Juan de Dios Velaztiqui gritó “¡basta!”, desenfundó su pistola Browning GP-35 .9 milímetros y tiró. En su ráfaga de furia, el suboficial de la Policía Federal asesinó por la espalda a Maximiliano Tasca, Cristian Gómez y Adrián Matassa, tres jóvenes de entre 23 y 25 años que habían salido a jugar al pool y entrada la madrugada del 29 de diciembre de 2001 veían en el televisor de una estación de servicio de Floresta los cacerolazos en la Plaza de Mayo y celebraban las movilizaciones.
La masacre de Floresta provocó una gran conmoción en un barrio movilizado por asambleas barriales en medio del estallido social: apenas ocho días antes Fernando De la Rúa huía en helicóptero de la Casa Rosada dejando un tendal de muertos –sumaron 39 en aquellos días– en medio de un estallido social, político y económico. A Adolfo Rodríguez Saá le quedaban tan solo horas en su breve período como Presidente, aunque a esa hora todavía no lo supiera.
-Yo había regresado de una cena, ya estaba acostada cuando me tocan el timbre y me gritan “¡Silvia, Maxi está muerto, Maxi está muerto!”. “¡Bajá, Silvia, bajá, Silvia!”, escuchó por el portero eléctrico.
Silvia es Silvia Irigaray, hoy con 66 años, madre de Maximiliano Tasca, 25 años, una sonrisa imborrable, dice la mujer en diálogo con AM750 y Página/12. “Una carcajada que era como un estruendo”. De ese día se acuerda todo: que su hijo iba a ir a practicar artes marciales, que luego iría a un ensayo de percusión. Más tarde, reunión con amigos. “Me dijo que había una morocha que le gustaba y que creía que se le daba, si le podía prestar el auto”, dice entre risas la mujer.
La reconstrucción
Los “luego” y “después” se acabarían unas horas más tarde y para siempre. Maximiliano y sus amigos Cristian Gómez, Adrián Matassa y Enrique Díaz fueron a jugar al pool. Sobre el final de la noche calurosa se fueron a tomar una cerveza al kiosco de la estación de servicio de Bahía Blanca y Gaona.
El televisor mostraba las imágenes de las movilizaciones en la Plaza de Mayo del 28 de diciembre, una jornada complicada desde temprano. A saber: paro de trabajadores ferroviarios a la mañana, protesta en reclamo por la renuncia de los jueces de la Corte Suprema, que había volteado un amparo a favor de que le devuelvan el dinero a un ahorrista. Para la tarde, las marchas se multiplicaban. A la noche, 100 mil manifestantes se volcaron nuevamente a la Casa Rosada y el Congreso. Era el primer cacerolazo contra Rodríguez Saá, que unas horas más tarde renunciaría.
- Está bien, por los 33 que mataron el otro día – alcanza a decir Maximiliano ante sus amigos, cuando veía en la TV que había un grupo de manifestantes golpeando a un policía. Tasca, recién recibido de licenciado en Relaciones Internacionales, no puede ni reaccionar. Está de espaldas a su asesino.
- ¡Basta! - gritó Velaztiqui, que comía un alfajor y bebía una Coca Cola en el interior de la estación de servicio donde trabajaba como custodio.
De inmediato, abre fuego
Maxi Tasca es fusilado por la espalda, de un balazo que impacta a cuarenta centímetros de la nuca.
Gómez, de 25 años, se cubre el rostro con las manos y brazos: un tiro ingresa por la axila y queda agonizando en suelo. Velaztiqui lo observa y no duda: lo remata.
Matassa, de 23, recibe un disparo en el abdomen y muere al día siguiente en el Hospital Álvarez.
Enrique se salva, aunque por poco: alcanza a huir y cuando el policía le dispara por la espalda no acierta en el blanco.
Sandra Bravo tenía 37 años y trabajaba como empleada del maxikiosco de Gaona y Bahía Blanca. Su testimonio fue clave para condenar a Velaztiqui a prisión perpetua por el triple homicidio agravado por alevosía.
-Yo lo insulté. Le grité “hijo de puta, por qué me mataste a los chicos si no te habían hecho nada” – contó Bravo en el juicio oral.
Tras asesinar a sangre fría y por la espalda a los tres chicos, Velaztiqui intentó montar una escena. Movió los cuerpos ya sin vida y hasta colocó un cuchillo en la escena, para simular un robo y justificar que en verdad había actuado en defensa propia.
-A Maxi lo llevaba de los pies – recordó Bravo en el juicio. Tras el ataque, apareció primero un Ford Falcon y minutos después varios patrulleros que lo asistieron. “Estaba normal, relajado, tranquilo, como si nada hubiera pasado”, reconstruyeron otros testigos durante el juicio.
“Matar ya es horrible, pero por la espalda hace a la diferencia. Juan de Dios Velaztiqui los fusiló por la espalda”, dice Silvia Irigaray, que desde 2003 dicta charlas en escuelas de policías de todo el país: “Hay que humanizarlos, que escuchen la voz del dolor, es mucho el daño que ocasionaron esas balas, que salieron de un uniformado”. “Para mí es como si hubiesen pasado unos pocos meses, me siento cada año más fortalecida”, agrega.
Velaztiqui, el asesino
Juan de Dios Velaztiqui tenía 61 años y era suboficial de la Policía Federal. Trabajaba en la fuerza desde hacía tres décadas. Un año y medio antes había sido operado de cataratas y cuando declaró argumentó que había sufrido un déficit visual producto de una diabetes. Cuando asesinó por la espalda a los tres pibes, Velaztiqui usaba anteojos oscuros. Página/12 publicó en 2003 que era porque sufría “fotofobia”.
Un aviador que fue testigo, Roberto Rochaix, negó en el juicio que las víctimas hubieran intentado agredir al oficial, y descartó que el cuchillo encontrado en el lugar perteneciera a alguno de los jóvenes.
En plena dictadura cívico-militar, Velaztiqui estuvo involucrado en una violenta represión durante un partido entre Defensores de Belgrano y Nueva Chicago, que terminó con decenas de detenidos: los hinchas del Torito comenzaron a cantar la marcha peronista, censurada en aquella época. El policía, en aquel entonces sargento primero de Caballería, estuvo a cargo de ese operativo y hasta se ganó un curioso apodo del diario Crónica: “El Trotador”. Velaztiqui obligó a correr a los 49 detenidos con las manos en la nuca hasta la comisaría, mientras los golpeaban. En 1985, un juez lo absolvió por ese caso.
En el juicio por el triple crimen, Velaztiqui se negó a declarar, aunque Silvia Irigaray no puede borrar algunas palabras del policía: “En un momento el fiscal relató todo lo ocurrido y cuando le toca el turno al defensor, él le dice en voz alta: ‘Más vale que me saques de esta’. Era una persona que no se arrepentía. Lo dopaban para que llegara tranquilo al juicio. Yo le miraba las manos, él jugaba con sus dedos, y pensaba en esas manos que hicieron un desastre en el cuerpo de tres jóvenes”.
- ¿En el juicio le pidió perdón a su propia familia y a la Policía?
Sí, a su familia, a la Policía, a la fuerza. Ni siquiera mintiendo como estrategia nos pidió perdón a las familias. En todo momento el asesino mostró su frialdad.
En marzo de 2003, Velaztiqui fue condenado a prisión perpetua por el Tribunal Oral Federal N.º 13. Irigaray escuchó el veredicto en la sala. Las últimas palabras del policía la indignaron entonces y ahora:
- Pido perdón a Dios, a mi mujer, a mis nietos, hermanos y a la Policía Federal - reconstruyó el diario Clarín.
- Ni Dios, ni la Patria, ni la puta que te parió te van a perdonar – le gritó Silvia.
En 2012, la Justicia lo benefició con la prisión domiciliaria y desde entonces Velaztiqui vive en la casa de una hija en Berazategui.
Irigaray, la creadora de Madres del Dolor
Junto a las madres de otros chicos asesinados, Silvia Irigaray creó en 2004 la Asociación Civil Madres del Dolor. Desde 2003, dicta charlas en escuelas secundarias y a futuros policías. “Les cuento de Maxi, de mi familia, de lo que hizo el asesino, yo hago un homenaje a sus 25 años de vida. Hasta el último día de mi vida le prometí que iba a hablar de él. ¿Qué hago con este amor y con este dolor? Expreso mi sentimiento reflexionando con otros para que no cometan una macana y cada año lo hago mayor seguridad”.
-¿Se puede trazar cierto paralelismo entre el crimen de Velaztiqui con el empoderamiento de las fuerzas de seguridad y cierto poder que volvieron a tener años atrás y continúa hoy en el presente?
-Me da tristeza enterarme que van matando pibes. No era algo nuevo en ese momento, yo no conocía a nadie que le haya pasado. Empecé a comprometerme. Con otras mamás creamos Madres del Dolor. En la última charla, un chico me preguntó por el crimen de George Floyd, en los Estados Unidos, y acá acababa de pasar lo de Lucas González, y en la radio yo escuchaba a la madre diciendo ‘hay que esperar un milagro’.
-Velaztiqui intentó mover los cuerpos ya muertos para hacer creer que había sido víctima de un robo y que actuó en defensa propia. ¿Ves algo que se repite entre los crímenes de tu hijo y sus amigos y otros crímenes cometidos por las fuerzas de seguridad, como el de Lucas González, Astudillo Castro, Santiago Maldonado?
-Me duele que sigan apareciendo salvajes con esa brutalidad. Por aquellos días en 2002 todos recalcaban que la violencia estatal no era nueva. Yo no tenía la capacidad de entender qué quería decir eso. El domingo, cuando nos reunimos con el presidente Alberto Fernández para descubrir una placa por las víctimas de 2001, fue increíble que el Estado reconozca que fue un error. “El Estado no está para matar”, dijo, y yo sentí que eran las palabras que vengo diciendo en cada charla hace 20 años. Si De la Rúa no hubiera declarado el Estado de sitio ni dado la orden de reprimir, los chicos estarían vivos.
-¿Qué te pasa cuando ves en la televisión y desde la política se baja un discurso de mano dura que busca la falsa idea de la ‘Justicia por mano propia’?
-Me incomoda, porque pasé por el desgarro de la muerte de mi hijo y sus amigos. Una cosa es lo que se pueda decir o escribir, y otra muy distinta es pasarlo, vivirlo. Yo desde mi lugar quiero que tengan los policías una cuota de humanidad. Falta es más diálogo, que se sienten todos y pensar cómo formar a la policía. La policía está, justamente, para todo lo contrario que es matar. Cuando escucho o cuando leo esos mensajes, me duele. Yo siento que mi tarea de alguna manera me la dejó Maxi.