Una mujer mira su Instagram y lee que murió Joan Didion. Casi de inmediato se suman fotos en las que aparece con un cigarrillo entre los dedos, muy joven y no tan joven en una pantalla partida, con su hija Quintana a upa y acariciándole el pelo, apoyada en un Stingray en 1968 y algunas otras junto a John Gregory Dunne; mientras la mujer las mira y le dice a su amigo que la muerte es una porquería que no sirve para nada, él le dice que las muertes ordenan sus lecturas. ¿Lees obituarios?, le pregunta ella; no, leo lo que escribieron antes de morir, le responde él.
¿Quiénes habrán descubierto a Joan Didion hace unos días cuando su muerte fue una publicación? “Fue la primera vez que lidié directa y rotundamente con la evidencia de la atomización, la prueba de que todo se desmorona (…) que el mundo como yo lo entendía ya no existía”, escribió Didion anticipándose a la convulsión que esa evidencia haría con ella, con su escritura, con su vida entera y que la hizo famosa mucho antes de ser noticia este último 23 de diciembre. Joan Didion, durante un momento del documental "Joan Didion: The Center Will Not Hold" y que tienen como protagonista (a veces co-protagonista) a quien ya no está.
En estos días de adiós convertidos en bienvenida Joan Didion es la chica de California, la mujer de los anteojos, la periodista de Life y de Vogue, la cronista que estuvo en El Salvador en los años ochenta (enviada por su editor de The New York Review, Bob Silvers), la autora de El álbum blanco que no es el de los Beatles donde describe los convulsionados años sesenta ¡bienvenido el horror del desorden!, las Panteras Negras, el clan Manson, algunos sueños de Hollywood y un día con The Doors.
Joan Didion es también la cabeza venerada de un nuevo periodismo, la autora de los libros sobre el duelo que escribió después de la muerte de su marido John Dunne en diciembre de 2003 (El año del pensamiento mágico, 2005) y de su hija Quintana en agosto de 2005 (Noches azules, 2011), la escritora que hizo universal su yo, la cronista en 1967 de Haight Ashbury a la que le gustaba mirar lo que la gente hacía sin hacer preguntas: “cuando llegamos veo a una niña en el piso de la sala concentrada en lamerse los labios, lo único raro que tenía era que tenía labial blanco en los labios. Tiene cinco años, me dijo el contacto y es adicta a las drogas”, la anciana con Parkinson que recuerda su vida junto a su sobrino en un documental de Netflix y -para citarla sin cita- la protagonista de un mundo que ya no existe y que empezó cuando su mamá le regaló un cuaderno de tapa dura azul (Big 5) para que dejara de molestar y aprendiera a entretenerse escribiendo sus pensamientos.
El primer relato que escribió en ese cuaderno y que le gustaba contar era sobre una mujer que creía congelarse en la nieve antártica y que cuando despertaba estaba muriendo de sed y calor en el desierto del Sahara, “no tengo idea de qué inclinación en la mente de mis cinco años podría haber motivado insistentemente una historia tan irónica y exótica, pero revela una predilección por lo extremo que me persiguió hasta la vida adulta (…) escribo para entender lo que pienso y lo que me pasa.”
Esa búsqueda, ese vericueto privado vuelto público la mostró preparada de contar lo que le pasaba a ella y a su tiempo sin moraleja ni final feliz y en la narradora de la historia contemporánea de su país de una manera flexible, versátil y matizada como si ese texto fuera un modo, un estilo de ficción. “No sé qué significa enamorarse, no es parte de mi mundo pero recuerdo tener muy claro que quería que esto continuara, me gustaba estar en pareja, me gustaba tener a alguien. No podría haber sido alguien que no fuera escritor porque esa persona no me hubiera tenido paciencia” (cuando se refiere a su relación con Dunne). Después de ese simulacro de principios impávidos le gustaba recordar que cuando era la nena que iba al cine tres o cuatro tardes por semana y a la que le parecía normal que las personas estuvieran siempre deprimidas como lo estaba su papá, quería ser la heroína de un western para que John Wayne le construyera una casa en la curva del río donde crecían los álamos.
Una anécdota más, un ápice de conmiseración pautada, pliegue demencial de su alma oceanográfica que el recorrido del tiempo ensancha.