Escuché en una entrevista a Hebe Uhart (tuve un lapsús y escribí Ever, debería llamarse así) hablar del tiempo, alguien le preguntaba cuánto tiempo lleva escribir algo, un cuento, una novela, lo que sea, y establecía una especie de diferencia entre un tiempo físico, que puede durar minutos, horas, a veces más y otro tipo de tiempo, y que muchas veces eso que se escribe en un tiempo físico no coincide con ese otro tiempo que no es el físico; y esa historia, quizás, estuvo años en uno. Y decía algo así como que te vas a bañar y estas pensando en eso, y yo diría: lavas los platos, vas al super, en la cola de un banco, y pensás en eso. Eso, eso, eso.

Dejé de escribir sobre el Paul en el tiempo físico y ahora estoy volviendo; pero en el tiempo, que no es físico, que puede ser: psíquico, mental, espiritual, del cosmos, un tiempo etéreo, nada de él estuvo ausente. En ese tiempo estoy siempre con el Paul, y lo veo… sentarse en una silla, reclinarse para atrás, caminar por las calles del DF en verano y con un calor que parte la tierra, lo veo vendiendo sus cosas, todas las que quedaban, lo veo guardando en un “trastero” lo que no quiso poner a la venta y olvidar el pasaporte en unos de esos muebles, lo veo tirado en el baño desmayado. Lo veo levantarse, como sonámbulo, en el medio de la calle. Lo veo con cuerpo sólido, cuerpo físico y fuerte, y también lo veo como un espectro con alas pegadas. Lo veo y lo escucho, está en mí desde que pensé en escribir su historia, como si estuviera de invitado, un huésped de muchos años.

Mientras escribo, en el tiempo físico o en el etéreo, el Paul existe y es más real, más real que ese, que no se llamaba Paul, ese que prestó su cuerpo y su historia, para que yo contara esta, que es otra de alguna manera, aunque a veces siento que es mucho más real. Su nombre, este, que me vino como del cosmos, es su nombre, SU nombre, el que estaba destinado y él anduvo con uno de utilería, y ese de utilería se lo pusieron en el DNI, todos pensaron que debía llamarse así, pero Paul es el nombre que lo estaba esperando, y algo me lo dijo y yo lo escribí.

En “Interestelar” ese padre astronauta, o extraterrestre, o ese padre que es las dos cosas y más, existe en el espacio ¿En qué lugar? Ninguno, pero ninguno también es un lugar. Existe entre todos esos libros, esos que, al caer de la biblioteca, dejan un hueco, un espacio, otro, pero también son palabras que caen y dejan mensajes a la hija, esa hija que crece y crece, pero no deja de buscarlo, y de escucharlo sin entender, pero entender ya no es importante.

El Paul habitó el tiempo físico con otro nombre, uno muy poco real, un nombre de mentira. Y comenzó a habitar este otro, el etéreo, el día en que se me impuso esta historia, el día que un periodista escribió algunas líneas en un diario de provincia: un hombre de 40 años fue hallado muerto este lunes por la noche, tirado en una calle del centro con varios huesos rotos. Lo atropellaron y huyeron.

“Negra”, me decía, “Negra, qué querés que te diga, acá estoy perdido”. Acá era todo lo que no fuera México.

Recuerdo nombres, imagino viajar a México y como “Los detectives salvajes”, buscar los rastros del Paul como si fuera Cesárea Tinajero. Ubicar a sus amigos, localizar los bares, los clubes de sexo, camuflarme o volverme invisible, volverme algo tan invisible y real como un virus.

Lo miré otra vez, en el tiempo etéreo, se inclinó para atrás y dijo algo, la voz se me pierde, es porque ya está tan adentro mío que me confundo… Habló de México, y cuando lo hace habla parecido a como habla una quinceañera del viaje a Disney, Orlando y el crucero. Dijo “nunca pensé subirme a un avión”, pero ahí estaba, o ahí estuvo ese día, enterándose ya ahí arriba entre las nubes, que se iba volando a otro país del que no tenía una puta idea. “Nada sabía Negra, nada, solamente que estuvieron los mayas y los aztecas”.

Y se subió al avión, creo que se enamoró de alguien, “el amor hace esas cosas Negra”, eso lo dijo seguro. ¿Era el primer amor? No lo sé, pero el fue el primero que lo juntó después de quedar todo roto. Alguien le dijo que, si vas a ser puto no salpiques a la familia, mirá como hacés llorar a tu madre. Se tomó un tren ¿Por qué un tren? No sé, dijo “tren”, que no tenía plata para el colectivo, y que así llegó a Buenos Aires, creo que lo tuvo que ir a buscar a algún lado, que su cuerpo no podía ejecutar ordenes simples como subir y bajar.

Siempre hay un momento, y ese momento se repite como un deja vu a lo largo de la historia, como el gato negro en Matrix, acá el gato negro es el momento en donde cae roto, y siempre hay alguien que lo junta.

“El amor empieza cuando Dios termina y el hombre cae”, escribió Juarroz. Pero el Paul diría “sí, cuando el hombre cae y alguien lo junta”, porque para él, el amor empieza justamente ahí, cuando alguien lo puede ver más allá de sus pedazos, y no los tira, los reúne, con delicadeza, uno por uno.

Escribí algo que se parece a una poesía en prosa ¿Te gusta Paul? Iba a ser otra cosa, en el documento se titulaba “Escena vestidor”, pero Paul, ya sabés como viene siendo esta escritura, siempre está fuera de mí:

Era la hora en que los chicos salen de la escuela, mucho guardapolvo blanco por la calle y en bicicletas. Entraron a un local, en manada, y andaban algunos mirando pilcha, otros en los vestidores, salían, entraban, se miraban en los espejos. Uno lo llamó desde el interior de un cuartito tan chico como un ascensor. Cuando el Paul entró, quizás se puso rojo, no lo supo, no se miró al espejo, sintió el calor. Vio el jean que apretaba los cuádriceps y los isquiotibiales, se acordó de la clase de anatomía, no quiso, pero también miró todos los accidentes y ondulaciones textiles, lo blando, lo duro, un cuerpo como un David vestido solo de la cintura para abajo. 

En esa frontera que armaba el celeste del jean y el dorado de esa piel de tardes enteras en el tractor bajo el sol, asomaba un calzoncillo blanco que decía “Calvin Klein”. Tenía que mirar el jean, tenía que decir algo del talle o del calce o quizás proponer una remera o una camisa a cuadros abierta, eso le hubiera quedado bien, pero miró todo lo otro, pasando la frontera, el oblicuo externo parecía ser un camino señalizado hacia el sexo. Tembló. La vida le pegaba una trompada, lo atravesaba como un rayo. El gringo, hizo una sonrisa de costado, llevó sus dedos hacia ese borde, y cuando subió la mirada, el Paul sintió que todo él se le estaba quedando en su cuerpo. Unas caricias disimuladas buscando telas, quiso hablar de un talle, pero el David semidesnudo hizo de su cuerpo una especie de cárcel, le llevó su mano a ese lugar que no quiso mirar, pero miró, pudo sentir como lo duro también crece y se expande, su lengua en la boca, el corazón de los dos al galope, la furia de un caballo, de dos caballos, de corceles negros, salvajes, por el desierto. Salvajes refugiados en un oasis con espejos y madera, y afuera, el desierto de gente. Voces del otro lado. Risas. Gritos. Frases hechas para las chicas de la vereda. Una pasión aterradora y ellos dos siendo la noche y el rayo, el cielo partido y resplandeciente. Una voluntad, un deseo, violento: entrá y rompé, rompelo todo, y que te rompa, un poco o todo. Volar, caer y romper, como el movimiento de una ola, ese deseo confuso de querer terminar adentro del mar raspando contra la arena, herido y desnudo.