Todo el país sabe ya que la mesa judicial del macrismo –expuesta en el video en que el ministro de Trabajo bonaerense de la gestión Vidal, Marcelo Villegas, suelta la lengua y expone sus deseos de aplicar criminales prácticas y torturas nazis a funcionarios y sindicalistas argentinos contemporáneos– se ha revelado como una bomba de sinceramiento absolutamente inadmisible para la democracia.
Se dirá que no podía ser de otra manera siendo que este Sr. Villegas había prestado servicios, antes de ser funcionario de Vidal, en los grupos Pérez Companc, Walmart, Jumbo y Telecom. Pero las consecuencias del delirio verbal de su pensamiento (es un decir) son obviamente gravísimas en cualquier presente político nacional y eso merece análisis y por supuesto castigos. Porque este señor no sólo ha hecho una apología virtuosa de la bestial policía política de Adolfo Hitler sino que ha abierto un campo de debate gigantesco que ninguna conciencia democrática puede ni debe dejar pasar.
Llamada oficialmente "Geheime Staatspolizei", la Gestapo, creada en 1933, fue la policía secreta oficial de la Alemania nazi. Contó con unos 35.000 miembros estables, su poder fue absoluto porque tenía autoridad para investigar cualquier asunto y su labor alcanzó niveles de inhumanidad y violencia física y psíquica sin precedentes. Especializada como policía torturadora del régimen hitleriano, en Berlín se la conoció como "la Casa del Terror". Y no fue disuelta sino hasta 1945, tras la rendición.
Apuntar lo anterior sugiere, con patética naturalidad, no sólo el cretinismo ideológico del enunciador sino y sobre todo la gravedad de los tiempos que vive esta república, aunque también se está ante una oportunidad de oro para reencauzar rumbos. La amenaza que implica la feroz declaración, sin dudas compartida por otros sujetos que también fueron funcionarios del gobierno anterior –y quieren volver a serlo– obliga a que la civilidad, y en especial el desvalijado y abusado pueblo argentino tenga mejores elementos para normar su buen criterio democrático. Y en particular para la ciudadanía de las clases altas y medias urbanas, que tanto se quejan de no poder disfrutar privilegios que les sobran y comodidades burguesas que idem, y que suelen mirar para otros lados frente a la desdicha de millones de compatriotas a los que parecen despreciar.
Porque el problema no es en esencia la palabra "Gestapo". El problema es la perversa ideología que encubre, y lo que significa, instalar este vocablo en la vida política argentina.
Ante todo, porque cabe recordar que los sectores privilegiados de la Alemania nazi, hace 90 y 80 años, tampoco eran sujetos brutales ni incultos sino, al contrario, muchos de ellos y ellas eran gente sofisticada, se diría que bien educada y de gustos y placeres refinados. Al contrario de sus caricaturas latinoamericanas –dictadores de uniformes impolutos y sonrisas forzadas y pétreas como las de Videla, Massera, Pinochet y otros criminales, y legiones de funcionarios de cuarta– los alemanes no eran brutos, ni ignorantes, ni torpes. Lo que los caracterizaba, por el contrario, era el refinamiento y su culto de la maldad. Y ya se sabe que no hay mayor degradación humana que la maldad con oropeles, sonrisas y cinismo.
Es decir: la Gestapo, como las vernáculas policías locales montadas en coches Falcon y armados hasta las verijas, operaba también con jóvenes y no tan jóvenes bestiales, y tenía una malignidad de origen, una como herencia o tara cultural de bajos sentimientos, de cero conciencia de clases. Sólo los jefes y jerarcas pertenecían a familias de apellidos tradicionalmente ligados al poder tanto político como económico y militar. Esto es, acaso, lo que mejor han mostrado la literatura y el cine de posguerra. Esas gentes eran parte de las pequeñas burguesías provenientes de parecidos desclasamientos, gentes de provincias que se caracterizaban por el color (rubios allá; morochos aquí), la ciega sumisión ante el poder y alguna que otra pasada gloria militar formadora de concepciones claramente autoritarias y clasistas, en el sentido del desprecio policial a las clases populares. Herencia que persiste, y agravada, y cuyo epifenómeno aquí suelen ser dos o tres señoras verborrágicas.
En realidad en la Gestapo eran también lo que aquí y ahora llamaríamos impostores prepotentes, porque no tenían principios morales ya que no eran gente educada. Podían ser eficientes en lo suyo pero sus capacidades estaban teñidas de infamia, además de la manía de sentirse superiores. Como ahora aquí es común en ellos el cuento de creerse blancos y arios como creían los alemanes tener una superioridad racial.
Pero más allá de esto, hay que decir que son malos. Gentes de sentimientos inferiores, llenos de resentimientos, despreciativos, autoritarios. Era lo que más había en la Gestapo: una concepción de la maldad asociada a la impunidad. Ellos trabajaban con cero sensibilidad, cero solidaridad, cero compasión. Eran malos en serio, que es de lo que parece sentir nostalgia este ex ministro bonaerense. Quien como todo autoritario es conjeturable que tenga una concepción de la maldad no disociada del goce. Y ya se sabe que cuando eso sucede, la culpa no existe. No en vano la mejor literatura rusa, como la norteamericana y también la española y portuguesa de los tiempos de la conquista y por largos cuatro siglos, está asociada a esa misma característica que podría llamarse humanoide pero no, en realidad son completamente humanos sólo que de la peor especie. Ésa que realmente disfruta, goza con el dolor ajeno. Y maldad que cuando va asociada a la impunidad, es peligrosísima.
La sola palabra Gestapo, en plan encomiástico y ni se diga amenazador como en este caso, denota una ideología maligna. Por eso mismo la respuesta de la democracia debe ser contundente. Es de esperar que el gobierno nacional se ponga a la cabeza para ir fondo con el merecido castigo democrático. Y también habría que exigir que lo que quede de dignidad en la rota Justicia que padecemos se ponga a la tarea y sea implacable. No se debe dejar pasar esto, no cabe la impunidad. Los poderes republicanos deben ocuparse, con velocidad y a fondo, de meterlos presos. Hay leyes en esta Nación que dicen que estas conductas son delito. Y tales delitos deben pagarse con prisión. Lo que sería bueno y ejemplar. Nuestro Gobierno bien hará en cambiar el ritmo cansino de sus decisiones y sobre todo sus indecisiones. Este episodio ha venido a mostrar tramas muy complejas, muy perversas, y la ciudadanía debe estar atenta como los docentes en todos los niveles y ámbitos deberían también dar clases especiales acerca de esto.
Sólo así podremos decir que la democracia Argentina sabe defenderse de tanto nazismo que hemos padecido, en casi todos los gobiernos.