La luna ya había besado a Venus, Saturno y Júpiter y se mostraba en perfecta alineación en la noche de diciembre. Nosotros nos habíamos preparado para una velada rosarina en el hipódromo Independencia y todo parecía premeditado para la función, incluido el perfume del llanto de las tipas del boulevard Oroño donde estacionamos el fordcito. Ciertos aromas me recuerdan a la infancia cuando jugaba a la pelota en el parque o cuando de más grande leía Rayuela frente al laguito. Este es uno de ellos.
Otro, por ejemplo, un vago olor a celulosa del este que de vez en cuando se escapa del puerto suele despertar en mí los entrenamientos en Fábrica de Armas de la calle Ovidio Lagos que Rosario Central alquilaba para sus inferiores. Lo confundo con el sudor de la nostalgia disfrazado en ese aroma entre dulzón y café torrado. Después aparece como un ectoplasma del recuerdo el largo paredón de la Jefatura, las malezas hambrientas que van asfixiando progresivamente el camino de tierra hasta llegar a la puerta de ingreso al predio. Un sendero a pie que aprovechaba al bajar del 131 para escuchar en el mp3 temas inspiradores y rebeldes como adolescente en viaje de egresados, suerte de cafeína musical para despabilarme del último sueño de la madrugada y entrar con los ojos abiertos en los sueños recurrentes de la vigilia: triunfar como arquero en la primera de Central. Al exhalar, lamento en el suspiro el fresco espejado del rocío que se va, un matiz a alcanfor de la pomada desinflamante, la humedad del pasto recién cortado, su aroma espeso de libertad adherido como un hermano atávico al cuero de mis botines.
Un olor similar es el que me traen las barreras de eucaliptos de Alvear, que lucen sus nidos de loras despeinadas al sol de la siesta. Al pasar por ahí y levantar la vista hacia sus copas puedo sentir en el cuartito de atrás de los recuerdos el camping de los hermanos Maristas, escuchar las chicharras sin todavía saber que son chicharras y percibir el fresco movimiento que provocan sus hojas en un torso lampiño antes de juntar la toalla dubitativamente para ir a la pileta del club. Me recuerdo disminuido ante la altura de los árboles (su talla se pareció siempre a la de los dioses) y me doy cuenta que nunca tuve el disfraz de héroe. Con el solo hecho de imaginar la zambullida uno empieza a tiritar y ese frío aparente, hijo de la adrenalina, no lo provocan las primeras horas de la mañana en una cancha de agosto ni las piletas llenas con agua de pozo, sino asomarse a las puertas de ambiciosos deseos de juventud.
Ahora la noche no es oscura porque un tren de astros se guía con la luz perlada de su locomotora, o con la voz cantante. Luego de un largo tiempo salimos a orear la ropa. Nos volvimos a encontrar y el recital que había sido suspendido a comienzos de la pandemia hoy se expresaba. Fito abrió el show con el tema Piluso, Rosario siempre estuvo cerca y nos sentimos por un momento distendidos como en casa.
Miles de veces había escuchado el tema Brillante sobre el mic: en graduaciones, boliches y fin de fiestas; en noches mirando las estrellas en una reposera y con una copa de vino. Pero siempre había deseado estar en esos recitales que reproduzco incansablemente en el canal de Youtube mientras cocino; aquellos que son un cuerpo vivo, un campo de energía donde todo se canaliza hacia un mismo punto, se concentra, se potencia. Y uno sale más fuerte, más cargado, más vital.
Una de las cosas que lamento es no haber coincidido en mi vida con ese recital en Ferro allá por el 2004 donde Charly canta Seminare bajo una contundente lluvia sentado como la sirenita de Copenhague en un piano empapado; una poesía visual que guardo para los días más tristes o que evoco involuntariamente cuando mi cabeza empieza a escuchar en algún lado la intro del teclado.
Nunca en tantas veces que había escuchado los temas de Fito había podido entenderlos como una sucesión. El chico de 11 y 6 cargado de esperanza, luego del retorno a la democracia en la época alfonsinista, puede ser el mismo que el menemato convirtió en el Chico de la tapa. La música como la literatura no puede ser pensada fuera de la época en que emergieron. Es un producto social que sintetiza ideas, conceptos, que buscan contarse con esos lenguajes musicales, literarios, plástico-estéticos o el que fuera. En fin, cada artista utiliza las herramientas que tiene en la baulera y produce un mensaje vivo que mientras se siga moviendo continuará generando ecos u otros relatos, otras escrituras actualizadas y precisas para otro lugar temporal. Tal vez nunca podremos saber qué orden sideral, qué combinación de polvos estelares, producen determinadas intersecciones. Por qué se producen estas y no otras posibilidades. Los años planetarios también son demasiado universales para la vida y el entendimiento humano. Quizás no necesitemos comprender nada y esos puntos de contacto, esas convergencias o armonías que la rutina no nos permite verlas como milagros nos dejen en lo hondo de cada uno, un aroma, una imagen.