En el barrio de casas bajas, resoplando el aire caliente del verano, pasado el mediodía, éramos muchos los nenes y nenas que mientras nuestros padres miraban televisión, pegábamos la oreja a la ventana.
A esa hora solía escucharse de lejos, y cada minuto más cerca, una voz masculina aflautada gritando. “¡Heeelados! ¡Laponia heladooos!”. Apenas se escuchaba esa voz, la ansiedad nos sacaba a todxs a las veredas, con las monedas en las manos, para que al llegar el heladero transpirado y de saco blanco a la cuadra, arrastrando su carrito por el empedrado, todxs formáramos un remolino a su alrededor gritando ¡Vasito de frutilla! o ¡Palito de chocolate!, mientras aspirábamos ese agradable vapor frío que salía cuando abría el carrito.
Sigo trabajando, cada tanto, con Phillipe Delerm y sus dos libros sobre pequeños placeres y displaceres (El primer trago de cerveza y La siesta asesinada). Por muchas razones, pero una de las más importantes es que su trabajo permite volver al mundo sensorial, a nuestros sentidos, a lo que vivimos y experimentamos gracias al gusto, al olfato, al tacto, corporalmente, porque eso es lo que yace bajo todo lo demás. Como la magdalena de Proust, pero expandida a decenas de escenas cotidianas aparentemente insignificantes que sin embargo nos han acompañado toda la vida, convertidas muchas veces en huéspedes del inconsciente y otras, en fragmentos de sueños y muy pocas, en recuerdos.
He hablado ya en alguna nota sobre su pericia inigualable para describir cómo entra y es recibido en la boca el primer trago de cerveza, en el texto que lleva ese nombre. Delerm muestra cómo se puede narrar el encuentro del líquido amargo que rebotaba, en ese primer trago, contra el paladar. Los tragos siguientes ya no podrían nunca tener el poder impactante del primero.
En estos días calurosos en todas las dimensiones que a una se le ocurran, por una memoria emotiva salida de la mismísima nada, volví a escuchar de lejos aquella voz aflautada, tan lejos de los deliverys y los freezers. Volvió y trajo a su vez el recuerdo de una época en la que todo parecía sencillo: pegar la oreja a la ventana y esperar ese grito, Laponia, que aunque nunca se prestó al análisis encubría frío escandinavo y renos y noches blancas, un mundo tan fantástico y extraño como el de un cuento de hadas.
La memoria guardó el contacto de los dedos infantiles con el papel manteca que cubría al palito y que a veces se quedaba pegado. Los más impacientes comenzaban su chupada y se deshacían de los restos de papel con la lengua, escupiéndolos. La consistencia del palito de chocolate Laponia puedo evocarla ahora mismo. Es parte de lo que soy.
¿Cuántas veces más en nuestras vidas recordaremos aquel instante de la infancia que nos hizo los que somos?, algo así preguntaba Paul Bowles a cámara en la película de Bertolucci basada en su novela El cielo protector.
En la novela se entiende mejor por qué Bowles eligió ese título y no el cliché de Refugio para el amor. Es la idea sobre la que se estructura todo. Lo cotidiano, lo rutinario, lo que sabemos que se espera de nosotros, lo que esperamos de los otros, la forma de vincularnos y de no dañarnos, esa vida sin sobresaltos es el cielo protector que nos salva de vivir con la conciencia de que la vida es un paseo corto, y no sabemos, aunque profesemos alguna fe, cómo y qué habrá después de que termine, o si no habrá nada.
El cielo protector es el que nos cubre como el manto de la tranquilidad necesaria para que a veces choquemos con la felicidad o su versión más carnal y popular, la alegría.
La escena de la oreja pegada a la ventana, esperando la voz del heladero, y la memoria sensible del palito Laponia, es simple, es trasladable a otras escenas en las que un sabor, un olor, un juego, un perro, un gato, un libro, un juguete o una amistad repentina se convirtió en el cielo protector de nuestra infancia.
El proyecto que trae la extrema derecha incluye precisamente la cancelación para millones de un cielo protector. Estamos frente a la obstinación de un orden mundial que se niega a aceptar que ya no es el único orden posible. La pandemia lo dice. El cambio climático lo dice. Los feminismos lo dicen. Los estallidos lo dicen. Los resultados electorales lo dicen. La pretensión de privatizar el cielo protector del 99 por ciento de la humanidad y dejarla sometida a catástrofes, a pérdidas continuas, al hambre, a la sed, a la supresión definitiva del placer en alguna dimensión, es totalmente distópica.
Son días para preguntarse por la condición humana, sellada por la conciencia de que por aquí pasamos por un tiempo tan corto que los árboles y las montañas nos miran como nosotros a las moscas. El cielo protector, ese amparo para que nuestras vidas tengan sentido y vivamos dolores pero también alegrías, no es algo privatizable. No vivimos en Meta, sino en una realidad que incluye la memoria infinitesimal de las emociones y las experiencias que tuvimos, ésas que ni nosotros recordamos pero que están ahí, para volver una tarde, para darnos noticias de los que fuimos. Es un don de la especie que el mercado ha decidido convertir en un dato. No hay resistencia política sin resistencia emocional.