A mi viejo, por sus reflexiones relacionadas siempre con la música popular.

A Eduardo Valverde, por poeta y su parecido físico con el aludido en la nota.

 

Es diciembre, el mes del encuentro –también de la furia, recordemos nuestro pasado reciente–. Jornadas donde uno propende a la reunión, a la charla con amigos o compañeros de labores, transformando un día regular en otro escenario, distinto al del resto del año. Y si de ambientes se trata, el propiciado por los bares es el ideal. En él se arma una especie de tertulia improvisada, revestida de anécdotas surgidas de la vida misma. Un fenómeno, el de la reunión de pares, perdido en los tiempos, que solo los fines de año se lo rescata. Al menos por estos lares, y en pleno siglo XXI.

No ocurre lo mismo en España, país de una larga tradición camarillera, donde todo o casi todo se resuelve en el cenáculo. Y los hay de todas las ramas de la actividad humana, contando con el de los escritores y periodistas como fuente de las más estrafalarias historias.

La acción transcurre a principios del siglo XX en un café de Madrid, frente a la Puerta del Sol, coincidentemente bajo el mes de diciembre. Allí, reunidos en torno a una breve mesa asistían Azorín, Manuel Bueno, Ruiz Castillo, Martínez Sierra, los hermanos Baroja y el gran Valle-Inclán. Pasadas las 3 de la madrugada, Bueno, que todos los días era blanco de las ironías de Inclán, enarboló su bastón dirigiéndoselo a la cabeza del gallego, que la salvó muy a pesar de su brazo. Entre los amigos lo llevaron a la casa de socorros y luego a su cuarto de pensión, donde, a los dos días, el médico le comunicó que aquello se gangrenaba y había que cortar el brazo inmediatamente. Así lo cuenta Gómez de la Serna: “Don Ramón dijo que lo corten. El médico le cloroformizó y lo cortó. Al despertar dijo a Benavente: "Cómo duele aquí", y señaló hacia la mitad del brazo que ya no tenía. Benavente solo le contestó: "No, Valle, ese brazo ya no". "Ah, sí, es verdad, habló don Ramón con una serenidad estoica”.

Luego del procedimiento quirúrgico, pasadas unas horas el escritor pregunta cuándo estaría curado, porque quería matar de un tiro al perpetrador del desgarro. Los amigos conciliadores y serios, buscaron a Manuel Bueno que, hombre de valentía probada, subió emocionado las escaleras a la pieza del poeta, y en aquel cuarto, lleno de olor a yodoformo, hubo una lacónica y magnífica reconciliación.

Valle-Inclán pocas veces aludía a esta desgracia. El provocador que supo golpear la puerta de un juez al grito de “abrid al padre de tus hijos”, sólo se lamentaba de haber echado de menos su brazo perdido al ver su niña muerta y no poder abrazarla como hubiera deseado.

Un acto extraído del desván de las letras, sintetizado de manera extraordinaria en un cafetín porteño décadas después, por los genios de Enrique Cadícamo y Aníbal Troilo, también bajo el mes de diciembre y con el nombre “Tres amigos”. Decía el tango: “Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte”.