EL CUENTO POR SU AUTOR

"Vos sos Pin" salió en mi libro de cuentos Árboles de tronco rojo y después en la antología Timbre2. Narra la historia de un personaje que se mete en un traje de monstruo para promocionar unas remeras en un festival. Algo así hice una vez para darle una mano a un amigo en unas vacaciones en Bariloche. Fue una experiencia muy extraña para mí ese deambular disfrazado entre la gente y las reacciones que generaba tanto entre los más chicos como entre los adultos, reacciones que iban desde patadas y tironeos pasando por notitas afectuosas y abrazos. Acá hay un cuento, me acuerdo que pensé al otro día. Tomé muchas notas, desde las sensaciones físicas de estar ahí adentro del disfraz hasta los detalles de lo que había pasado. Es que además de lo bizarro de la situación, había sentido, todavía sin poder precisarlo, que había en todo eso algo más que una anécdota rara, que esa situación podía encarnar algo más de lo que aparecía en la superficie. Me propuse escribir el texto partiendo de esa experiencia pero con las antenas puestas en ir descubriendo qué era eso otro que latía en la historia. Partí desde el punto de vista extrañado del personaje, del tipo que está dentro de un disfraz entre la gente, y la historia empezó a coagular en una zona emotiva que de pronto descubrí: algo relacionado con la pérdida de la inocencia, con el juego de la ficción, con la responsabilidad que implica para con el público sostener una ficción, poner en ese juego tal intensidad que la máscara se vuelve carne. Algo de eso terminó apareciendo en la escritura y parece se trasladó al texto que suelen decirme divierte y genera buena vibra. Espero algo de eso les pase cuando lo lean.


VOS SOS PIN

Qué hacía en el festival de música de la montaña metido en un disfraz de monstruo del espacio. Un disfraz enorme de gomaespuma que me había transformado en un jorobado de dos metros, escamas de felpa, cola de renacuajo, dos bolas de telgopor como ojos y una especie de médula espinal de aletas de tiburón. Un gran escualo amarillo. Un dinosaurio contrahecho. Los chicos me preguntaban: ¿Qué sos? Y yo les respondía: Soy Pin, vine en un huevo a través del espacio, vine en un meteorito.

A veces la explicación de mi génesis se quedaba trunca porque se me acababa el aire. Adentro de ese traje chorreaba sudor como un condenado. Y encima la voz de Pin, que tenía que ser una voz teatral, una voz aguda, me obligaba a hacer un esfuerzo enorme para decir cualquier cosa. Y eso, si se daba el milagro de que los chicos no me estuvieran tironeando del traje, pateándome los talones, haciéndome tomas de karate.

Los menos me abrazaban y me decían: te quiero, Pin. Eran los menos, pero eran los que me daban fuerzas para seguir.

No era el caso de Gonzalo —como después supe que se llamaba ese pibito de corte a lo Carlitos Balá, morochazo, flaquito—, cuya única función en el mundo era torturar a ese pobre monstruo con aspecto de dinosaurio jorobado en el que me había convertido. Gonzalito me pateaba en todos los lugares donde el traje le permitía impactar con mi humanidad: en las pantorrillas, en los brazos, en las piernas. Pateaba con rabia y se reía. Un nene divino. De pronto dejaba de verlo, y ahí sentía que algo se me había prendido del traje en algún lado, un peso que tenía que arrastrar. Hubo un momento en que se agarró de la cola y se quedó prendido. Entonces empecé a dar vueltas para sacármelo de encima. Peor. No sólo no soltaba la cola sino que lanzaba unas carcajadas que llegaban a atravesar esa piel de gomaespuma que me separaba del mundo.

Gonzalito: tengo su cara grabada en la cabeza; unos ojitos negros, brillosos de maldad infantil, una voz finita, con la que no paraba de gritar: ¡Vos no sos un monstruo!, ¡es mentira!, ¡no sos un monstruo!

Cuando una semana antes de aquella noche, el Gato me había anunciado tenemos una sorpresa para vos, jamás se me hubiera ocurrido que iba a terminar disfrazado de monstruo del espacio.

Al Gato lo conocía de la época de los Jápenin. Unas fiestas que hacíamos con un amigo con quien compartía casa en Villa Ortúzar. Una vez al mes vaciábamos las piezas de muebles y todo lo que pudiera sustraerse con facilidad; lo subíamos todo a la terraza, y la casa entera se transformaba en una especie de centro cultural. El Gato estuvo desde el principio, cuando nadie apostaba a que aquello funcionaría.

Hacía tres años que no lo veía, desde que se trasladó a Bariloche donde conoció a su novia. Sobre el final de mis vacaciones en el sur pasé a visitarlo.

—Tenemos una sorpresa para vos —me había dicho—, te vas a disfrazar de Pin. Los pibes te van a cagar a palos, pero es una experiencia que no te vas a olvidar más. Ponerte el traje de Pin te cambia la vida.

—¿Qué tengo que hacer?

—Bueno, nosotros vamos a estar con Flor en el stand de las remeras y vos vas a andar disfrazado arreando a los pibes por todo el festival, regalándoles pines, intentando que vengan al puesto. Cuando te pudras largás todo y te cambiás.

La noche del festival resultó ideal: febrero, luna llena, despejado, poco viento. El puesto que habíamos armado era una estructura cubierta de telas; el toldito, una escalera de madera rústica con luces de colores y las remeras de Pin colgando por todos lados.

Flor charlaba con la gente y mostraba remeras mientras el Gato iba y venía ayudando con la organización del festival.

A medida que se acercaba el momento de calzarme el traje empezó a agarrarme un poco de miedo:

—¿Qué voy a hacer ahí metido?, ¿tengo que hacer algo gracioso?

—Vos tranquilo, cuando los pibes ven aparecer a Pin, deliran —me contestó Flor y me alcanzó un mate—. Cuando te cansés, largás todo. Con una media horita alcanza.

Tomé el mate despacio, paladeando, mientras miraba el escenario donde un pianista y un saxo tocaban un tema de jazz tranquilo; a sus espaldas, una hilera de cipreses altísimos se movía con el viento. Sobre el pasto, unas doscientas personas charlaban mirando a la banda, tomaban cerveza, comían choripanes; al lado del escenario, una pantalla gigante en la que se proyectaban imágenes psicodélicas cerca de un fogón que entibiaba a los más friolentos.

—¿Cuándo arranco?

—Cuando lo sientas.

¿Y cuándo se siente ser Pin?, me pregunté. Y si no hice la pregunta en voz alta no fue por temor al ridículo, sino porque tuve la sensación de que ya estaba listo para ser Pin.

—Ahí voy —dije y le di al mate una chupada intensa que me dio fuerza para arrancar—. Pero necesito que me ayuden a poner el traje. No tengo idea cómo se pone.

Había que buscar al Gato, que iba y venía de acá para allá, encargado del proyector, llevando y trayendo dvds, tratando de que la gente no se llevara puesto el cable del video. Cuando lo encontré, me dijo: andá yendo para la combi, ahí está el traje, andá que termino con esto y te ayudo.

Detrás del escenario había una especie de motorhome chiquita. Cuando estaba por entrar me crucé con una amiga del Gato que había conocido unos días antes. Ya dentro de la combi descubrí que al volante estaba sentado su hijito. Reía como loco mientras me señalaba su remera en la que se veía la cara de Pin. La madre lo bajó y le dijo, con gran entusiasmo:

—¿Sabías que va a venir Pin?

Yo cerré la puerta y empecé a buscar el traje entre infinidad de cajas de remeras. Estratégicamente escondida bajo una manta encontré la piel escamosa amarillo patito con su cabezota de gomaespuma. Cuando estaba intentando descifrar cómo calzarme el adefesio apareció el Gato.

—Esto va acá, y esto allá. ¿Te vas a dejar el buzo? Mirá que ahí adentro a los dos minutos estás transpirando como loco.

Me saqué el buzo. Puse esto acá y lo otro allá. Me calcé los zapatones, me acomodé la cabezota, y por primera vez me di cuenta de que el mundo, por los próximos minutos, iba a ser un mundo distinto del que había conocido hasta entonces.

Ahora mi visión estaba reducida a un rectángulo pequeño hábilmente disimulado con una malla de mosquitero, que me permitía ver sólo hacia delante, en ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el piso. Busqué al Gato en la semipenumbra de la combi. Levanté la cabezota y lo encontré, sonriendo a mi costado.

—Listo —contesté y alcé el pulgar como en las películas.

Hubo un abrazo del que sólo percibí una leve sensación, más allá de la piel de gomaespuma. Y el Gato desapareció tras la puerta.

No más salir de la combi y el nenito de antes se me vino encima.

—¡Es Pin! ¡Es Pin! —le gritaba a la madre, como solo puede gritar un pibe que no puede creer lo que está viendo.

Hubo abrazos. Hubo apretones de manos. Y por primera vez ensayé la que sería la voz de mi personaje. Una voz aguda, ridícula, que intentaba ser divertida:

—Hola, hola, ¿cómo te llamás? —Ahí nomás me di cuenta de que hablar iba a ser una tortura. La falta de aire y la transpiración, que ya nomás bajar de la combi empezaba a ganarme el cuerpo, hacían que cada palabra requiriera de un esfuerzo de respiración y modulación demasiado trabajoso. Y encima no sólo había que hablar con esa voz de pito, sino que había que gritar para que se escuchara a través del traje.

Me despedí del nene angelical con un gran abrazo. Y salí hacia el mundo real.

No más aparecer y ya se agolparon unos pibitos que jugaban al fútbol detrás del escenario. Todavía no había recibido mi primer golpe pero por las caras de demonios supe que aquellos nenes no veían en Pin a un compañerito de fútbol.

—Pásenme la pelota, pásenme la pelota —alcancé a decir, aflautadamente.

Me pasaron la pelota. Me dejaron hacer un par de gambetas. Y entonces empezó la tortura. Ya tenía cuatro o cinco prendidos del traje. Había que hacer un esfuerzo enorme para avanzar.

—Vamos a hacer una ronda —dije, con gran entusiasmo.

Pero mi propuesta no surtió el mismo efecto que en el video que había visto en casa del Gato, donde los nenitos hacían una ronda feliz con Pin en el medio.

Recibí mi primera patada. Una segunda. Me faltaba el aire. No había forma de sostener esa voz de pito. Para no estropear la magia decidí dejar de hablar.

Y correr.

Si el público menudo no apreciaba la ternura de un monstruo extraterrestre venido del espacio en un huevo que cayó en un meteorito, seguramente el público adulto, más adiestrado en las metáforas sobre los seres diferentes, que pelean por sostener su identidad en medio de un mundo que los margina… seguramente ellos entenderían el drama que encarnaba ese traje; ellos serán los aliados de Pin, pensé —claro que en términos mucho más básicos: huir de esos pibitos y hacer lo que pudiera.

Entonces escucho la voz del Gato amplificada por los altoparlantes. Deduzco que ha subido al escenario porque habla acerca del evento y las remeras. Es mi oportunidad, pienso, voy a hacer mi aparición con bombos y platillos. Entre el escenario y el público hay un corredor libre: por ahí va a pasar Pin, corriendo, va a cruzar frente a todos y todos van a preguntarse, ¿y este bicho de dónde salió? Tremenda aparición.

Entonces corro. Contento. Me siento libre de hacer el ridículo y no tener vergüenza. Quiero correr y eso es lo que hago. Corro, como si hubiera usado ese traje toda mi vida. Hasta que siento que en lugar de seguir avanzando acabo de rebotar contra algo invisible que me lanza con violencia hacia atrás. Vuelo en el aire y caigo boca arriba como los personajes de Titanes en el Ring.

—¿Qué pasó, Pin? ¿Estás bien? —pregunta el Gato desde el escenario. Y la verdad es que no sé qué acaba de pasar. Son unos segundos de duda infinita, hasta que caigo en la cuenta de que Pin se llevó puesto el cable de metal que sostiene la pantalla gigante.

No sé cómo, pero estoy bien. La densa gomaespuma de la cabezota salvó mi cabeza, que seguramente hubiera sido cercenada de no contar con mi piel postiza; mi piel de monstruo: mi salvación y mi condena.

Pataleo y sacudo los brazos como un cascarudo panza arriba. El público aplaude, delira. Ovaciones para Pin mientras entro en escena haciendo zigzags como borracho.

—Pin es la mascota de nuestras remeras. Pueden encontrarlas en el stand. Pero, ¿estás bien, Pin? —insiste el Gato con voz teatral.

Alzo los brazos en señal de victoria. Pero al segundo quedo paralizado y me desplomo en el piso como una bolsa de papas.

Puedo sentir el silencio absoluto que hay del otro lado del mundo, puedo sentir un mismo pensamiento repetido por todos: este tipo se mató, hagan algo, llamen una ambulancia.

Pego un salto y otra vez estoy de pie. El gag no habría salido mejor aunque lo hubiéramos ensayado un mes entero. El público delira: ahí están mis aliados que aplauden y ríen —¡no como esos pequeños energúmenos que me patean!—, esta gente no me pega. Pero al segundo me doy cuenta de que tampoco me defienden.

El piberío ha logrado darme alcance. En el escenario empieza a tocar otra banda y el interés de los mayores se centra en el escenario.

Ahí es cuando lo conozco a Gonzalito:

—Vos no sos un monstruo. Mirá —dice, y me pellizca.

Lo estoy viendo, sus ojitos redondos, chiquitos, llenos de desbordante energía infantil. No sé cómo ha descubierto con tanta rapidez el único intersticio por el que asoma mi piel. Un pliegue entre los guantes y el traje. Por ahí me pellizca. Todo el tiempo.

—Soy Pin. Vengo del espacio. Vine en un huevo…

—Mentira —afirma, y se me prende del brazo.

En el escenario suena un blues, un tema de Memphis, o algo parecido, una música que nunca tragué como ser humano, menos ahora como Pin y con veinte pibitos a remolque.

Los arrastro, haciendo un esfuerzo tremendo, como cuando en las películas un muerto de sed avanza en el desierto; y la imagen es buena porque todo mi cuerpo es un baño de sudor como cuando estos personajes imploran por una gota de agua en medio de las arenas calcinantes. Pero por lo que yo imploro no es por un poco de agua. Por lo que yo imploro es por un poco de paz.

Y como si en realidad existiera un dios de los monstruos, en medio de la vorágine de patadas y manotazos malintencionados, a través del rectángulo de malla en el que se ha convertido mi vista, veo a un hombre que trae en brazos a un niño pequeño.

No por esta aparición adulta los niños se calman. Todo transcurre en cámara lenta. De pronto tengo al niño frente a mi cabezota de Pin, no tendrá más de dos años, los ojos tan abiertos que parecen a punto de salirse. Extiende la mano hacia Pin, despacito, como si acercara sus deditos hacia una mariposa. Y no hace falta que le explique que soy un monstruo que vino del espacio. Él lo sabe. Está tan seguro de eso que le extiende un papelito a Pin.

—¿Y esto?, ¿qué es esto? —pregunto.

El nene no habla y no sé si es porque está paralizado de la alegría o porque todavía no sabe hablar. Es el padre el que me explica:

—Ahí, en ese papelito, él te dice que vos sos Pin.

Agarro el papel y le acaricio la cabeza con mis guantes afelpados. El niño mira al padre y me señala. Luego me abraza la cabezota con las dos manos y me besa en algún lado que no sé si es el ojo de telgopor, la cresta de dinosaurio o la aleta.

El resto de los pibes me sigue pateando, pero ahora, por primera vez, tengo fuerzas para alzar la vista y mirar alrededor.

Hay por lo menos una docena de nenes en brazos de sus padres que quieren saludarme.

—¿Cómo te llamás? —le pregunto al que está más cerca.

No me contesta. Pero me mira con la misma cara de asombro inconmensurable del nene anterior. Otro viene corriendo y me abraza:

—Te quiero, Pin —dice.

Hay otros dos que se acercan y me dicen, por lo bajo, con tono cómplice: ¿te hicieron algo, Pin?, ¿te pegaron?

Entonces comprendo algo que hasta ese momento no había podido ver porque sucedía fuera de mi campo visual. A mis espaldas, el piberío se ha dividido en dos bandos: los que quieren pegarle a Pin y los que lo defienden. Entre ellos se matan a golpes. Las madres se arremolinan para separarlos.

Aquella contemplación dura sólo unos instantes, a lo sumo un minuto de paz, que termina cuando Gonzalito, blandiendo sus pequeños puños de tirano, me vuelve a pegar en la espalda, ahora trepado —no sé cómo— a la altura de mis riñones.

Hay múltiples tomas de catch y zancadillas. No puedo avanzar por el cansancio y por el peso de los pibes. Pienso: ya está, me tiro al suelo, que sea lo que sea, no doy más.

Y me desplomo.

Al segundo tengo una montaña de pibitos encima.

Empiezo a llorar. No de verdad, sino como lloraría un Pin: a los gritos, con llanto agudo y entrecortado.

Silencio de tumba.

El peso de kilómetros de pibes desaparece en un segundo.

—Vieron, no hay que pegarle a Pin —dice una madre—. Ven, hay que tratarlo bien a Pin. Lo hicieron llorar.

No saben qué hacer. Hasta los menos crédulos —¡incluido Gonzalito!— están verdaderamente acongojados.

Me observan, preocupados, los bracitos colgando. La escena es tan devastadora que no la puedo soportar y empiezo a reírme para que se les aflojen las caras.

Error.

—¡Mentira! —grita Gonzalito— ¡Estaba llorando de mentira! —y vuelven todos a la carga.

Vuelvo a llorar, pero ahora no surte el más mínimo efecto. Las madres insisten con sus ruegos, pero ya pasó mi cuarto de hora de la suerte.

Volvemos al remolque, volvemos al sudor que arrastra cansancio. Ya no lo soporto más. Se acabó. Me saco este disfraz y a la mierda Pin y sus amigos.

Pero cuando logro llegar a la combi e intento abrir la puerta para entrar y quitarme el traje, caigo en la cuenta de que el piberío sigue tan entusiasmado como al principio. No tienen la más mínima intención de dejarme tranquilo.

¿Qué hago? ¿Les explico que soy un tipo adentro de un traje? ¿Que tengo que cambiarme? ¿Que se acabó?

Apoyo mi espaldota de dinosaurio contra el auto y tomo aire. Los pibes me rodean. Gonzalito se me acerca e intenta tironearme. Pero por primera vez Pin se defiende.

—Vos. Basta. No le pegues a Pin —digo, y lo aparto con el brazo. Esto me calma un poco. Siento que puedo manejar la situación y me digo que cada vez que un pibito me pegue, lo voy a mirar a través del rectángulo de fieltro, le voy a decir que se calme, y me lo voy a sacar de encima.

—¡Vamos, Pin! ¡Vamos! —me arenga un par.

La perspectiva que se abre, luego de haber tomado aire, es lo suficientemente alentadora como para volver a la palestra. No voy a irme a casa vencido por un grupo de pequeños forajidos que no me llegan al ombligo. Con esta idea en mente avanzo secundado por el piberío que grita alborozado. Salvo Gonzalito, que vuelve al ataque, más caliente que nunca por la afrenta que acaba de hacerle Pin.

Vuelvo a pararlo en seco.

Pin y Gonzalito se miden, cara a cara.

—¿Vos? ¿Por qué le pegás tanto a Pin?

El nene me mira con sus ojazos grandotes, ahora no tienen maldad sino algo lloroso que interpreto es una explicación muy larga, algo para lo que Gonzalito todavía no tiene palabras.

—A ver. Pedile un deseo a Pin —se me ocurre decirle— ¿Qué es lo que más, más, querés que te pase?

—Quiero ganarme la remera de Pin —contesta.

¡Será de Dios! Me ablandó de nuevo.

Entonces grito a los cuatro vientos, con verdadera voz de Pin, haciendo que la voz salga desde la nuez, como solo un extraterreste que vino en un meteorito puede gritar:

—¡A ver!, ¡¿quiénes tienen los números para el sorteo?! —Y acto seguido, traicionado por mis recuerdos de chico, los arengo al grito de ¡síganme los buenos!

Y los pibes me siguen: otra vez la marabunta; otra vez el pegote que me patea y que arrastro —a ver, vos, no le pegues a Pin—; otra vez Gonzalito colgado del brazo.

Lo encaro y le lanzo un desafío:

—¿A que no podés hacer esto? —Y empiezo a pincharme con un dedo los ojos de telgopor.

Gonzalito alza su pequeño dedo índice, lo pone frente a su ojito brilloso y se da cuenta de que no puede hacer lo que Pin insiste en hacer una y otra vez. Pero lo que sí puede, es ejecutar su pequeña venganza de niño ante un monstruo de gomaespuma. Se me cuelga de la cola y yo lo arrastro, junto con los demás, sabiéndolos una parte inevitable de mí mismo, con la fatalidad con que una locomotora arrastra a sus vagones.

Llego al stand. Flor y el Gato los reciben. Todos deliran por tener un pin de regalo y reclaman sus numeritos para el sorteo. Por un momento puedo respirar.

Lo veo a Gonzalo, firme frente al stand, recibiendo su número de la rifa con la solemnidad de un niño que recibe la hostia en su primera comunión. Se acerca y me muestra con orgullo el número nueve, que le ha tocado en suerte, igual que los años que tiene. Antes de que vuelvan a la carga manoteo un puñado de pines y empiezo a los gritos: ¡¿Quién quiere pines?!

Todos quieren.

Los lanzo al aire y la lluvia cae sobre las cabecitas; ahora todos se revuelcan por el piso y pelean por su regalo. A descansar otro poco.

En un rato Pin se va encargar del sorteo en el escenario —y no va a poder creer que entre ochenta números, ¡salga justo el nueve!—; pero antes de que eso suceda, pregunto, por lo bajo:

—¿Cuándo les parece que me saque el traje?

—Cuando lo sientas —me responde el Gato.

—¿Y cuándo deja uno de sentirse un Pin? —pregunto; y si la pregunta la hago en voz alta es porque no tengo la respuesta.

Mientras observo el escenario, con ese aire neblinoso que tiene la mirada de un Pin, esa especie de mundo colado a través de agujeritos minúsculos, de rectángulo pequeño, escucho que la banda toca un tema de Radiohead, compases galácticos, sintetizadores como abrazos de nubes de neón: lo que necesita un Pin para recordar el espacio del que proviene, para no extrañar su meteorito; y mientras los pibes siguen entretenidos en el stand, extiendo los brazos como si volara, y bailo, avanzando entre la gente; no camino, estoy flotando, como si mis botas de Pin flotaran en el cielo estrellado.