Cuánto dolor, cuántas carreras, cuánta hondura sobrevendrá con el vacío de tu ausencia.
Más de la mitad de su vida, Elvira Sánchez vivió para luchar por Miguel. La madrugada del 8 de enero de 1978 le dio el último abrazo. Presentía la despedida porque entre seis y ocho tipos de civil – con ropa deportiva – lo arrancaron de su casa en Villa España, Berazategui. De diez hermanos, él era el más chico. Ella le llevaba once años. Maestra, lo cuidaba, lo mimaba, siempre convertida en su refugio. Miguel la llamaba mamita o petisa. La seguía como la siguió desde el ingenio tucumano de Bella Vista a Buenos Aires, al año de su partida. Buscaban un trabajo estable.
“Lo recuerdo llegando en un camión, con su valijita chiquita, rectangular, de cartón”, contó Elvira con los ojos llorosos varias décadas después. Emotiva, esa mujer que recorrió miles de kilómetros por Miguel, acaba de alcanzarlo en algún lugar. Tal vez en una de las tantas carreras por la memoria que llevan su nombre, sin marketing, pero con los principios de las causas justas.
El 29 de diciembre, recién cumplidos sus 80 años en la Navidad, un cáncer terminó con su cuerpito débil pero no podrá con su legado. Porque esa mujer seguirá entre nosotros con su voz, sus abrazos, sus luchas, sus broncas, y esa sonrisa pícara, cómplice, que animaba contra cualquier desánimo provocado por una tragedia que ella transformó en mandato: sostener a Miguel como bandera entre los 220 deportistas desaparecidos.
Valerio Piccioni, el periodista italiano que creó la Corsa di Miguel nos dice desde Roma: “la vida de Elvira fue una revancha contra el horror. Ella lo tomó de la mano a su hermano y lo llevó a dar vueltas por el mundo en Roma, en Brasil, en París, en todas las provincias de la Argentina, al norte, al sur, en Bariloche, en Santiago del Estero y en La Pampa…”
El Tano descubrió la historia del atleta detenido-desaparecido en un párrafo de la página 30, del libro El Terror y la Gloria, publicado en 1998 por Abel Gilbert y Miguel Vitagliano. Ese año, cuando soplaban los vientos de agosto, se metió en una librería sobre la porteña avenida Corrientes. Desde ese momento lo abrazó una idea: la carrera que germinó en otras carreras, y que Elvira multiplicó con el compromiso de su presencia activa, en el llano o en la montaña, en las colinas de Roma o sobre nuestra llanura, bajo un sol inclemente o el agua nieve de la Patagonia.
Elvira conservó por años un premio que Miguel sortearía después de correr la tradicional San Silvestre paulista en 1977. Pero se lo impidió la patota nocturna que lo secuestró. Ella explicó cómo tenía que costearse sus viajes cuando competía en el exterior: “Había hecho una rifa de una cámara fotográfica polaroid, que era instantánea, que la tengo todavía ahí. La hizo en el banco Provincia para cubrir los gastos del viaje. Quedó la cámara porque él la iba a rifar y la iba a entregar…”.
El corredor y poeta, el de los versos militantes (“Para vos, atleta, que desprecias la guerra y ansías la paz”) era un deportista amateur. Corría, porque – como decía Elvira – “llegó a cuarta división en Gimnasia y Esgrima La Plata, pero se dio cuenta de que sus piernas tenían velocidad y comenzó atletismo. Si no entrenaba a la mañana entrenaba a la tarde”.
Elvira queda ahora y para siempre en cientos de experiencias compartidas, multiplicada por cientos de voces, por las personas que la quisimos y nunca la olvidaremos. Como el propio Valerio, cuando visitaron juntos la escuela Ilaria Alpi, que lleva el nombre de una periodista de la TV italiana asesinada en Somalia y se levanta orgullosa en el barrio romano de Torbellamonaca. Como Gogo Morete, su amigo y vecino de Berazategui, que vio cómo su hija Sol recibió el certificado de estudios primarios en la escuela de adultos que dirigía Elvira. Como Martín Sharples, otro atleta comprometido, que en su despedida dejó estas palabras sentidas: “Ahora está con Miguel, contándole todo lo que hicimos por él. Para que su recuerdo le gane a los canallas que se lo llevaron y cuantos amigos nuevos tiene por eso”.
¡Hasta siempre, Elvira!