Mientras preparaba esta columna, me encuentro con el artículo de Luis Bruchtein: Por qué Mauricio Macri obtura cualquier diálogo: El discurso del odio; donde explica la eficacia del discurso emotivo que implementó la derecha ante el discurso racional de “las fuerzas populares”. La consecuencia directa, apunta Bruchtein, es la desestabilización del funcionamiento de la democracia. (https://www.pagina12.com.ar/391567-por-que-mauricio-macri-obtura-cualquier-dialogo-el-discurso-)
Ahora bien, si hay una tarea difícil es encontrar herramientas para apaciguar el odio. Sobran argumentos de todo tipo para que una persona se vacune contra el covid-19, pero ¿quién convence a los antivacuna de lo contrario?
El estallido de la razón ha tomado un sinnúmero de derivas, están los antivacunas y están los terraplanistas, como si para crear una verdad, solo hiciera falta fundar una liga antiinstitucional y tomar decisiones en términos absolutos: vacunarse está mal. La tierra es plana, y los Estados esconden la verdad; el Presupuesto 2022 le hacía mal al país.
Decisiones que recuerdan a Oskar Matzerath, el protagonista de El tambor de Hojalata, la novela del Premio Nobel de Literatura, Günter Grass.
Oskar, cuando llega a los tres años, decide que no quiere crecer más: no le falta madurez, más bien le sobra perspicacia para comprender que el mundo adulto se dirime entre el bien y el mal, y a veces parece que lo uno se traspapela con lo otro, por lo que decide que es más conveniente no tomar parte en el asunto.
En cambio, desde su presunta infancia Oskar es capaz de ponerse a salvo en medio de una matanza interponiendo su tambor de hojalata como toda libido frente a la muerte. También logra defenderse de las decisiones que quieren tomar por él los adultos, o de la burla de sus pares con un recurso envidiable: su voz chillona rompe vidrios.
Oskar es una especie de acceso a la conciencia de esa máquina de fabricar canallas que es la sociedad en determinadas épocas. La vida de este personaje transcurre durante el ascenso y esplendor del nazismo. Su voz vitricida ha sido asociada como una metáfora de “La noche de los cristales rotos”. Es decir, los pogromos a los judíos durante el 9 y 10 de noviembre de 1938, que develaron la trama atroz del nazismo.
La propaganda nazi se había encargado de presentar los pogromos como una reacción espontánea del pueblo alemán por el asesinato del secretario de la embajada alemana en París a manos de un joven judío polaco. Injurias, acusaciones, advertencias, honor, nacionalismo, patriotismo, seguridad, son conceptos que pocos sabrían a ciencia cierta explicar, pero que consiguieron y consiguen captar la adhesión de gran parte de la opinión pública.
Este discurso vuelve a encontrar voz en la estrategia neoliberal, apelan a lo emocional para poder llevar a cabo su labor de higienización. Macri hablando sobre los planeros, Patricia Bullrich apoyando el gatillo fácil, otros negando el terrorismo de Estado de la última dictadura; son solo ejemplos al que se le pueden adosar todo el arco discursivo de la derecha.
La xenofobia, el racismo, la homofobia, la misoginia, necesitan para su ejecución la naturalización de sus argumentos, por eso estos personajes son una máquina discursiva sin filtro, sus discursos son actos de violencia pronunciados como tomar un vaso de agua.
Sin embargo, no son un acto irracional, nada tienen que ver con el Oskar Matzerath que cuenta su historia desde un psiquiátrico. El discurso del odio de hoy, como el de todos los tiempos, no es producto del toque de un tambor de hojalata, sino de un programa racional que busca institucionalizar la violencia una vez más.