El chico de Asakusa 7 puntos
Asakusa Kid, Japón, 2021
Dirección y guión: Gekidan Hitori, sobre libro homónimo de Takeshi Kitano.
Duración: 122 minutos
Intérpretes: Yûya Yagira, Mugi Kadowaki, Yo Ôizumi, Nobuyuki Tsuchiya
Estreno en Netflix.
A primera vista, El chico de Asakusa parece una película mil veces vista. La historia del ascenso del protagonista, de la nada al estrellato, producto de un momento clave de decisión. A su lado, la chica linda, inconquistable, a la que el héroe desarma casi sin querer, gracias a su simpatía e ingenuidad. Y un personaje, el maestro del protagonista, que describe el trayecto contrario, del éxito al fracaso. Sin embargo, mirando más en detalle se verá que el segundo largo escrito y dirigido por Gekidan Hitori --dos décadas como actor de cine y televisión-- practica desvíos en casi todas las líneas. (Atención que vienen spoilers). Entre el chico y la chica no hay ni un beso. La chica parece tener todo el futuro por delante, y sin embargo… No hay padres que apoyen al protagonista o que, por el contrario, se opongan a su vocación artística. El héroe llega adonde ansía. Pero esa meta no es la gloria, sino un simple logro terrenal. Además, claro, hay un dato irresistible: la de El chico de Asakusa es la historia de la primera parte de la vida artística de Takeshi Kitano.
Antes de convertirse en uno de los cineastas más inspirados y audaces de los 90, Kitano fue durante veinte años Beat Takeshi, el más famoso cómico de la televisión japonesa. Su marca en el orillo eran las bromas pesadas, negras y escatológicas. Basada en sus memorias del mismo nombre, El chico de Asakusa narra los comienzos de Beat Takeshi en los años 70, en los clubes más piojosos del barrio de ese nombre, que no era Broadway precisamente. Una de las mitades de un dúo cómico estilo Abbott y Costello, basado en la mecánica gancho-pie-remate, para esa época el estilo humorístico de Takeshi (Yûya Yagira, un pibe de lo más querible) y su compañero Kiyoshi (Nobuyuki Tsuchiya) ya atrasaba unos veinte años. Igual nadie se entera, su público son una docena de tipos solitarios. Precioso el gag en el que el único espectador se para y pide permiso para ir al baño y volver, y Takeshi y Kiyoshi se quedan esperando.
Como corresponde en estos casos, un cómico más experimentado adivina que detrás de esas rutinas trajinadas algún talento hay y se convierte en padrino artístico del veinteañero Takeshi. El Pigmalión del caso es uno de esos que se comportan como sargentones, pero en el fondo saben que a su Doolittle sólo hay que pulirlo un poco para que salga bueno. En Japón esta dupla maestro-discípulo tiene un peso, un sentido, una centralidad cultural que en Occidente no existe. Por eso, cuando la relación se invierte, Takeshi, ya por entonces Beat (el maestro le enseñó a bailar tap, de ahí el apodo) termina sucediéndolo, como haría un hijo fiel con su padre adoptivo. Hay una clave para que la convención deje de ser convención y se convierta en convicción: que el narrador crea en sus personajes y los quiera, que los entienda, que no se ponga por sobre ellos y no los use como fichas de un tablero.
El Beat Takeshi de Yagira tiene la mirada de asombro de un chico, aunque su rostro esté cruzado ya por el latigazo eléctrico que caracterizaría a Kitano más tarde. Chiharu (Mugi Kadowaki) es la chica linda que se hace popular con poca ropa, y que cuando quiere cantar encuentra que lo único que el público quiere de ella es... verla con poca ropa. Hay algo que el joven torpe aprende de su maestro, además del tap: a hacerse respetar, por muy cómico que sea. Aunque para eso haya que pelearse con el público. “Soy un comediante, qué te pasa”, le dice Senzaburo (Yo Ôizumi) a un espectador molesto, para legar luego su credo al alumno: “No importa qué es lo que el público crea gracioso; enseñale vos qué es lo gracioso”. Pensándolo bien, tal vez El chico de Asakusa sea la historia de un maestro zen y su alumno. O de un artista de vanguardia, dispuesto a violentar al espectador en su butaca, como quien le clava a un tipo un palillo de madera en la oreja.