La escuela es un lugar de recuperación de sueños.

Silvia Bleichmar

-La seño dice que te vas a tragar una mosca porque tenés siempre la boca abierta.

Se ríen, tienen siete años. Observo, el chico tiene una dificultad para respirar.

-Sííí, pero peor es… ¡cuando te levanta de estos pelitos!

El otro chico se tira del pelo cortito de la nuca, imitando la mano de la maestra. Corro a la dirección.

-¡Negro, Negro! tenemos que llamar a las madres de estos chicos.

Vienen las madres, les comento la situación. Imagino una respuesta indignada, visceral, sin embargo:

-Ahh… sí… la maestra es una señora mayor, está por jubilarse, le faltan unos años, a veces hasta los sacude un poco. Una cachetada, no.

Las otras madres asienten.

***

Riqui es un morochito, pequeño para sus cuatro años. Hace señas cuando quiere algo y emite sonidos, alguna que otra palabra, pero nunca una oración entera. Corro a la dirección.

- ¡Negro, Negro! tenemos que llamar a la mamá de Riqui.

La madre de Riqui también es pequeña, le aconsejo consultar una fonoaudióloga. Se pone a llorar desconsolada. Desorientada, trato de explicarle que las fonoaudiólogas no son neurocirujanas y que nadie le va a abrir la cabeza a Riqui. Más calma, me dice: pero si yo le entiendo todo… pensé que hablaba así porque era chiquito. No muy convencida, se va. Me pregunto si seguirá trayendo a Riqui a la escuela.

***

Al taller de adultos viene María, tiene18 años. Mientras pinta, cuenta que la dentista le va sacar todos sus dientes y muelas. Siento un malestar fuerte, intento disimularlo. Le pregunto si podía hacer otra consulta, trato de explicarle que es muy importante conservar la dentadura propia. Me dice que es el único Centro de Salud de la zona. Insisto, el curso me mira casi con indiferencia. Las cosas son así.

- Negro, Negro …

- Son adultos, nada podemos hacer.

***

- ¿Por qué faltaste el lunes pasado, Mary?

- Porque me tomé 40 trapax.

Suelto mi estúpido registro de asistencia y me acerco.

- Yo solo quería envejecer junto a él. Pero… Buscaba una modista que me recomendaron. Bajé del colectivo, caminé unas cuadras y cuando doblo una esquina, ahí estaba él. Sentado, en camiseta, tomaba mates en la vereda de una casa que no era la nuestra, era la de ellos.

Por un momento pensé que los efectos del trapax le hacían decir cosas sin sentido.

- Ella tenía la pava y le cebaba los mates, alrededor jugaba un niño. Ella se fue adentro con la pava y el niño. A mí me tuvieron que venir a buscar los mellizos. Inmóvil y muda. Me internaron en el Pinel.

- La psiquiatra dice que yo tengo que encontrar ganas de vivir. Yo las únicas ganas de vivir que tenía eran junto a él… y envejecer juntos.

- ¿Cuántos años tienen los mellizos?

- 22.

- Es una buena razón para vivir, digo, por decir algo.

Miro el dolor grabado en su cara y pienso si alguna vez supo qué era el amor.

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El 143 dobla por Castro Barros y agarra Sánchez de Bustamante. Si perdemos el de las 22, tenemos que esperar una hora y media el siguiente. El chofer nos conoce, somos “los de la escuela”. Cuando se adelanta y empieza a doblar, algunos de los muchachos empiezan a chiflar, frena y se detiene con la puerta abierta. Corremos enloquecidos, trepamos al colectivo y nos desplomamos en los asientos (siempre viene vacío, porque ahí no más empieza el recorrido), descansando la hora y cuarto que tenemos para llegar al centro.

Derecho por Ayacucho, muchas cuadras, que se escurren hacia el río, internándose en Tablada. Algunos de los alumnos que suben con nosotros, se van bajando y se diluyen en los angostos laberintos, oscuros, que se internan en el corazón de la Tablada, rumbo a sus casas.

Deseo que lo aprendido en la escuela, sea como un ángel de la guarda, que les sirva de candil por esos estrechos senderos. Sueño con que lo vivenciado en la escuela los ilumine por esos caminitos, al menos hasta llegar a resguardo otra noche.

Me acomodo en el asiento con la mirada en la chata y larga silueta de la villa, que se desliza en cámara lenta y busco el confort necesario para descansar antes de llegar y hacer la cena otra noche.

***

El barrio Saladillo es una delicia, calles arboladas con casas planas, jardines cuidados con esmero donde se asoman las elegantes esterlicias a cada paso.

El Negro vive en el barrio y al mediodía hace las compras. Tiene una cita en el almacén de la esquina, el ritual de la picada compartida con los habitués del lugar.

El almacenero de Avenida del Rosario es amante de la ópera y cría pollos. “Orgánicos” les dirían hoy. Me bajo del colectivo y voy a encargar uno, por recomendación del Negro. En la radio suena la Callas. Me hace pasar a un patio de tierra.

- Elija uno.

Lo miro incrédula. -¿Yo? No puedo, le digo que me prepare el que le parezca conveniente y huyo despavorida hacia la escuela.

Osvaldo Boglione, ‘el Negro’, es un artista, un bronce de La Vigil, trabaja en la Escuela Provincial de Artes Visuales. Y ahora, recién estrenada la democracia, ha sido nombrado director de la Escuela Municipal de Artes Plásticas “Manuel Musto”.

Manuel Musto donó su casa taller del barrio Saladillo para que estudiaran los “hijos de obreros y artesanos”, y para honrar su legado, el Negro sueña una escuela para ellos, la imagina y decide convocar un equipo joven. Nosotros. Jóvenes de 25 años, inexpertos, formados en la dictadura, explotábamos de emoción, la misma que habíamos experimentado recientemente al votar por primera vez. 

Al ritmo de Charly nos sentíamos “Cerca de la revolución”, allá por 1984, y nos pusimos a trabajar sin horarios, desde cero, tanto en el plan de estudio como en la pintura de mesas y sillas viejas. Hoy la historia parece otra, y sin embargo me quedan días en que creo que la revolución es un sueño eterno y la escuela el lugar que lo recupera.