“…-Feliz Navidad, hijo -dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas…”

Cuento de Navidad. Ray Bradbury

A principios de diciembre, un poco antes de que los negocios decoraran sus vidrieras con luces intermitentes, yo sentía “olor a navidad”. Era una especie de alarma interna. Con el tiempo supe que no era la navidad sino el perfume de los paraísos, uno de los árboles más lindos que conozco. Hasta con los ojos abiertos todavía lo puedo recordar. Y también para esa fecha se asomaban el fin de las clases, las vacaciones, algunas pequeñas despedidas que la infancia impone a modo de ejercicio.

En esa época el invierno era muy largo y el año parecía infinito. Cada estación duraba tanto que la siguiente se hacía desear con fuerza. Anhelaba el calor y después el frio. El año era la distancia entre una Navidad y la siguiente. En esa época, tenía la certeza de que la próxima nochebuena iba a llegar, y la siguiente y la otra. También tenía la seguridad de que ese pequeño mundo familiar que me rodeaba se iba a mantener intacto, incorruptible, para siempre.

Los últimos días de clases eran de alegría pura. Pensaba mas en lo que estaba por llegar que en lo que se iba. Donde hay inocencia no hay miedo posible. Por eso disfrutaba tanto de dejar atrás cada aula por la que pasé, cada grado del que ascendí. Las maestras eran otro tema, siempre extrañé a la anterior pero inmediatamente quise a la siguiente. Graciela, Morita, Ana María.

Las fiestas de fin de año del Colegio eran un desfile de disfraces y colores. Algunos años actuamos en el Teatro el Circulo, abierto para nosotras (éramos todas nenas) como si fuéramos estrellas. Las luces no permitían ver hacia las plateas, así que era fácil concentrarme y no tener vergüenza. Los aplausos a esa edad son una maravilla.

Lo mejor de todas esas semanas en las que la rutina se rompía, era el día de entrega de libretas. Teníamos un rito con mamá. Después de la escuela nos íbamos ella, mi hermana y yo a tomar un helado a la Avenida Pellegrini. No de palito, helado en cucurucho con baño de chocolate. Las tres amamos el helado. Lo tomábamos en las mesas de la vereda, charlando sobre el fin del año y quien sería la próxima maestra. Mamá casi siempre se compraba un vestido nuevo para esa ocasión y me encantaba verla así de arreglada y contenta. No eran muchas las ocasiones en que hacíamos salidas de chicas, en general lo hacíamos con mi papa y uno de mis hermanos. Después se incorporó otro hermano más, casi al comienzo de mi adolescencia, y conformamos la familia numerosa que mi mamá siempre soñó tener.

Después del helado, si no había anochecido aún (porque íbamos a la escuela en el turno tarde) pasábamos por la Plaza López a dar unas vueltas en calesita. No creo haber agarrado nunca la sortija porque no soy hábil para esas cosas, pero doy por descontado que mi hermana, de una inteligencia práctica enorme, seguramente se hizo de muchas vueltas gratis en esa plaza.

De ahí nos volvíamos a casa en colectivo. Supongo que en el que hoy lleva el numero 128. Paradas o sentadas, el viaje era siempre una gran aventura. Las tres solas, nosotras con el uniforme y mamá de estreno llegábamos felices, con buenas notas, y habiendo pasado de grado. Volvíamos a casa con la sensación de que sólo nos podían pasar cosas buenas. La Navidad, el año nuevo, mi cumpleaños, los reyes magos. ¿Qué podía fallar? si empezaban larguísimas vacaciones para jugar en la pileta, ir de vez en cuando a Funes con mis primos. Tal vez con viaje a las sierras o a Corrientes, a ver a mis abuelos.

Y en ese vaivén de festejos y alegría en el que me balanceaba, un día se me ocurrió esconderme en la habitación de mis abuelos. Debe haber sido antes de cumplir ocho años. Jugábamos a las escondidas. Vivíamos en la casa de atrás así que sus habitaciones entraban dentro del radio permitido. La cómoda con tres espejos incluidos, como si fuera un biombo, me pareció un buen lugar, así que entré con la luz apagada y me fui metiendo entre la pared y el mueble. Se comenzó a escuchar un ruido de papeles y bolsas de plástico, un crujido. Toqué y eran unos paquetes. Distintas formas, texturas. Uno sobresalía y al pasar las manos sentí las ruedas de un camión, con acoplado bastante largo atrás. Parecía haber unas paletas de ping pong con sus pelotas; una caja cuadrada con contenido misterioso. Los papeles seguían chillando bajo mi cuerpo casi inmóvil. Tuve que salir porque mi hermana estaba cerca y no quise que se metiera ahí conmigo.

Mantuve una tenue esperanza hasta la nochebuena. Podía ser otra cosa. No todo es lo que parece.

Se hicieron las doce de una navidad que marcó otro tipo de tiempo para mí. Mas indescifrable, tendencioso: comenzó a estirarse y a acortarse según la ocasión. El futuro, lo que venía, ya incluía la perdida; empecé a conocer el miedo.

Primero mi hermana abrió un paquete verde con paletas de ping pong. Después mi hermano desenvolvió un camión con acoplado azul. Cerré los ojos y rodeé la caja cuadrada, forrada con un papel muy suave. Adentro había algo que ya no recuerdo, sólo me queda la sensación de haber querido llorar sola sin que nadie me mire.

Desde que sé que no existe nadie que nos cumpla los deseos imposibles, la navidad perdió casi todo su sentido para mí. Salvo por el perfume de los paraísos, que me sigue llenando de alegría cuando comienzo a sentirlo, más o menos, a principios de diciembre.

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