EL CUENTO POR SU AUTOR

Partí de la idea del alto poder alquímico que tienen los libros y los viajes. Transmutan nuestra realidad y nos cambian a nosotros mismos. La narración comienza en un momento de restricciones que lleva a pensar en otro tiempo más amable para emprender una travesía. La acción nos traslada al año 2001, cuando el cambio de siglo parecía promisorio. Dos amigas o simplemente conocidas se trasladan juntas a otro lugar. Una de ellas, la narradora del relato es extranjera. Antes de llegar al destino prometido, pasará casi dos días vagabundeando sola en un pueblo chico y sin demasiados atractivos. Crece en ella el sentimiento de extranjería, el dolor del desarraigo que transita sobre un fino hilo de irrealidad. Finalmente, cuando llega al destino deseado, que la remite al aprendizaje y a los libros leídos en su infancia, todo dará un giro en su interior, incluso aparecerá la perspectiva de una amistad creciente y duradera.


VIAJE A SALAMANCA

Cuando la soledad resulta acuciante, en vez de romper el círculo de aislamiento, lo estrecho más y cualquier necesidad de salir a la calle para ir a la farmacia o al supermercado, me perturba tan tremendamente que aparece en mí una irritación sorprendente, ajena al tono que procuro mantener, una zozobra que me vuelve peligrosamente huraña. Ahora sería imposible, no sólo por las restricciones, sino por los cambios que he ido sufriendo, aceptar un viaje a cualquier parte o, como aquella vez, a un pueblo de Castilla, cuyo nombre ignoraba y no me remitía a nada ni a nadie que fueran de mi interés. Pero en el año 2001 no vivía tan encerrada en mí misma como ahora y me gustaba viajar. Cuando mi amiga me propuso que la acompañara a Peñaranda de Bracamonte, también me prometió una visita a Salamanca. Eso me entusiasmó.

Partimos en coche un jueves del mes de mayo con buen tiempo. Ángela tenía que asistir a un curso sobre bibliotecas infantiles y yo vi la oportunidad de conocer la ciudad donde se encuentra la Universidad más antigua de España, ligada a nombres ilustres como el de Fray Luis de León y Fernando de Rojas, y sólo a unos 40 kilómetros de Peñaranda.

Llegamos al pueblo a las ocho y pico de la tarde y nos alojamos en un hostal limpio y agradable, que era nuevo; en algunos aspectos mejor que un hotel de tres estrellas. A Ángela le preocupaba dónde estacionaría el coche, pero no hubo ningún problema en dejarlo en la puerta del hostal. Se trataba de un lugar pequeño, con poca gente y pocos vehículos, además de fácilmente transitable incluso para alguien como yo, que no tiene ningún sentido de la orientación. Enseguida aprendí a moverme sola.

Ya ubicadas, recorrimos un poco el pueblo, cenamos frugalmente en una cafetería que estaba al lado de la Fundación Sánchez Ruipérez, donde se hacía el curso y quizá suceda todo lo cultural. Era el edificio moderno de Peñaranda.

A la mañana siguiente, Ángela se fue temprano y yo me quedé sola, con todo el tiempo por delante en beneficio de mi parsimonia: ducha sin prisa, ordenar mi ropa -aunque al otro día hubiera que meterla de nuevo en la pequeña maleta-, y elegir, sin miradas al reloj, con qué ataviarme en esa luminosa primavera. Demorarme tanto como podía permitírmelo antes de salir al afuera y dar el concebido y consabido paseo. La verdad era que no había mucho que caminar o yo no quería alejarme demasiado del núcleo principal. Así que, en vez de andar, di vueltas. Cuando me cansé, entré en un bar cercano a la Fundación, en la plaza. Todo era pura plaza en ese pueblo organizado principalmente en torno a dos seguidas, la vieja y otra también vieja o algo menos vieja. En una, la iglesia que no pude visitar; siempre estaba cerrada. En la otra, se hallaba un templete -con una bonita cúpula, al menos eso me pareció, seguramente allí se colocarían los músicos para tocar en los días de fiesta- y la Fundación, edificio que destacaba y fue mi faro.

Como decía, me metí en ese bar que se llamaba Arsenio, ¿o Arsénico? Pensé en esa deliciosa comedia de Frank Capra, protagonizada por Gary Grant, y en la que unas encantadoras viejecitas ejecutaban, por “compasión”, su particular eutanasia. Pensé en Alejandra Pizarnik y las cincuenta pastillas de Seconal sódico que la ayudaron a llegar, como quería, sólo hasta el fondo. Formas de no repeler “los viles ataúdes que esgrime el fracaso”.

Sea como fuere que se llamara, era uno de los más agradables y concurrido también por mujeres. Me senté a una mesa del fondo, frente a la pantalla de esos televisores gigantes en los que una podría introducirse sin mermar de tamaño y desaparecer por algún pliegue ilusorio en total estado de ingravidez; imagen sin sonido, por suerte, cosa de no perturbar mi apagón interno. Había otra mesa ocupada por dos chicas con cochecitos de bebés, que hablaban. Allí, todos parecían conocerse. Pasé a sentirme la novedad o el elemento exótico. Me miraban, con cierta discreción, pero me miraban. La noche anterior, en la cafetería que está al lado de la Fundación, había un yanqui con su pinta de yanqui y un acento muy marcado bebiendo cerveza y conversando con otros hombres que seguían un partido de fútbol. Un tipo alto y de complexión normal, pero con una barriga inmensa, hinchada por el alcohol. Ya éramos dos extranjeros en el pueblo.

En Arsenio me puse a leer la guía de Salamanca. Fue llegando más gente que se saludaba y hablaban entre ellos, como si pertenecieran a una misma y gran familia. Yo no tenía ninguna o, mejor dicho, lo que quedaba estaba tan lejos, tan incomunicados unos con otros y de mí, que sólo podía considerar lo que había como vínculos de sangre tenues y perdidos. Los bebés empezaron a chillar y a competir en alaridos de gran desconsuelo. Pese a lo hiriente que resultaba, era lindo llorar así, a moco tendido. Entonces, las madres se levantaron y se fueron. Acto seguido, entraron jóvenes: dos chicas que ocuparon la mesa de las madres, unos muchachos que se sentaron detrás de la mía. No eran gritones, fue un alivio. Estuve un buen rato, una hora y media o algo así. Me leí la guía completa, que era muy mala y nada práctica.

Salí y volví a dar una vuelta por las plazas continuas y las callecitas de alrededor. Destacaban los locales de zapaterías, en el pueblo había cinco fábricas de zapatos. Me probé unas sandalias, pero me quedaron grandes y no tenían mi número. Después me fui hacia lo que llaman las afueras del pueblo, a nada más que unas calles de las plazas. Marché lento por un parque florido de rosas grandes, de distintos colores, que no despedían ninguna fragancia y, al volver sobre mis pasos, me fui a ver qué encontraba detrás de una construcción con arcadas; lo que había era otra plaza, la plaza nueva, con varias cafeterías con nombres de ciudades italianas. Café Roma, Café Venecia, ese sitio me recordó el lugar donde vivían los personajes que representan Sofía Loren y Marcello Mastroianni en Una giornata particolare. Conmovedora película de Ettore Scola, que había visto hacia finales de los setenta, cuando aún todo era para mí descubrimiento y embeleso. Ella, ama de casa con un montón de hijos. Habitaban un piso pequeño para esa media docenas de vástagos. Su marido, hombre displicente y fascista convencido. Además de autoritario, creo recordar que también engañaba con otras mujeres a su bella y sometida esposa de origen napolitano, que pasó buena parte de la película vestida con un batón barato, de esos que usaba mi abuela de entrecasa. Marcello, en cambio, era periodista o locutor, persona instruida, que había caído en desgracia. Vivía en la misma urbanización, en un apartamento prestado, en el que quizá también se escondía de los sicarios de un régimen que lo cesó de su cargo por ser homosexual y no sentirse afín con las ideas del partido. Dos vecinos que, por distintos motivos, no asisten al desfile en honor a Hitler, a ese encuentro multitudinario entre el führer y Benito Mussolini en la Roma de 1938. Ambos solos, insatisfechos, desilusionados, a quienes nadie respeta ni valora. El azar o la desesperación se encarga de reunirlos durante unas horas en las que se produce el milagro de un entendimiento entre ellos, de una extraña seducción. Mientras esto sucede, el fondo político lo da, en buena parte, el programa de una radio que escucha una anciana que hace las veces de portera y vigilante, quizá delatora de la más mínima anomalía o disidencia. La radio transmite lo que sucede ese día, también de mayo, cargado de acontecimientos de gran trascendencia histórica y fervor popular.

Esa plaza, los edificios que daban a ella, con ventanas y persianas verdes enrollables, permitían adivinar viviendas de pocos metros y muchas incomodidades, con muros finos, mal aislados, de los que, en verano, almacenan y transmiten calor abrasador y, en invierno, frío muy severo. A mí se me hizo un pedacito de Italia metida en los recuerdos escasos, aunque vívidos en sensaciones, de aquel film de Scola.

Con esas imágenes me encaminé hacia la Fundación a esperar a Ángela, pero ya había decidido que, si ella tenía que comer con la gente del curso -era un ser previsible, obligada a hacer siempre lo correcto, incluso a contracorriente de sus deseos-, yo me abría. Estaba poseída por mí misma y no me importaba seguir sola, incluso empezaba a gustarme dar paseos en solitario. Ser tan impropia como me sentía. En efecto, Ángela había decidido ir a comer con aquel grupo a quien, posiblemente, no vería nunca más en su vida. Hablarían del curso y de sus respectivos trabajos. Yo quedaría apartada, como sapo de otro pozo. Era una historia que se repetía. Así que me fui en dirección a los restaurantes que nos habían recomendado en el hostal, que eran dos, Pepe y La Marque. Comí en uno de ellos. Primero estaba sola en el comedor, el camarero me puso la televisión. Poco después, llegó una pareja con un nene pequeño. El hombre y el nene eran los mismos que estaban en la Fundación y que, como yo, esperaban a que salieran los del curso. Su mujer era una de las participantes, a ella no le dio la gana dejar al marido y al hijo para sociabilizar con los compañeros fortuitos de esas jornadas. Luego, llegaron dos muchachos que aceptaron la proposición del camarero, que a todos les ofrecía un primer plato de callos con garbanzos, especialidad de la casa. El camarero, seguramente dueño del local, era de tipo imperativo. No obstante, yo comí, de primero, gambas a la plancha y, de segundo, parrillada de pescado. No me animé a pedir la de carne, que dejan quemada por fuera y cruda por dentro. Nada estaba mal, pero tampoco realmente bueno. Bebí dos copas de vino con la intención de que me diera modorra y pudiera dormir la siesta. De postre, como a cada uno de los comensales, me endosó un flan. Tenía sabor a otros alimentos guardados en la heladera. No pude terminarlo.

Me fui a dormir la siesta y me quedé en la habitación hasta que volvió Ángela. Entonces salimos a tomar algo fresco, primero en Arsenio y después en el bar Roma de la plaza nueva. Entre uno y otro, nos detuvimos a mirar un concurso de “Bien dotados”, que se llevaba a cabo en la terraza de un bar de mucha algarabía, en el que se oía una jota castellana. El premio era un lote de embutidos ibéricos de Salamanca. Ahí estaba el yanqui que había visto la primera noche. De los cinco concursantes, él fue quien se llevó el lote por tener el barrigón más voluminoso, de 126 centímetros. Le preguntaron cómo había llegado a tener esa panza tan oronda. Orgulloso, bastante borracho ya, respondió entre carcajadas que sólo se conseguía a base de hamburguesas, patatas fritas y cerveza, mucha cerveza. Lo aplaudieron a rabiar. Inmediatamente llegó el turno de los cabezones, aquellos que no podían usar gorra ni sombrero. Si sus cónyuges les ponían los cuernos, tenían que llevarlos a la vista. Las gracias y chistes eran reídos con enorme beneplácito del público y de los propios afectados. Sus mujeres exclamaban a viva voz que también eran cabezudos. De esos que erre que erre hasta salirse con la suya. El concurso iba cobrando color y un mozo se encargó de tomar las medidas de las cabezas con una cinta métrica a esos otros cinco bien dotados. Ganó uno del pueblo, que era zapatero. Decían que, en vez de clavar los clavos con el martillo, lo hacía con la cabeza. Tenía 62 centímetros de ancho por 67 de alto. Era un macrocéfalo descomunal.

La mañana del día siguiente se me hizo corta. Salí del hostal tarde, una vez que hice mi maleta y la dejé en la recepción junto con la de Ángela. Visité el Convento de las Madres Carmelitas de Peñaranda de Bracamonte, que era lo más representativo del pueblo, según mi criterio del que nadie se puede confiar al cien por cien. Cuando llegué al Convento y entré en el patio, había una chica bastante joven que, no bien me vio, me preguntó si venía a visitarlo. Le dije que sí y me respondió que ella era la guía, que la entrada costaba 200 pesetas, precio más que razonable, y entramos a la iglesia o capilla, que era pequeña. Enseguida me introdujo en el museo, minúsculo también; detrás de unas rejas vi a una monja que desapareció enseguida. Lo más importante artísticamente hablando eran las pinturas napolitanas de Lucas Jordán. Tal como dijo la guía, lo que más me gustó fue “una pieza única en su género”, Las Postrimerías, hecha de caoba en forma de cruz con hornacinas, extraordinaria labor de modelado en cera: representaba la Muerte, el Purgatorio, el Paraíso, el Infierno y el Limbo.

La visita fue breve, pero intensa. Me encantó el silencio, la chica era grata, madura para su edad, me mostró lo que había, pero sin intención de guía, como si yo fuera una tía, todavía joven, que está de visita en el pueblo y ella la lleva a ver algo que le gusta mucho. De un enorme mueble castellano, lleno de cajones -uno estaba abierto y era tan grande que podría entrar un niño de diez años-, sacó varios folletos y me los dio, eran de las Iglesias Salmantinas. Uno (Salamanca provincia I, Diócesis de Salamanca), otro (Salamanca provincia II, Diócesis de Ciudad Rodrigo) y así sucesivamente, como si yo fuese una especie de beata que me hubiese propuesto visitar todas las iglesias del condado y, por qué no, de España. Luego, me llevó a otro rincón donde había una vitrina con trabajos que hacen las monjas, suvenires de convento; me los mostró sin aparente ánimo de venderme nada. Yo me interesé por ver qué más había allí, y lo que había, entre otras manualidades de tejido y costura, eran unos niños Jesús muy grandotes y regordetes, bien dotados, metidos en unas canastillas de mimbre de fabricación industrial. También vendían, en cerámica, carros tirados por un burrito que llevaba atrás un niño Jesús de proporciones normales. Compré el burrito y unos escapularios plastificados, que tenían un escudo y unos ángeles, también otro (no sé si era un escapulario) con unas flores pintadas. Todo eso pensaba regalárselo a Ángela, católica creyente, que se había educado en un colegio de monjas, y era realmente una santa, dechado de bondad y compostura. Pensaba, pero no lo hice. Era poca cosa y más apropiado para un niño que está por hacer la primera comunión. Esto armonizó la mañana y me sentí satisfecha. También me acerqué a la ermita, que estaba cerca del convento. Entré, pero no permanecí ni un minuto, parecía aquello tan desolado y lúgubre que me dio miedo. Durante ese minuto, eterno para mí, apareció la monja que había visto antes disolverse detrás de unas rejas del museo. Me dijo con voz trémula, pero de gran pundonor, que ella era la Virgen de los Milagros de Caacupé, que tenía un Santuario enfrente del Parque Rivadavia en Buenos Aires. Dentro de dieciocho años, me aseguró, yo llevaría las cenizas de mi madre al cinerario de esa iglesia. Que estaría sola para despedirla, ya no quedaría nadie de la familia, aunque Ángela me acompañaría y sería ella quien se encargaría por mí de ofrecer una oración para su descanso eterno. Enseguida, volvió a desaparecer. Salí de ahí como de una ensoñación: confusa, incrédula de que eso hubiera ocurrido de verdad. Era evidente que el ensimismamiento no obraba a mi favor. Yo no era judía ni católica, musulmana ni budista; nada de nada, a veces a mi pesar, otras -la mayor parte del tiempo- para sentirme libre y desposeída de todo dogma o atadura. ¿Y a qué venía ese adelanto, ese anuncio inusitado de algo que ocurriría en el futuro? ¿Quién querría saberlo? ¿De dónde había salido esa milagrosa del Paraguay? Empecé a correr para dejar atrás la tontería. Mientras me iba calmando, y volvía a mí una mirada limpia, como lucía la señora de Caacupé, tuve la sensación de que ese año del nuevo siglo, en el que tantas cosas terribles sucederían, dividía el tiempo en un después poblado sólo con momentos de una vida soñada. Lo demás sería pesadilla, una tromba de humo negro a cada paso.

Cuando Ángela acabó el curso, pedimos unas raciones en el bar-restaurante Pepe, y nos fuimos ligeras hacia Salamanca. Desde lejos, con el sol de frente, se ve monumental con su color dorado rojizo que le da la piedra con la que están construidos algunos edificios importantes. Piedra franca de Villamayor, más rosada que rojiza en realidad. Me encantó ver el Huerto de Calixto y Melibea, un jardín bien arreglado en el casco antiguo, sobre la ladera de la muralla, a los pies rendidos del Río Tormes. De chica, cuando leí que Fernando de Rojas había escrito La celestina en quince días, durante unas vacaciones, me pareció algo extraordinario.

Me hizo enorme ilusión ver el puente mencionado en el Lazarillo de Tormes, donde está el toro sin cabeza; el patio de Escuelas, con la estatua de Fray Luis de León, quien después de varios años en la cárcel, por una orden de la Inquisición, y sólo por traducir sin permiso la Biblia a lengua vulgar, volvió a retomar su cátedra de teología con aquella famosa frase: “Como decíamos ayer...”, y el aula del Edificio Histórico que lleva su nombre y recuerda al fraile agustino, poeta y humanista. Qué contento visitar un lugar con tantas referencias literarias. Aquella universidad en la que Unamuno fue rector, en la que estudiaran próceres de nuestra Independencia, como Manuel Belgrano, creador de la bandera. Tantas cosas que había leído embobada en los manuales escolares estaban ahí, existían más allá de las ilustraciones y fotografías. Era una niña con zapatos nuevos, tocada por una felicidad que no esperaba experimentar. Visitar los claustros. Sentir la reparadora frescura de los muros antiguos. Da la impresión de que no alcanza nuestra capacidad para retener el instante del asombro que una quisiera perenne en la memoria.

El viaje de regreso resultó nostálgico, como si cada kilómetro ganado hacia Madrid, en la monotonía de la ruta, fuera pérdida de unos pocos días que se cargaron de significado con esa visita a la ciudad docta o sabia, como suelen llamarla. Nos dirigíamos de vuelta a una cotidianeidad laxa, sin paliativos, como suele ser la vida corriente y de trabajo. Poco antes de que Ángela me dejara en la puerta de mi casa, le pregunté si el curso le había resultado de provecho para su profesión. Sonrió, pero continuó atenta a las señales de tráfico. Luego, cuando di por sentado que no obtendría respuesta, me comentó que había leído un volumen de relatos de Lorrie Moore, Pájaros de América. Le llamó la atención el cuento “Vida en comunidad” y, especialmente, la forma irónica con la que se define a una bibliotecaria: “persona que no sabe quién es el autor del libro, pero sabe dónde está”. Nos reímos con ganas.

Una vez sola, arrastré hacia el portal la pequeña maleta. De pronto, me detuve en seco: abrí el bolsillo exterior y extraje los souvenirs de convento. Los arrojé en el contenedor que el portero de casa ya había sacado a la calle.