“Seba, se va a caer, agarralo…. se va a caer!”. El grito retumbó dentro de un club de jazz en Nueva York después de un concierto. Mariano Loiácono estaba relajado en la barra, por pedirse un trago, cuando vio tambalearse a un músico que había salido a fumar, de pie en unas escaleras. Al parecer –lo sabrían después del susto de esa noche–, le había bajado la presión y fue perdiendo lentamente el equilibrio. Mariano lo descubrió en el momento mismo que se caía, casi desvanecido, y entonces lanzó el grito. Sebastián, su hermano, estaba a mitad de camino y apenas lo escuchó salió corriendo. Tan ágil como pudo le agarró la cabeza al músico -del cual prefieren no revelar la identidad- y evitó el golpe, que en segundos podría haber sido fatal. Por la presión del cuerpo sobre la escalera, los dedos de Sebastián quedaron magullados. “Me salvaste la vida, Seba”, le diría el músico más tarde, cuando la anécdota se convertiría en algo divertido, de esas que despiertan risotadas en los camarines para frenar el nerviosismo antes de los shows.
El que la rememora ahora es Mariano Loiácono, de 40 años, con ese tono sencillo de gente de pueblo que contrasta notablemente con su faceta cosmopolita. No hay nada altisonante en uno de los más singulares músicos de jazz con discos como What's new? (2011), Black Soul (2015) y Vibrations (2019), tanto en su rol de trompetista –con un dominio del instrumento a la altura de los grandes nombres del género, celebrado incluso en la meca neyorquina– como en el de compositor y director de orquesta. En su vertiginosa actividad, está haciendo los arreglos de los discos de dos cantantes, Magalí Fernández y Flopa Sucksdorf, para una Big Band por encargo, y grabando música propia con su quinteto, con en el que suele tocar en Bebop y Virasoro.
La escena del grito épico en Nueva York pinta la estrecha relación que tiene con su hermano, Sebastián Loiácono, saxofonista y también compositor, con quien no sólo suele tocar en sus grupos sino, además, comparte giras, esparcimientos, ensayos y, claro está, relatos entre la vida y la muerte. De niños en el pueblo de Cruz Alta, en Córdoba, los hermanos Loiácono junto a sus tres hermanas integraban la orquesta en la Escuela de Música Silvio Agostini. Ellas tocaban el saxo, la flauta y la bastonera, pero terminaron el secundario y empezaron a estudiar otras carreras. Mariano, como el niño prodigio y el hermano mayor, había empezado piano a los 8 años hasta que descubrió la trompeta, que apareció en el fondo de un placard llena de polvo, guardada por décadas por su padre. Cierta vez, todavía niño, fue a un festival de jazz en su pueblo y quedó embelesado. A los 14 viajó a Rosario a estudiar trompeta con Juan Carlos Tealdi, y luego a Buenos Aires para tomar clases con Fernando Ciancio. Tempranamente, sus maestros le dieron una palmada: por sus dotes como solista, ingresó por audición como primera trompeta de la Orquesta Sinfónica Juvenil de la Universidad Nacional de Rosario. “Ya antes de terminar el secundario, sabía que iba a ser músico”, dice Mariano, repasando sus tiempos de formación.
Su hermano, en cambio, no quería. Y eso que para su familia tocar un instrumento era algo común y hasta compartido. Se contentaba con integrar la orquesta del pueblo y poco más. A él, tímido en un costado de la mesa, le gustaba escuchar las anécdotas de su padre como estudiante de trompeta en la escuela de música municipal. Su viejo también tocaba la guitarra en asado con amigos. Durante un tiempo Sebastián intentó con la trompeta, siguiendo el legado paterno, pero no hubo caso: prefería jugar al fútbol y al tenis en su club de barrio.
En la casa de los Loiácono se escuchaban discos de Serrat, Sabina y otros de folklore. De jazz, sólo algunos: Glenn Miller y Louis Armstrong. Entonces ocurrió una pequeña revolución sonora. De la mano de Mariano, que se convirtió en un estudioso obsesivo de la trompeta, llegaron Miles Davis y Chet Baker. Los largos y singulares solos del bebop y el cool jazz se oían de fondo en el comedor. Sebastián se fascinó con la destreza de su hermano, pero todavía no se animaba más que a contemplarlo y silbar alguna melodía. No lo sabían entonces, pero la familia estaba siendo testigo de cómo dos hermanos cordobeses se reunían a jugar en la siesta como cómplices puertas adentro para luego convertirse, con el paso del tiempo, en protagonistas de la escena principal del jazz argentino.
En efecto, Sebastián dice que empezó a descubrir el jazz en silencio, viendo a su hermano tocar encima de los temas y ensayando sus lecciones. Una tarde, Mariano lo animó a que agarrara el saxo de una de sus hermanas –que estaba abandonado en un rincón como la trompeta de su padre– y le enseñó los primeros yeites para tocar jazz. De pronto el juego pasó a ser algo serio y Seba comenzó a tocar casi todos los días; a los 19 se fue de Córdoba y entró en el conservatorio Manuel de Falla en Buenos Aires.
“Me descubrí como un músico de jazz de pura estirpe, la improvisación fue el lenguaje que latía en mi interior, esa sensación de que algo nuevo aparecerá con cada toque. Necesité seguir mi propio camino, estudiar ya de grande, porque Mariano era el iluminado”, se sincera el saxofonista argentino, de 31 años, que tocó como sideman con Paula Shocron, Jerónimo Carmona y Julia Moscardini. Y enfatiza: “Desde el primer minuto toco y estudio jazz con el saxo. Esa sonoridad me cautivó desde el principio sin saber siquiera de qué se trataba. ¿Por qué el jazz? Me apasiona tener un control de lo rítmico para liberar la ejecución hacia lugares desconocidos”.
Así fue como, tan espontáneamente como el jazz, se sorprendió terminando la carrera en el Manuel Falla y poco tiempo después tocando con Sheila Jordan en Nueva York y luego en Argentina. “Sheila tenía 89 años, nos hablaba de cuando cantó con Charlie Parker y se largaba a llorar. Estuve con alguien para quien el jazz era su vida, una verdadera mensajera. Tocaba a su lado y se me ponía la piel de gallina con su swing, su fraseo natural en el canto. Fue algo que me hizo muy feliz”.
Es un jueves de diciembre de 2021, el mítico Bebop Club reabre sus puertas en el barrio de Palermo y Mariano Loiácono, un habitué desde siempre, es su anfitrión de gala. Cuesta creer, viendo el cuerpo esmirriado arriba del escenario, que cuando empiece a sonar su Big Orchestra de once músicos, la que dirige hace cinco años, los gestos del trompetista se transformen en una fuerza musical capaz de llevarse puesto Palermo en un abrir y cerrar de ojos, con clásicos como “Lover Man”, de Billie Holiday, o “I Can´t Give You Anything But Love”, standard que se hizo famoso en la voz de Ella Fitzgerald. El repertorio recorre los clásicos del swing de los '40, con arreglos originales del trompetista. A pocos centímetros, en un plano más discreto, flaco y más alto que su hermano, Sebastián se luce con fraseos sólidos y ajustados, siendo la base de apoyo de las que no hace falta pautar ni un chasquido de dedos sino apenas mirarse por encima de los bronces.
“No era algo que tenía pensado tocar profesionalmente con mi hermano, porque él empezó mucho más tarde que yo. El primer encuentro se dio de jóvenes cuando dirigí la banda de Cruz Alta, y de a poco lo fui llevando para mis formaciones en Buenos Aires. Hasta que se ganó el lugar de ser el saxofonista de mi banda, es con el que más cómodo me siento. Seguro le falta objetividad porque es mi hermano, pero la sensación no deja de ser real”, se ríe Mariano, entre bambalinas.
El público se acerca, agradece el show. Todo sucede en una escala íntima, como suelen ser los clubes de jazz, que aunque colmados para los que pasan por la vereda no dejan de transmitir una sensación de algo selecto, casi exclusivo. “El jazz, para bien o para mal, se sigue considerando música de culto”, reflexiona el trompetista, que grabó también junto a Charly García, Fito Páez y Gustavo Cerati. “Pero para escuchar no hay que saber nada, si te gusta y lo disfrutás, es como la ópera, hay que sacarle el cartel de música de elite. Su origen popular ya lo dice todo”. Y al mismo tiempo, pone matices: “Y si bien siempre falta difusión, no le podemos pedir al jazz que se equipare con el halo de masividad del tango o el folklore, que tienen una raigambre más argentina”.
No les interesa sentirse vanguardistas ni hacer el jazz experimental para entendidos. Son de los que piensan que tocar un standard con sonido propio sigue siendo un enorme desafío. “A mí me interesa el hard bop, una vertiente que se derivó del bebop en los '50. Revolucionó el jazz con tempos altos, sustituciones armónicas, melodías originales y más intensidad en la sección rítmica. Es una energía intensa”, explica con facilidad pedagógica Mariano, que además de componer es uno de los arregladores más refinados de la escena.
Charles Mingus, Monk, Gillespie, Duke Ellington son los compositores guía para Sebastián, que está por presentar un disco en el que participó con la cantante Julia Moscardini, se prepara para un concierto junto a su cuarteto en el Museo Larreta el 9 de enero y también está componiendo música original, suya, para grabarla en las próximas semanas. En su foto de perfil de WhatsApp tiene una foto de Sonny Rollins. En la de Mariano está él en un primer plano tocando la trompeta y aparece Sebastián de fondo, con los ojos cerrados. Lester Young, Sonny y Coltrane es el podio de los saxofonistas favoritos de Sebastián. Dizzy Gillespie, Kenny Dorharm y Freddie Hubbard, el de Mariano, para trompetistas.
Son dos músicos esponjas. Alrededor de los hermanos Loiácono suelen orbitar los artistas argentinos de jazz más nombrados de los últimos tiempos: Adrián Iaies, Julia Moscardini, Jerónimo Carmona, Ernesto Jodos, Francisco Lo Vuolo, Mariano Otero y Gustavo Musso –entre tantos otros– y han sido, a la vez, anfitriones de visitas ilustres al país de figuras del género como Cyrus Chesnut, Dave Douglas, Billy Cobham, Chris Potter y Georges Garzone.
Mariano, con modestia, se permite destacar a Garzone, que lo escuchó tocar en San Luis y lo invitó a permanecer veinte días en su casa, en Estados Unidos, donde le enseñó desinteresadamente cosas del oficio. Y también a Antonio Hart, a quien lo había deslumbrado en un video de la banda de Dave Holland, y por esas casualidades del destino se lo cruzó en una gira por Argentina y empezó a tocar con él, semanas enteras por Mendoza y Rosario. “Hart me hablaba de cómo aprendió el jazz en la tradición norteamericana, y parecía no guardarse ningún secreto. Esa es otra cosa hermosa del jazz, que se tienden lazos genuinos entre un país y otro, con generosidad y camaradería”, enfatiza Mariano.
Con la tecnología y aún más en los tiempos de la pandemia, en el jazz se volvió frecuente el intercambio creativo a miles de kilómetros. El año pasado Sebastián Loiácono lanzó Happy Reunion, su primer disco propio grabado de forma online con tres glorias del jazz estadounidense: Harold Danko en piano (que acompañó a leyendas como Chet Baker y Gerry Mulligan), Jay Anderson en contrabajo y Jeff Hirshfield en batería (que tocaron con Carmen McRae, Paul Bley y Fred Hersch, respectivamente). Al disco lo fueron armando por mail y luego lo grabaron en estudio durante el Festival de Jazz de 2019 en Argentina. El título es una balada bellísima de Duke Ellington, el segundo tema de versiones que suelen durar un promedio de seis minutos y medio, con intervalos de lírica improvisación entre los músicos. “Happy Reunion evoca con justeza lo que fue ese encuentro agradable y efímero que quedó sellado para siempre”, define Sebastián, entusiasta. En su grupo, como no podía ser de otra manera, también trabaja su hermano.
Efímero pero vertiginoso, pura adrenalina es el jazz, resume Mariano. “Nos costaron muchos los streamings porque el jazz es de esa música que se toca con la gente cerca, comiéndote al lado en una mesa. Hoy estamos emocionados de haber vuelto, tenemos conciertos todas las semanas”. Y Sebastián, que se gana la vida como docente de música al igual que su inseparable hermano, suelta una última observación que suena a consejo: “Con las escuelas de jazz, brotan músicos en todo el país y todos quieren rápidamente su propio camino. Pero al músico de jazz no lo hace la improvisación sino el lenguaje. Conocer el lenguaje significa entender las condiciones históricas. Y esa lengua se aprende sobre todo en la escucha de discos, a la vieja usanza, porque primero viene el estudio del género y después las técnicas. En los maestros del jazz había mucho autodidactismo y poco manual en la búsqueda de una forma nueva de expresión. No hay que olvidarlo”.