EL CUENTO POR SU AUTOR

Este texto tiene varios años. Lo encontré hace poco buscando otra cosa. No encontré lo que buscaba pero sí esta especie de foto, porque para quienes escribimos los textos son eso: retratos. Veo en él los mismo temas de los que hoy mismo sigo hablando, las preguntas de siempre y la ausencia, también de siempre, de respuestas que respondan. Tal vez es como con los standards de jazz, repito y cambio cada vez. Intentando cambiar, repito, e intentando repetir, inevitablemente cambio. Como cuando buscaba algo y encontré este texto. Se los entrego para que en la lectura de ustedes se torne algo nuevo.


EL HORIZONTE Y LA VÍA

La situación era única y las explicaciones habían quedado lejos, como todas las cosas. Porque todo estaba lejos de la casa de Ana en medio de ese desierto que ni siquiera arena tenía. Sólo la casa azul, los pocos árboles que la rodeaban y la vía, subrayando nada.

La casa, sola como un error, y junto a ella la vía, siempre con la duda de haber sido olvidada. Decir “junto” en el desierto no es lo mismo que decirlo en la ciudad. Las palabras mudan de significado según la boca que las pronuncia o la tierra a la que son arrojadas. “Junto a la vía”, allí significaba a una distancia que Ana podía recorrer a pie desde la casa arrastrando la silla para sentarse a ver pasar el tren.

Ana siempre supo que la vía seguía, pero ya no era la vía de Ana, la que vivía en sus ojos con forma de V estirada como las bandadas de pájaros cuando se van.

La situación era, entonces, una casa junto a la vía y el horizonte echado por los cuatro costados.

Ana sentía que era tan única como cualquiera, y así pasaba los días, con sus libros, sus perros y sus gallinas, el viento y el violín. Hasta el día en que el tren o el tiempo dejó de correr.

¨La ciudad hace daño¨, le había dicho su madre desde niña. Por eso mismo los abuelos de Ana habían aceptado la propuesta de “el señor”, el señor dueño de todas las tierras, esas donde había perdido el apellido porque no lo necesitaba: no había más señores que él. Los abuelos habían aceptado ser puesteros allí donde casi todo termina, a cambio de una casa de dos plantas “bien equipada”. “Y azul”, había dicho el abuelo, como para dejar claro que las condiciones las ponía él. “Para que se camufle con el paisaje”, que allí no era más que cielo por todas partes.

El señor no había tenido otros candidatos para vivir tan lejos y había, entonces, hecho construir la casa. Era él también quien se encargaba de los víveres y de lo que se mandara a pedir cada quince días a través del viejo encargado.

Los libros habían sido el gran tesoro que los abuelos de Ana habían hecho traer en dos camiones grandes. “Suficientes para sobrevivir unos cuantos años¨, había dicho su abuelo como si se tratara de pan o de agua.

Los libros y los árboles. Eso era lo que había pedido la abuela: árboles. Álamos y ombúes. Los álamos formando un muro suave del lado del viento, y los ombúes gordos como dos vigilantes, al frente de la casa.

Ana recuerda a su abuelo yendo y viniendo con baldes desde la bomba de agua hasta cada uno de los árboles, o mejor dicho, los palos sin ramas que eran al principio, cuando habían llegado.

Ana se colgaba del brazo de hierro de la bomba para hacerlo bajar. El agua salía siempre helada. “De las entrañas de la tierra”, decía el abuelo, inclinado para el lado contrario al que sostenía el balde. A veces Ana le tomaba la mano de ese lado y el abuelo volvía al centro, como balanceado.

La madre de Ana había escapado un día, escondida en el carro del encargado cuando tenía apenas dieciséis años. El abuelo había ido entonces a buscarla a la ciudad. “Pero la ciudad tenía demasiadas calles”, y el abuelo había regresado solo. Ese mismo día dejó, por primera vez, de mirar los libros. Puso su silla apuntando a la ciudad, de frente al viento, y allí se quedó, con los ojos abiertos, brillantes y fijos. La abuela hizo lo mismo, sosteniéndole la mano al abuelo. Fue ella quien se lo contó a Ana cuando preguntó de dónde había venido. “De la ciudad…” comenzaba siempre el cuento.

La madre de Ana había regresado a los pocos meses sin que Ana se notara en la panza. Así había regresado, triste y diciendo que la ciudad hacía daño.

La tristeza se le fue disipando pero nunca dejó de decir lo del daño. No iba a ver el tren cuando pasaba como un rayo cortando el paisaje.

“Lleva para un lado y trae para el otro”, decía a veces. “Se repite a sí mismo y me aburre, prefiero las flores”.

Entonces Ana llevaba la silla con su abuela y se sentaban a esperar.

“¿Por qué nunca para?”.

“Porque no somos estación”, decía la abuela. “Apenas cuatro gatos”.

Y a Ana le gustaba pensar en ellos como gatos.

Tenía dos modos de mirar el tren. Si dejaba la vista clavada hacia delante el tren se borraba en una estela de colores apagados, pero Ana se había dado cuenta de que sus ojos podían perseguir unos metros al tren, moverse como si ella corriera junto a los vagones y atrapar detalles. Colores que por un momento eran nítidos, bordes claros, formas.

Mientras esperaban al tren, Ana y su abuela, sentadas en las sillas de madera y mimbre, conversaban. Si en algún momento del día surgía en Ana una pregunta que parecía más importante ella sabía que debía guardarla para cuando estuvieran esperando el tren.

Sólo cuando la madre murió, Ana, que tenía doce años, y su abuela, dejaron de esperar al tren. Como el día que el abuelo había dejado de leer cuando la hija se le fue, así también dejaron de hacer lo que siempre hacían cuando la madre de Ana le encargó que regara siempre las flores y cerró los ojos que Ana iba a extrañar.

El abuelo cavó un pozo junto a los álamos, y como el encargado acababa de pasar no pudieron pedirle un cajón.

El abuelo dijo algo de hacer uno como había leído alguna vez, pero no tenían con qué.

Entonces la abuela y Ana envolvieron a la madre con las sábanas más blancas de la casa, y la cubrieron de calas y jazmines. Una cala pequeña quedó acostada en el hueco perfecto entre el mentón hecho a un lado y el hombro redondo dorado por el sol.

No la enterraron rígida con las manos juntas en el pecho y la cabeza derecha. No. La madre de Ana parecía dormir entre flores y Ana pensó que de ese modo era imposible no soñar.

La cara de la abuela de Ana cambió. No lloraba sino que parecía haberlo hecho antes. Las cejas se le arquearon de un modo diferente y junto a su boca aparecieron dos surcos como arados en la tierra.

El abuelo en cambio, hizo lo mismo que había hecho la vez anterior: dejó de leer. Pero no puso la silla esperando nada sino que la dejó sola en la galería como si ya no sirviera, y un día se enfermó. Tosía sin parar, se inclinaba hacia delante y con los puños daba golpes contra lo que estuviera cerca. Ana le apoyaba una mano en la espalda o donde pudiera y se desesperaba por escuchar: creía que su abuelo tenía algo para decir. Pero él nunca lo decía, sólo tosía, escupía y hacía extraños ruidos con la garganta.

Un día, tosiendo, tomó la pala y salió. Hizo un pozo junto a los álamos, a unos metros de donde estaba la madre de Ana, y lo llenó de piedras.

Cuando murió, Ana y su abuela no tuvieron que cavar. Sólo quitaron las piedras que eran apenas más grandes que una papa. Él sabía que ellas tenían más paciencia que fuerza.

Cuando terminaron escribieron el nombre del abuelo en una cruz de madera que él mismo también se había encargado de hacer. Ana pensó que eso que el abuelo no había dicho debería haber sido escrito también en la madera junto a su nombre.

La abuela de Ana, con la boca entre aquellos paréntesis negros, adelgazó. Ella que siempre había sido blanda y redonda, se endureció. Como si hubiera renunciado a todo menos a sus huesos. Como si hubiera perdido todo, menos el verbo. Y así, verbo y huesos, siguió cuidando a Ana, arrastrando la silla para responder preguntas y mirar el tren.

Fue entonces cuando Ana empezó a leer. Pasaba noches enteras con los ojos clavados en las hojas amarillentas de algún libro. Ya tenía trece años y sabía que los libros no se podían morir, pero era eso lo que sentía: que no quería que los libros se murieran de abandono o de inutilidad, o tal vez quería poder hablarle a la abuela como lo hacía el abuelo para que los personajes y sus historias volvieran a poblar el tiempo.

Leyó pero lo que separaba el mundo de los libros y el de Ana siguió allí. Tenía puertas, era verdad: las tapas de los libros que Ana podía abrir. Pero por esas puertas no pasaba más que Ana y su verdad. Nada más.

Después vinieron los años en los que arrastraba las dos sillas sola y luego buscaba a la abuela en la casa. Ya no le hacía preguntas sino que la dejaba esparcir recuerdos como nubes que cambiaban de forma hasta que el tren los soplaba y desaparecían. Entonces Ana volvía a llevar, primero a la abuela y después las sillas, de regreso a la casa.

Ana se sintió sola antes de que la abuela muriera, antes de esa mañana en que fue a despertarla y la encontró más joven, con una sonrisa suave y la piel fría. Con el frío de las entrañas de la tierra, de donde venía el agua más pura.

En lugar de sábanas blancas y flores, esa vez eligió las sábanas más usadas, porque la abuela decía que eran sus favoritas. Que el tiempo lo suaviza todo, decía. Puso también hojas de los árboles y un rosario que tenía una cruz de la que el Cristo se había perdido dejando sólo la marca de unos clavos diminutos.

No fue como cuando había hecho lo mismo con su madre. No tenía a quien decirle que la abuela hubiera dicho o hecho tal cosa, no tenía con quien repartir el peso y el esfuerzo ni con quien turnarse. Si hubiera dicho una palabra, esa palabra se habría alejado eternamente sin llegar a nadie. No habría rebotado ni atravesado ni tocado ni acariciado ningún oído, ningún nombre. Tal vez habría volado hasta un día de repente caer vertical al suelo, muerta.

Cuando fue a los álamos con la pala, descubrió algo que antes, por extraño que parezca, no había visto. Siempre había creído que era un montículo de piedras que habían sobrado. El abuelo había hecho también el pozo para su mujer. Entre el suyo y el de la hija.

Ana sólo tuvo, como antes, que quitar las piedras con paciencia y escribir el nombre de la abuela en una tabla. Cuando terminó buscó otros pozos pero no había más que los tres ya ocupados.

Estaba sola con su violín, sus gallinas, sus perros, sus flores y sus libros. De noche escuchaba el viento en los álamos y las primeras veces necesitó salir y andar en camisón y descalza hasta ellos, para estar segura de que no le hablaban. Se paraba entre las cruces y las piedras y miraba las hojas temblar en lo alto. Después volvía a la casa y abría algún libro como si fuera una puerta.

Leyó más que nunca, pero en voz alta. Para los perros, las gallinas y hasta una vaca que el encargado le había traído. Regalo de parte del Señor que se había enterado de las muertes de la casa azul.

Ana aprendió a ordeñar a la vaca y hasta la llevaba a la vía con ella y los perros, a ver pasar el tren, que ya no era marrón sino blanco.

Un día pensó que la vaca merecía un nombre. Las gallinas no necesitaban uno para cada una, que las llamaran “las gallinas” les bastaba. Lo mismo que al gallo. Los perros parecían haber venido ya con un nombre en el cuerpo: Negro, Mancha, Huesos.

Pero la vaca, en cambio, parecía necesitarlo. No lo pedía porque esa vaca nunca hubiera pedido nada. Pero la miraba a Ana, cuando esperaban el tren, moviendo la boca en círculos interminables, y mostrando una falta, allí detrás de los ojos que nunca decían nada.

Y a Ana no se le ocurrió otro que el suyo: Ana. Y así llamó a la vaca.

Mientras esperaban, Ana pensaba en los libros, en el pasado, miraba la casa azul y los ombúes retorciéndose en la entrada. El cielo redondo y la línea interminable del horizonte, las vías y el punto misterioso en el que se juntaban. A veces llevaba el violín y tocaba. Siempre había tocado mal y que no mejorara hacía aún más meritorio que lo siguiera intentando.

Con la vaca atada a la silla y el violín dormido en el regazo, Ana esperaba que el tren partiera el día en dos. Tal vez si al caer dos mitades como las de una fruta, Ana pudiera, por fin, verle el centro.

Un día ocurrió algo extraño.

Unos metros antes de la casa, el tren aminoró la marcha, y pasó tan lento que Ana pudo ver los vagones, los pasajeros en las ventanillas, sus rostros, las manos de un niño pegadas al vidrio, las ropas de colores hasta los hombros y equidistantes. Y recorriéndolo todo con la vista, Ana encontró unos ojos oscuros como de tronco de árbol, de tierra mojada.

Y los ojos de Ana y esos ojos pasajeros se miraron a un lado y al otro de una cerradura que no estaba. Y como los ojos tocan mirando, ellos dos se tocaron. Por un momento, un vértice de tiempo, la punta de una aguja apenas.

Los ojos del tren le hicieron algo a Ana para lo que no tenía palabras. Si le hubieran preguntado qué es lo que había visto en esos huecos húmedos y lejanos, no habría sabido qué responder.

Después el tren aceleró de nuevo y se perdió.

Dejó un silencio que Ana nunca había escuchado antes.

“La ciudad hace daño”, decía su madre, y Ana se preguntó si aquello que le pasaba era un daño, si eso que le habían dejado los ojos del tren, era un daño, y si podría sanarse.

Esa noche no durmió. Cómo puede faltar lo que nunca estuvo, se preguntaba.

Intentó tocar el violín y las cuerdas se cortaron dando dos latigazos. Ana lo metió en su estuche como en un ataúd y corrió a los álamos.

No había viento: estaban callados. Las hojas mudas en las ramas.

Se sentó entre su madre y su abuela y se abrazó las piernas.

La noche pasó despacio mientras Ana la miraba.

A la izquierda de los álamos, del lado del que su abuelo le había dicho alguna vez que estaba el mar, vio la llegada tenue de la luz. Parecía indecisa de asomarse. Primero fue un cambio en una región azul y luego los demás colores. La luz la empujaba y la noche se iba, derrotada, por el otro lado, mientras los pájaros cantaban lo que sucedía.

Sentada entre su madre y su abuela, miró la casa. Parecía nueva. Estaba más azul y más bella que nunca.

Entró y puso en un bolso algo de ropa, algunos libros. Acarició el estuche del violín. Dejó andando el motor de la bomba de agua de la casa. Soltó a todos los animales.

Volvió a los álamos, se echó boca abajo en la tierra como si la abrazara, con la mejilla contra las piedras, de lado.

Después se levantó, agarró el bolso y empezó a caminar entre las vías.