El gran problema actual de las Humanidades es el archivo. La razón es el avance de la tecnología y la progresiva museificación del saber: la posibilidad de acceder a materiales organizados, a una documentación valiosa que permite volver sobre lo estrictamente empírico para interpretar los datos en lugar de deducir o hasta puramente especular ha sido un cambio rotundo dentro de la filología (y sus derivados), la filosofía y hasta, inclusive, las ciencias sociales. En toda la producción de Robert Darnton (New York, 1939) hay algo que el lector agradece, y es la prudencia (y contundencia) con la cual trabaja con aquello que toma como dato para investigar. Poesía y policía. Comunicación, censura y represión en París en el siglo XVIII es un título de esos cautivantes, que parecen querer decirlo todo, pero que evidencia los propios límites, científicos y precisos, que el archivo impone al saber.

El caso sobre el cual vuelve Darnton es en un hecho delictivo de bastante trascendencia en los años de Luis XV, conocido como “el caso de los Catorce”. En la primavera de 1749, llegó a la puerta del director general de la policía de París la misión de encontrar al responsable de un poema satírico, una oda que empezaba con el malicioso título “Monstre dont la noire furie” (“Monstruo cuya negra furia”) y que se burlaba del “monstruoso” Rey, Luis XV, quien en abril del mismo año mandó a destierro a uno de sus ministros más importantes, el conde de Maurepas, responsable de la Marina y de la Casa del Rey. Marc Pierre de Voyer de Paulmy, conde de d’Argenson, actual ministro de la Guerra y del Departamento de París, era quien se encontraba detrás de toda esta búsqueda detectivesca, esperando desarmar un complot que buscaba afectar directamente al Rey, presentándolo como un inútil, caprichoso soberano cuyo gusto por las mujeres estaba condenando al pueblo francés. D’Argenson estaba seguro de que una facción todavía leal a Maurepas había puesto en circulación ese poema.

En junio, la policía encuentra a su sospechoso clave: François Bonis, estudiante de Medicina, quien moraba en el Collège Louis-le-Grand y tenía como misión educar a dos jóvenes caballeros de provincias. Señalado por un espía como poseedor de una copia del poema, la policía no dudó en activar, de la manera más profesional posible, sus “servicios”. Bonis es persuadido de seguir a las fuerzas de ley por verse comprometido en un posible duelo: consciente de que no había hecho nada malo y que no tenía por qué temer, voluntariamente se mete en el carruaje de donde era llamado. Imaginemos su sorpresa cuando el prometedor médico ingresa en la Bastilla para ser duramente interrogado. Bonis confiesa que tuvo el poema en sus manos, que lo leyó en su momento, que inclusive lo recitó en espacios públicos, pero que luego quemó las copias que tenía. Mintió. La policía seguía con el plan de desarmar una posible red de conspiradores, así que busca información sobre quién le dio, en un primer momento, el poema. Bonis no recordaba quién había sido, tenía en mente que era un sacerdote, así que, “persuadido” por las fuerzas de seguridad, le pide a un amigo los datos y la dirección del clérigo. Al poco tiempo, Jean Édouard, cura de la parroquia de Saint Nicolas des Champs, se sumaba a Bonis en la Bastilla. De Éduard llegaron a otro sacerdote, quien le había dado inicialmente el poema, y luego a otro, quien le había dado el poema al último. La red creció hasta meter en la Bastilla, interrogar y luego desterrar a catorce personas, todas halladas culpable de haber tenido el poema, haberlo recitado en público y, para colmo, haberlo distribuido en copias manuscritas por ellos mismos o por quienes los escucharon.

Darnton usa con agudeza este hecho que parece anecdótico para discutir asuntos que tienen que ver con el centro de su disciplina: el posible origen de la opinión pública. Ninguno de los Catorce es directamente responsable de la escritura del poema, sólo tuvieron la mala fortuna de cruzarse con él y de replicarlo, ya sea por disfrute poético o para dar a conocer su opinión acerca de Luis XV, sin ninguna actitud destituyente ni mucho menos regicida. Lo que tenemos en ese poema, como en tantas otras canciones de la época, es la circulación de un texto comunitario, sin autoría específica, que mostraba la fuerza de la poesía oral y manuscrita como un modo de manifestar un punto de vista acerca de cómo actuaba un soberano. Darnton subraya que no se debería leer este hecho como un antecedente de los eventos de 1789, sino que puede servir para revisar la manera en la cual se componían los géneros populares (con sus fórmulas rígidas, su margen de improvisación, sus herramientas recurrentes) y para pensar el funcionamiento de una incipiente opinión pública, la cual debería tomarse como algo dado, menos racional que azaroso (ella no es el encuentro de discursos racionales organizados, mal que le pese a Habermas). La opinión pública está ya operativa: que la policía, con su “profesionalismo”, haya podido encarcelar a catorce personas no sirvió para detener el despliegue de ese y otros poemas en la mayoría del pueblo.

Darnton, a diferencia de Foucault o sus herederos, no se detiene en los aparatos represivos ni se ensalza, a veces, perversamente, en los modos de tortura por el que habrán pasado todos los Catorce. Muy por el contrario, centra su foco en la manera en la cual se pueden hacer esfuerzos interpretativos desde el trabajo de archivo para poder “escuchar” las voces de estos condenados o de los muchos pertenecientes al bajo pueblo que hacían circular composiciones de este tipo para contar eventos que el Rey no quería que se supieran o que, directamente, lo dejaban muy mal parado. Darnton considera que la poesía era un auténtico modo de comunicación en pos de la creación de esa opinión pública que, luego, sí va a cobrar protagonismo en las jornadas de 1789. Poesía y policía es un texto notable que permite entrever no solo el estado de los estudios filológicos en espacios académicos, sino que, como en libros anteriores (Los best-sellers prohibidos en Francia antes de la revolución, FCE, 2008), se pregunta por cuestiones que hacen al entramado mismo de acontecimientos centrales de la contemporaneidad: desde la censura y el control policial sobre los autores, hasta el modo de composición en red de los géneros populares, pasando, inclusive, por las formas específicas de la poesía popular de la Francia del último tramo del Antiguo Régimen. Todas situaciones que, extrapoladas, también sirven para hacerle preguntas al presente, por caso: porque, como todos sabemos, no hay mejor termómetro social que escuchar con atención los cantitos populares. 

Sería necio no reconocer, por ejemplo, que el nacimiento de la política argentina de ahora se dio en los límites formales del “que se vayan todos / que no quede ni uno solo”. ¿Quién escribió eso? La opinión pública. Digamos, el cuerpo anónimo de voces que usaron una forma rápida y contundente de que se sepa qué es lo que pasa cuando el poder pierde la capacidad de escucha y la reemplaza por policías.