Las criaturas anfibias –novelas que experimentan sin declinar sensibilidad– trazan un camino de ecos y resonancias ahí donde la memoria inventa y suprime para oxigenarse. “Un profesor me dijo que había que escribir sobre el pasado, porque estaba lejos y podía mirarlo con distancia. Yo solo puedo escribir sobre el presente, como si fuera una escritura que no pudiera acumular, que se va borrando a si misma, que solo puede contar lo que sucede en el momento. Y después, nada. En definitiva, es algo que deja de ser escritura porque no termina nunca de estar, de plasmarse. Podría llamarla la escritura sin distancia, la escritura del presente”, dice la narradora de Weiwei (Notanpüan), primera gran novela de Agostina Luz López, dramaturga, actriz y directora que ha escrito y dirigido Mi propia playa, La laguna y la más reciente Los milagros, y que pronto volverá a actuar en Cimarrón, la obra de Romina Paula que se reestrenará en junio en el teatro Cervantes. La historia –articulada en siete momentos, del capítulo cero al seis– comienza cuando la narradora llega a una residencia de escritores en un pueblo medieval de Francia. Ahí conoce a sus compañeras de residencia, entre las que está la joven taiwanesa que se llama como el título de la novela y que lee un cuento sobre dos chicas que se conocen en Beijing y tienen un flechazo romántico. Pronto esa escritura del presente se contamina y potencia con los vestigios de las experiencias del pasado con la familia y las amigas.
Cuando Luz López (Buenos Aires, 1987) terminó la escuela secundaria, empezó a escribir narrativa y teatro en simultáneo. “Hay una energía en el teatro que hace que las cosas se direccionen más. Yo venía estudiando teatro en lo de Nora Moseinco, entonces tenía muchos amigos actores. Empecé un taller de dramaturgia con Lola Arias y hacía montajes de algunas partes de los textos que yo escribía y en esas pruebas ya empecé a dirigir en el taller. De eso a dirigir una obra no fue una distancia tan grande porque había una experiencia que estaba dada”, recuerda la escritora y directora, que hizo la carrera de Dramaturgia en la Escuela de Arte Dramático (EMAD). En narrativa pasó por los talleres de Gabriela Bejerman, José María Brindisi y trabajó especialmente los textos de Weiwei con Iosi Havilio. “Los talleres siempre me dieron mucho espacio y posibilidad de escribir”, reconoce Luz López en la entrevista con PáginaI12.
–Hacia el final de Weiwei se formula una pregunta: ¿Existe una escritura prematura? ¿Los escritores del futuro deben proclamar lo prematuro como modo de investigación?
–Me gustaba que esa narradora, que es escritora, defendiese algo de lo vulnerable, una escritura que no es que no tenga fuerza porque sí la tiene, pero que es muy sensible y que son los lectores los que la ayudan a tener fuerza. Es una escritura que no sabe tanto cómo estar en el mundo, es una escritura que tiene zonas de muchas preguntas, de muchas dudas, que trabaja con un material muy frágil, como si estuviera roto. Me gusta la idea de que el lector tiene que ayudar a ser fuerte a esa escritura porque se piensa lo contrario: que hay que conquistar al lector, que le tiene que gustar lo que escribo y me tiene que aprobar. No quiero gustarte, sino que prefiero que me ayudes a compartir esas preguntas o a compartir esa materia de incertidumbre. Como yo no sé, me interesa ver qué ven los lectores de eso que yo no sé.
–¿La escritura de la novela surgió a partir de una residencia de escritores o eso es parte de la ficción?
–Algo de la forma de la novela se terminó dando en una residencia de escritura. El texto que escribí ahí es el capítulo Weiwei, el texto del final. Yo tenía textos fragmentados sobre algunas de las amigas. En la residencia empecé a escribir sobre la residencia. No tenía ese plan, no fui a escribir sobre la residencia, fue algo que me sucedió ahí, que me inspiró a escribir, pero fue más hacia el final. Al principio entré con lo que ya tenía y fue como si ese mundo que estaba viviendo se hubiera empezado a colar en lo que escribía. Uno a veces registra cosas que van quedando en la cabeza y después yo misma me sorprendí por la atención que le estaba prestando a esta chica taiwanesa que se llama Weiwei. La novela se terminó de armar cuando volví acá y la trabajé con Iosi Havilio. La novela empieza y termina con la residencia y en el medio están otros relatos; la forma de la novela es un poco deforme, pero es una forma al fin.
–¿En qué sentido es una “forma deforme”?
–No es una novela común, pero ¿qué es una novela común hoy?… Creo que en un libro de (Alejandro) Zambra, No leer, dice que (Mario) Levrero decía que una novela es todo lo que está entre una tapa y una contratapa. La novela hoy puede ser cualquier cosa, pero al mismo tiempo puede tener distintas estructuras; una cosa más rota, más fragmentada, en ese sentido es deforme.
–En la novela es muy importante la amistad adolescente de la narradora, que tiene una historia de amor con una de sus amigas. La narradora de Weiwei puede tener novio o novia y lo va contando con mucha soltura, sin ningún prurito por lo que piense el otro, ¿no?
–La relación con una amiga es una relación de amor y quizá a veces eso puede derivar en algo sexual, pero al mismo tiempo esa relación en sí misma es muy importante y muy amorosa. El territorio de la amistad es muy libre y la narradora vive sin juicio las cosas que le van pasando, en el sentido de ir dejándose llevar, pero no por ser una marioneta a la que van moldeando, sino por ir sintiendo cosas, ir detrás de los deseos. La narradora vive las cosas internamente, no externamente, entonces como no se está mirando desde afuera no dice “soy lesbiana” o “soy heterosexual”. Vivir desde adentro te puede llevar a muchos lugares más interesantes.
–¿Por qué ese vivir desde adentro, que podría llamarse “la mirada interior amplificada”, es tan intenso?
–Cualquier ser humano, visto desde adentro, tiene mucha intensidad porque tiene mucha vastedad, mucha emoción, mucha acción y mucho pensamiento y eso uno lo puede comprobar cuando conoce a alguien en la intimidad y descubre que es intenso, no en el sentido más esquemático de la palabra, sino por su riqueza. Esa mirada interior de la narradora le permite desplegar esa vastedad, compartirla sin juicios, con todo lo que tiene adentro. Esa mirada interior es intensa porque es como una antena que está captando todo lo que le sucede. Hay algo de todo lo que está alrededor que se le va filtrando porque está su mirada interior con todas sus emociones, sus sentimientos, y también están las emociones de la gente que la rodea, de las cosas que mira… Cuando decís lo de la mirada intensa, pienso en el fondo del océano. Nunca hice buceo, pero sí snorkel en lugares con muchos colores y donde sentía una vastedad y una profundidad increíbles. Ella se pone el snorkel para mirar más adentro. En los relatos con las amigas suceden cosas que a ella la marcan, como que una amiga tuvo un brote psicótico, experiencias medio tajantes que quiebran algo de la realidad. Hay una especie de desorganización de la vida en la narradora, que pensaba que la vida era esto y esto, pero está todo lo otro también, como el brote psicótico de su amiga. Hay cosas que no es lo mismo que te pasen en cierto momento que en otros. Hay algo de esos momentos que me parecen muy luminosos de la vida, aunque es raro decirlo porque son momentos complicados.
–En la novela la narradora tiene una amiga que fue violada, otra que sufre un brote psicótico y otra que muere. ¿Son experiencias que atravesó como la narradora?
–Sí. Tomo muchas experiencias reales y las deformo muchísimo o las invento. La del brote y la violación son verdad, la de la muerte no. El brote psicótico de una amiga era también como un espejo, algo que no entendía bien qué era. Había algo de la locura, circundando al grupo de amigas, que era muy peligroso, inentendible y extraño de categorizar.
–La cuestión es que si le había pasado a ella, también les podía pasar a ustedes. ¿Tan seguras estaban de estar lejos de un brote psicótico?, podría ser la pregunta que entonces se hacían.
–¡Claro y la respuesta es no! No me sentía lejos de esa posibilidad, que es muy difícil de entender racionalmente…
–¿Las obras de teatro las escribió sola o con los actores en escena, ensayando, improvisando, haciendo aportes al texto?
–Las primeras dos obras –Mi propia playa y La laguna– los textos los escribí bastante sola, como hubiera escrito una novela. Después Los milagros fue un proceso más caótico porque tenía escritas algunas cosas, pero empecé a ensayar y algunas partes se armaron en base a mis ideas, pero con las actrices, entonces fue un proceso mucho más largo de armar la obra desde los ensayos. Ahora estoy escribiendo una obra, pero al mismo tiempo estoy investigando mucho. Estoy trabajando, inspirada en una amiga que es pintora y actriz, Denise Groesman; juntas trabajamos en Cimarrón, la obra de Romina Paula que se repone en junio en el Cervantes. Ella tiene unas pinturas que me gustaron mucho y de repente me empecé a interesar en su taller como espacio de trabajo repleto de pinturas y materiales. En lo que estoy escribiendo está esta pintora y artista visual, que tiene más o menos veintipico, casi 30, y su padre que trabaja en una oficina de turismo. Es todo muy prematuro… hablando de la escritura prematura (risas).
–¿Por qué en Weiwei la madre es una figura conflictiva?
–La relación que tiene la narradora con la madre es conflictiva, pero intensa, en el sentido que hay mucha transmisión de emociones, de saberes y de energía. La narradora quiere escapar de las definiciones de la madre, como si intentara surfear la ola de los encasillamientos. La madre aparece como una gran encasilladora y también como un personaje que infunde miedo. En un sentido condenatorio, encasillar siempre da miedo; pero tampoco hay que tenerle miedo a las definiciones.
Lugano es el nombre provisorio de un proyecto cinematográfico en que está trabajando con la actriz y directora María Alché. Es una suerte de “docuficción”, un ensamblaje de documental y ciencia ficción. “Estuvimos filmando mucho en la casa de mi abuela materna, Adelina, que es cero actriz, haciendo cosas reales como cocinando o hablando por teléfono. Mi abuela vive en Lugano, en las torres I y II, en un edifico de 21 pisos. Casi no sale de la casa y tiene relación con muchos de los vecinos que la ayudan y la acompañan al supermercado o van a charlar con ella todos los días a las siete de la tarde. Nosotras tomamos algo de ese mundo real, pero al mismo tiempo inventamos una película de ciencia ficción en donde mi personaje llega a esta torre, que es una dimensión donde las familias son asignadas. Y a mí me asignan esta abuela. Mi abuela teje a mano y va a unas clases en una iglesia. Siempre hacemos el chiste que mi abuela es la mejor actriz de todas, porque le decíamos textos y los repetía muy bien y nunca la veíamos sobreactuando”, cuenta Luz López, que es guionista y actriz en este proyecto dirigido por Alché.
–¿Qué comparten la dramaturga y la novelista? ¿Quizá un interés por desdibujar las fronteras entre la realidad y la ficción?
–Me interesa tomar muchas cosas de la realidad. Hay algo de las experiencias reales que son un material para escribir. Es lo mismo para la dramaturga y la directora, porque me interesa trabajar mucho con los actores. Cuando dirijo, me importa mucho lo que puede dar cada persona, ver qué puede aportar, qué puede traer. Y me gusta que haya ficción. En el proyecto de cine, nos gusta tomar cosas de mi abuela, pero que al mismo tiempo sea ciencia ficción. Ahora no sé qué escribiré después de Weiwei. Esta novela está muy teñida por la realidad, por las experiencias, por maneras de procesar las cosas o sentirlas. Me gusta tomar la precisión de los detalles y al mismo tiempo me gusta esa posibilidad de poder cambiar e inventar porque no tengo ninguna responsabilidad con la realidad.