Que el mundo (y quienes lo habitan) fue y será una porquería lo sabía bien William Shakespeare. Fue él quien, alrededor de 1606, escribió que la vida “no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Lo sabía también el thane más famoso de la historia, responsable indirecto del soliloquio en cuestión, perseguido por fantasmas propios y ajenos en el quinto acto de La tragedia de Macbeth, poco antes de que el bosque de Birnam se sacuda y mueva como por arte de magia hacia Dunsinane y la espada de Macduff lo deje sin cabeza y, por ende, sin trono. De todas las creaciones del Bardo de Avon, la historia del barón de Glamis y eventual rey de Escocia es una de las más reconocidas a nivel popular, y ha sido representada en infinidad de versiones y formatos, adaptada al cine literal o indirectamente por realizadores de la talla de Orson Welles, Roman Polanski y Akira Kurosawa. Es que aquel lejano relato sobre las ambiciones políticas, las traiciones criminales y la culpa sigue resonando con fuerza cuatro siglos después de su gestación, su universalidad y atemporalidad transformadas en campo fértil para el usufructo creativo de los autores contemporáneos. A casi siete años de la versión de gran espectáculo dirigida por Justin Kurzel, protagonizada por Michael Fassbender y Marion Cotillard (mucha batalla y poca fibra, ruido sin nueces), el primer largometraje dirigido en solitario por Joel Coen vuelve a los orígenes teatrales sin abandonar las posibilidades narrativas y formales que sólo el cine es capaz de ofrecer. Rodada en blanco y negro en un formato de pantalla casi cuadrado que remite a los comienzos del cine sonoro, con ecos de la versión de 1948 de Welles y un Denzel Washington en estado de gracia como el infausto protagonista, La tragedia de Macbeth llega a la plataforma Apple TV+ el próximo viernes 14 de enero, sin pasar por las salas de cine locales.
La tragedia de Macbeth es un festín shakesperiano rodado en estudios de Los Ángeles en plena pandemia, con actores de la talla de Frances McDormand y Brendan Gleeson, y un trabajo de fotografía en claroscuros –cortesía del francés Bruno Delbonnel– que transforma los páramos escoceses en regiones fantasmagóricas y los recovecos del castillo de Dunsinane en auténticas mazmorras que reflejan el espíritu enloquecido de su amo y señor. Pero, primero y principal, se parece en poco y nada a las películas previas de los hermano s cineastas. No es “una de los Coen” ni por asomo, al punto que podría interpretarse como en un desvío (¿temporal?) en la carrera de Joel. Un feliz capricho, tal vez. No hay en estos lares ironía (más allá de las ironías inherentes a la historia creada por Shakespeare) ni mucho menos sarcasmo. Cuando Lady Macbeth (McDormand, desde luego) empuja a su marido a empuñar el cuchillo para acabar con la vida del rey Duncan, comienzo de un círculo infernal de sangre y horror, la mirada no está atravesada por ese tono burlón usualmente asociado a los creadores de El gran Lebowski y Barton Fink. Aquí el drama es espeso. Y pesa. Y a medida que los acontecimientos se suceden y encadenan la tragedia comienza a desenrollar su ovillo. En el inicio, los cuervos, y un campo después de la batalla de tintes expresionistas, testigos del encuentro del señor Macbeth y uno de sus adláteres más fieles con las Hermanas Fatídicas, las tres brujas que anticipan el futuro, disfrazando muertes y violencias de buenos augurios políticos. Desde luego, Macbeth es negro, pero a diferencia de la versión teatral de Orson Welles de 1936, Voodoo Macbeth, interpretada en su totalidad por un reparto afroamericano, aquí no se trata de reorganizar el texto original a partir de la rebeldía creativa (mucho menos a través del prisma de la corrección política) sino, sencillamente, de permitirse un corrimiento de la supuesta realidad “histórica”. Al fin y al cabo, en las representaciones originales de la pieza ningún personaje femenino podía ser interpretado por mujeres.
Macbeth no hay uno solo
En Macbeth según Coen las palabras son fieles a la palabra impresa y no hay intencionalidad expresa de “modernizarlas”, aunque el realizador logra que el reparto recite las líneas de diálogo (y los monólogos) de manera “teatral” al tiempo que las expresiones y movimientos corporales adoptan un modo más naturalista. Lo contrario a la versión Polanski, que naturalizaba por completo actuaciones y textos y encerraba los soliloquios en la mente enfebrecida de Macbeth gracias al uso de la voz en off. Tampoco es comparable a la extraordinaria adaptación libre y sincrética de Kurosawa, Trono de sangre, que a pesar de trasplantar la acción desde la Escocia medieval al Japón del siglo XV es considerada como una de las más exitosas a la hora de respetar el núcleo e intenciones de la trama original. Reconocido por su carácter escurridizo y escueto a la hora de responder a las preguntas de la prensa, Joel Coen definió su película, en una entrevista reciente con el periódico The Guardian, como “un Macbeth post menopáusico. Los Macbeth son aquí una pareja mayor, que ya ha pasado la edad de tener hijos. El tiempo, la mortalidad y el futuro son temas vitales”. En cuanto al interés del realizador, a priori ajeno, por adaptar una de las piezas inmortales del canon shakesperiano, el codirector de Fargo afirmó que la responsable absoluta fue su esposa, Frances McDormand. “En algún momento de su carrera la comunidad teatral de Nueva York consideró a Fran como no apta para interpretar a Shakespeare. Eso eventualmente cambió y fue entonces cuando me preguntó si podía dirigirla en una versión de Macbeth sobre las tablas, pero mi respuesta fue que no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Así que ella lo hizo por su lado. Eso fue hace unos siete u ocho años, en San Francisco, cuando interpretó a Lady Macbeth junto a Conleth Hill”. Hill es, desde luego, el actor irlandés que supo encarnar a Lord Varys en Game of Thrones, serie deudora, en muchos sentidos, de la estructura y temas macbethianos.
Las formas de esta nueva adaptación cinematográfica fueron influenciadas, según sus declaraciones, por los films shakesperianos de Welles (Macbeth, Otelo, Campanadas a la medianoche), la versión de Hamlet de Laurence Olivier y, en particular, la puesta experimental de Macbeth para la televisión británica dirigida por Trevor Nunn, con Judi Dench e Ian McKellen, emitida en 1979. El mayor de los hermanos Coen quería hacer “un Shakespeare para toda esa gente que no quiere ver algo de Shakespeare. O que tal vez se siente intimidado por él. Pero, al mismo tiempo, deseaba preservar el poder del texto, porque eso es lo que le da a todo una melodía particular. Poder hallar un ritmo que atravesara toda la película de forma implacable, como si se tratara de un film de misterio alrededor de una serie de crímenes. Lo notable es que este es uno de los pocos matrimonios fructíferos en la obra de Shakespeare, pero lo que los une es la planificación de un asesinato”. Más allá de ese posible vínculo –el policial negro, las formas expresionistas, la radicalización de los actos de la pareja central, que le dan forma a la inevitable tragedia–, tal vez el mayor logro de La tragedia de Macbeth, junto con la notable performance de Washington, sea la creación de un universo propio a partir de una historia tan conocida. Algo similar a lo que logró Welles hace más de 70 años, a pesar de los desaires del público y de la crítica, que le dieron la espalda. Un universo visualmente rico y de gran belleza, paradójicamente basada en la oscuridad, las nieblas y la putrefacción. Eso y la negativa a hacer del Macbeth 2021 un manual de revisionismo, ese mal siempre latente y tantas veces destructor. Frances McDormand dixit: “No me interesan las interpretaciones modernas sobre Macbeth como emblema de la masculinidad tóxica. O corregir el estereotipo de Lady Macbeth como una bruja, en el sentido no literal de la palabra. Hacer corrección política con Shakespeare es banal. Él es mucho más grande que eso”.
Ruido, furia y niebla
A diferencia de Coen, McDormand suele responder in extenso y con vehemencia a las inquietudes de sus entrevistadores. Eso es precisamente lo que ocurrió luego del estreno mundial de la película en el Festival de Nueva York, el pasado mes de septiembre. “En el film, vemos a los Macbeth como una pareja que transita el final de sus ambiciones, no el comienzo. En nuestra interpretación, ella comienza a darse cuenta de que se está transformando en alguien que dista de ser irremplazable y eso es lo que la vuelve loca, no el hecho de haber matado a Duncan y tener sangre en las manos. De alguna forma, entrega su alma a los fuerzas oscuras y él ya no confía en ella, no pide su ayuda”. En ese mismo conversatorio con el público presente en la sala, Denzel Washington recordó su interpretación de Otelo a los veinte años en un pequeño teatro de Nueva York (“realmente no sabía que estaba haciendo”), punto de partida de una carrera actoral sobre las tablas que lo llevó a interpretar a Marcus Brutus y a Ricardo III en sendas puestas en Broadway. Para Joel Coen, la decisión de filmar en blanco y negro y la búsqueda de un lugar intermedio entre el cine y el teatro fueron decisiones que se tomaron muy temprano. “Hay varias maneras de acercarse al material desde el cine. Una es la naturalista, en el cual se alquila un castillo en Escocia y varios caballos. La otra es tomar el camino opuesto y hacer lo que suele llamarse teatro filmado. En nuestro caso, la idea era hacer una película sin olvidar que está basada en una pieza teatral. En cuanto al diseño, el concepto rector fue quitar cosas, no sumarlas, desnudar de alguna manera la imagen. En ese sentido, la gestación del diseño de producción fue muy extensa. El blanco y negro en el cine me encanta, en general, pero además es una excelente forma de llevar las imágenes a un nivel de abstracción que todo el mundo comprende de inmediato, aunque sea de manera inconsciente”. Y allí, desde luego, llega la confesión de que, más allá de las influencias de los Shakespeares wellesianos, los nombres de los cineastas Carl Dreyer y F. W. Murnau fueron pilares esencial. Dreyer, el gran director danés, por su minimalismo visual. Y Murnau, entre muchas otras cosas, “por su increíble capacidad de crear imágenes de grandes espacios abiertos en estudio”, de una belleza que nadie ha podido igualar. Los genios nunca mueren: son imitados, apropiados, reconstruidos.