¿Qué impacto simbólico tuvo la caída del Muro de Berlín en 1989 en el futuro soviético?
-El impacto fue más a nivel global, en el sentido de que le ponía fin o terminaba una de las dimensiones que dominaron el siglo XX, que fue la Guerra Fría. En el caso de la URSS, la propia dirigencia soviética ya había asumido y les había dicho a los líderes de Europa Oriental que no iba a intervenir en ningún tipo de conflicto, como había sucedido, por ejemplo, en Checoslovaquia en 1968. La dirigencia soviética se había concentrado más en el aspecto interno y, de hecho, a la URSS le convenía que descendiera ese conflicto, bajar la intensidad del conflicto con Estados Unidos en la Guerra Fría porque, a pesar de que gastaba una gran cantidad de recursos en mantener el arsenal militar, se sabía en inferioridad de condiciones. En ese sentido, la Caída del Muro de Berlín pudo haber sido incluso un alivio para la dirigencia soviética porque no tenía que preocuparse por seguir manteniendo ese conflicto de la Guerra Fría que le costaba bastante.