Producción: Javier Lewkowicz
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Transformación industrial
Por Mayra Blanco (*)
Se cumplen 20 años de la crisis de 2001 y el complejo presente nos invita a reflexionar acerca de esa etapa sombría de la economía argentina, con consecuencias sociales profundas que todavía perduran. ¿Qué nos llevó hasta ahí? ¿Qué hicimos desde entonces?
La complejidad del tema admite un sinfín de respuestas y muchos de los diagnósticos aún hoy están en disputa, buscando ganar la carrera por el relato oficial de la historia reciente. Sin embargo, entre los economistas hay cierto consenso de que la crisis de 2001 tuvo su origen en las reformas estructurales realizadas a principios de los 90, cuyo plan económico fue una síntesis ajustada de las recetas neoliberales imperantes en el mainstream de la época. La apertura económica y el esquema de convertibilidad impulsaron el ingreso masivo de importaciones que desplazaron capacidades productivas locales y expulsaban bis a bis a su mano de obra.
Pese a sus características novedosas y la profundización del esquema que desmanteló a gran parte de la industria, este proceso encuentra su prolegómeno en la dictadura de 1976. La evidencia estadística es categórica en cuanto a la centralidad de la producción industrial en la etapa previa, la industria fue el motor indiscutido del crecimiento económico ininterrumpido entre 1964 y 1974. Pero también durante esos años la organización sindical había logrado extender su representatividad en establecimientos fabriles cada vez más poblados y exacerbada la lucha por nuevas conquistas laborales.
Según la tesis de Adolfo Canitrot, el plan económico de 1976 – reformulado y continuado hasta el 2001 – tuvo como uno de sus objetivos el disciplinamiento de la clase trabajadora a través de la retirada del Estado de la agenda industrialista, la principal base de sustentación de las expresiones políticas de los sectores populares. La realidad económica y social que atravesó el país a comienzos del siglo XXI dan cuenta del triunfo de esa misión, cristalizada en la crisis de representación política y el “que se vayan todos”.
En la postconvertibilidad, el régimen macroeconómico volvió a apostar a la producción y al trabajo nacional. Para ello se estableció un tipo de cambio diferenciado, más elevado para la industria y menor para el sector agropecuario mediante la aplicación de retenciones. Este esquema general fue acompañado por un conjunto de instrumentos para impulsar la producción industrial, como tasas blandas de interés creación de nuevos regímenes promocionales, políticas de fomento a las capacidades tecnológicas de las PyMEs, instrumentos selectivos en nuevos paradigmas tecnológicos (software, nanotecnología y biotecnología), y la lista continúa.
Se inició así un círculo virtuoso de crecimiento industrial que llegó a su máximo histórico en el 2011. En ese año la producción física duplicó la del año 2002, el indicador de producción industrial per cápita logró retomar los valores de 1974, y más del tercio de lo exportado se originó en el complejo industrial. La potencia del plan económico permitió la incorporación de 558 mil puestos de trabajo registrados en la industria para 2015.
A partir de 2012 la expansión industrial comenzó a desacelerarse, topándose con conocidos limitantes estructurales. El problema de la “restricción externa” se renovó pero no fue tanto la falta de dólares del comercio exterior, sino que esos dólares se licuen bajo diferentes estrategias de fuga de capitales, quitando financiamiento genuino para la inversión en el sistema productivo. Al mismo tiempo, determinadas ramas industriales necesitaron mayor escala para crecer que la proporcionada por el mercado doméstico y la inserción en nuevos mercados fue limitada.
A la luz de las mayores dificultades macroeconómicas, el kirchnerismo encaró grandes proyectos industriales en áreas de punta como la aeroespacial, la defensa y la energía, impulsando el recambio tecnológico en sectores estratégicos. El Ministerio de Ciencia y Tecnología, ARSAT, INVAP, Fabricaciones Militares, la CNEA, la YPF estatal, entre otros, fueron actores claves de este proceso. Estas fueron valiosas experiencias testigo que, en parte, se suspendieron a partir de 2016 o requirieron de un horizonte de más largo plazo para derramar al resto de la industria.
En síntesis, frente a las grandes transformaciones del paradigma industrial a nivel internacional Argentina dio la pelea, pero enfrentando los costos de haber desprotegido a su industria entre 1976 y 2001, en un período clave. A partir de 2016 se reedita el proyecto económico de hace cuatro décadas atrás, aunque con matices, con las mismas consecuencias lamentablemente conocidas. Hoy la industria es la protagonista de la fuerte recuperación de la actividad económica tras la salida de la pandemia, gracias a un programa económico que vuelve a poner a la producción y al trabajo en el centro de la escena. Hoy la historia da una nueva oportunidad.
(*) Economista del Centro de Economía Política Argentina (CEPA).
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Impacto en la política social
Por Andrés Schipani (**) y Lara Forlino (***)
En el vigésimo aniversario de la crisis de 2001, que motorizó una de las mayores expansiones de política social de la historia, realizamos un balance sobre el Estado de Bienestar argentino. La crisis representó un parteaguas para la política social. En primer lugar, marcó los límites del Estado de Bienestar que se consolida durante los años del primer peronismo, y que tenía como principal beneficiaria a la clase trabajadora formal. El incremento de la informalidad, el cuentapropismo y el desempleo desde los años 1980s redujo el universo de ciudadanos cubiertos por la política social. Aquellos que quedaron excluidos se convirtieron en los protagonistas de las protestas de 2001. Aquí aparece entonces la segunda novedad: los protagonistas de las protestas sociales no eran sindicatos o estudiantes, sino grupos de trabajadores informales y desocupados que reclamaban, entre otras demandas, participación en la administración de los planes sociales.
Contra este telón de fondo, los presidentes de la post-convertibilidad se abocaron a la tarea de construir un nuevo Estado de Bienestar que contemplara ambas novedades. Crearon nuevas transferencias de ingresos para familias en la informalidad: el Plan Jefes y Jefas de Hogar con Duhalde en 2002, co-administrado por las organizaciones piqueteras, y más tarde la Asignación Universal por Hijo bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner en 2009. El kirchnerismo lanzó también moratorias previsionales, ampliando la cobertura previsional a 2,7 millones de trabajadores informales y amas de casa. Estos programas fueron institucionalizados y ampliados durante el gobierno de Cambiemos, convirtiéndose en políticas de Estado. En definitiva, lo que se observa a partir de 2001 en la Argentina es la consolidación de un Estado de Bienestar inclusivo y robusto.
Ahora bien, este Estado de Bienestar ha exhibido también dificultades para reducir la pobreza. A contramano de lo que ocurre en el resto de la región, en la Argentina la pobreza no ha descendido en la última década. Hoy en día la tasa de pobreza es de 40,6 por ciento, y este índice es aún mayor entre los niños/as: 54,3 por ciento. Además, 16,6 por ciento de los niños/as viven en la indigencia.
A la luz de estos desarrollos contradictorios (Estado de Bienestar generoso por un lado, altos índices de pobreza por el otro), nos propusimos junto a Rodrigo Zarazaga estudiar cómo (y qué tan bien) invierte el Estado de Bienestar argentino en la lucha contra la pobreza. El documento de trabajo se titula “Mapa de las Políticas Sociales en la Argentina: Aportes para un sistema de protección social más justo y eficiente” (Instituto Universitario CIAS/Fundar), y se encuentra disponible online.
Nuestro estudio identifica tres tendencias principales en el sistema de protección social argentino. Primero, la inversión en adultos mayores pobres/vulnerables supera ampliamente a aquella destinada a niños/as pobres: en 2019, por cada peso que el Estado destinó a asignaciones familiares para niños/as pobres, destinó 5 pesos a pensiones no contributivas para adultos mayores pobres/vulnerables. Esta estructura del gasto tiene su correlato en los distintos niveles de pobreza entre grupos etarios: mientras la pobreza es de 54,3 por ciento entre los niños/as, entre los adultos mayores esa tasa desciende a 13,8 por ciento.
En segundo lugar, los planes para cooperativas de trabajadores informales se han convertido en un elemento central de la política social a partir de 2016: de 253.939 beneficiarios que tenían en 2015, hoy en día tienen 1.223.537 beneficiarios. Por último, hubo una disminución importante de la inversión en subsidios directos para promover el empleo formal: entre 2011 y 2019, esta inversión cayó 79,97 por ciento en términos reales. Esta tendencia conspira contra la sustentabilidad financiera del sistema previsional en una economía donde más de la mitad de los trabajadores se encuentra en la informalidad.
Frente a este estado de situación, nuestro estudio propone tres reformas para rediseñar las política públicas contra la pobreza: 1) segmentar el sistema de transferencias de ingresos para combatir mejor la indigencia y pobreza infantil; 2) un ‘Plan Empleo Joven’ para insertar a los jóvenes en el mercado de trabajo formal, y 3) un plan para potenciar la integración de las cooperativas de trabajo a la economía formal. Reorientar el gasto social hacia el combate de la pobreza infantil y la informalidad deben ser hoy las prioridades absolutas de la política social argentina. Sin formalización no hay sistema previsional que aguante. Sin niños que crezcan en condiciones decentes, no hay futuro.
(**) Investigador del Instituto Universitario CIAS, Profesor de la Universidad de San Andrés. Twitter: @arschipani.
(***) Analista Fundar/Profesora auxiliar de la Universidad Torcuato Di Tella.