Tuvo que llegar a un motel desvencijado en Atlantic City para poder decirlo. Como si ciertas palabras necesitaran de una locación particular, un escenario que la acercara a esa zona donde Nina Simone cantó por primera vez.
Si un nombre es un destino la protagonista de esta historia siente que el nombre de la cantante norteamericana la llama, que le debe ese viaje, esa cercanía, el rechazo a una instancia más cómoda y acorde a su rango social para caer, por una noche, en esa fatalidad de no saber quien es. Nina le habla a su marido, Nico, que permanece silente, incluso invisible ya que "Yo no soy la hija de Nina Simone" es una ficción sonora y nos imaginamos esa habitación plateada por la luz difusa de alguna lámpara triste que lxs deja, por momentos, en una oscuridad de intemperie.
Allí Nina se empeña en reconstruir el itinerario que llevó a Nina Simone (la cantante que su madre adoraba y a la que le debe el nombre) para convertirse en quien fue. Cómo una joven afro americana que ambicionaba dedicarse a la música clásica tuvo que hacerse cantante de blues y soul, primero para pagarse sus clases de piano y depués, tal vez, para saldar una deuda con su talento que la llevó a no abandonar más ese mundo de los bares que también le trajo un éxito quejumbroso. Jamás dejó de ser una negra con buena voz que tenía que terminar excluida y descartada como si su fama fuera simplemente el producto de una gracia repentina.
Nina es una científica que tiene una vida burguesa pero se imagina todo el tiempo precipitándose al desastre. La posibilidad de un hijo o el temor a no poder aceptar un puesto dichoso en otra ciudad que implica un reconocimiento en su profesión porque su marido no quiere renunciar su trabajo, también brillante, la vuelven, en esta especulación que deviene en discurso, una fracasada incogible.
La dramaturgia de Julie Gilbert que tradujo Ingrid Pelicori, encuentra su zona más diáfana en ese momento en que se pregunta cómo alguien consigue la fuerza suficiente para convertirse en un ser excepcional. Cómo se logra cumplir el propio deseo y estar a la altura de la aventura que nos trazamos. Es en ese lugar impreciso en el que se ubica Nina para entender su biografía y los pasajes que llevaron a su madre a abandonar sus objetivos en función de una vida doméstica. En ese monólogo que Malena Solda descifra al detalle ya que comprende que la trama se esconde en cada palabra identificada como unidad de acción y no solo como un parlamente catártico, hay una soledad que encuentra en la presencia de Nico, en ese hombre que parece mirarla pero no escucharla, tal vez, porque lo que dice puede tornarse insoportable para un marido enamorado, un límite. Hablar como si nadie te escuchara puede ser una urgencia como también una versión del exilio para las mujeres cuando estamos obligadas a cumplir con una forma mansa de seducción. Especialmente cuando el ser atractivas se traduce en una adhesión casi total a una virtud adaptativa. Nina va hacia un uso del lenguaje que podría desplegar una voz que no tiene vuelta atrás.
El material que dirige Juan Parodi se queda en ese quiebre, sin pretensiones de conquistar un desenlace. El vínculo entre la palabra y quien la dice es la materialidad en la que se funda el texto. Nina trae a ese motel del que Nico quiere huir, episodios donde se sintió ignorada, poco considerada más allá de su formación y su estatus social. De todas esas heridas su marido parece ajeno como si ocurrieran en una realidad que él no llega a ver. Yo no soy la hija de Nina Simone intenta romper esa cápsula.
Los cuatro capítulos de "Yo no soy la hija de Nina Simone" pueden escucharse en Spotify.