El 11 de septiembre de 2001 el territorio de Estados Unidos dejó de ser invulnerable. Dos décadas después, el 6 de enero de 2021, el asalto al Capitolio demostró que su democracia tampoco es infalible. Ni virtuosa, ni modélica, ni como la pintan sus think tanks. Donald Trump y el culto ciego a su personalidad avasallante, ayudaron a desnudar lo que era – y es aún hoy – la estructura que ordena sus relaciones internas. Las que a su vez explican su política exterior. Esa piedra angular de un sistema de dominación que muchas naciones padecieron. Por las armas o por la asfixia económica. Ya lo decía John Quincy Adams, su sexto presidente, en 1821: “Estados Unidos no sale al mundo en busca de monstruos que destruir: desea libertad e independencia para todos, pero defiende y reivindica sólo la propia”.
Este año que empieza a transitarse no romperá la historia lineal de sus asuntos domésticos. La alta concentración de recursos se aceleró en pandemia. El 1% de su población acaparó en 2020 el 35% de la nueva riqueza creada. Es un dato de la Reserva Federal a marzo del 2021. En medio de especulaciones apocalípticas, 2022 difícilmente depare cambios alentadores. Si bien cedieron un tanto las interpretaciones sobre una posible guerra civil – como evaluó Noam Chomsky en septiembre de 2020-, el país continúa agrietado.
Con el agravante de que tiene el mayor índice mundial de armas per cápita, su irresuelto conflicto racial sigue latente, la inflación se disparó después de 39 años y se mantiene al tope de los contagios (54,9 millones) y muertes (825 mil) por Covid-19 repotenciados por sus dos últimas cepas: delta y ómicron.
El trumpismo sin Trump ya se piensa en el Partido Republicano como una alternativa para disputarle la hegemonía al Partido Demócrata en ambas cámaras. El calendario electoral fija que el 8 de noviembre habrá comicios de medio término. Las estadísticas señalan que en 75 años un nuevo presidente solo ganó las legislativas en 2002 para la Cámara de Representantes. Fue cuando George W. Bush tenía la suma del poder público y un alto nivel de aprobación por su discurso guerrerista después del ataque a las Torres Gemelas. Antes y después, dos mandatarios demócratas perdieron por nocaut. En 1994 Bill Clinton vio reducir en 54 escaños la bancada de su partido y a Barack Obama le fue peor: se quedó con 64 menos en 2010. Pese a todo, ambos fueron reelegidos dos años después.
La desmesura del magnate expresidente y sus más fervientes seguidores, un mix de nostálgicos esclavistas, el Tea Party, QAnon y adherentes a la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), permitieron que se viera lo que a menudo no se ve del sistema de votación en EE.UU.
Trump estuvo cerca de arrebatarle en el Colegio Electoral la victoria a Joe Biden en noviembre de 2020, como ya lo había logrado cuando le ganó a Hillary Clinton en 2016, pese a que la candidata demócrata sacó 2,8 millones de votos populares más. El sistema indirecto hace posible estas triquiñuelas políticas. Incluso permitió que la Corte Suprema interviniera cuando falló en el 2000 a favor de Bush (h) y en contra de Al Gore en el estado de Florida. El vice de Clinton había ganado – como Hillary – por la suma de los sufragios directos, pero no en el Colegio Electoral. El régimen vigente definió aquella polémica votación en una de las democracias de más baja participación del mundo. El voto no es obligatorio y los comicios nacionales se realizan los martes.
El Gerrymandering
La compleja trama para decidir candidaturas en todos los niveles de EE.UU es más problemática todavía si se considera al gerrymandering. ¿Qué significa este concepto tan específico e ignoto? Viene de Elbridge Gerry, firmante de la Declaración de Independencia, vicepresidente y gobernador de Massachusetts. Cada diez años, cuando se censa a la población, se redistribuyen los electores en todos los distritos: federales, por estado y en cada pueblo o ciudad. Se agrupa a los potenciales votantes en base a un sistema surgido en Estados Unidos a principios del siglo XIX. Un mapa distrital se dibuja para permitir beneficiar a un partido en detrimento de otro cuando se eligen representantes.
Esta formulación fue llevada en 2019 hasta la Corte Suprema para su impugnación, pero el tribunal decidió no intervenir. Todavía es utilizada y se atribuye más a los republicanos, pese a que los demócratas también se valieron de ella en determinados momentos.
Rich Robinson, consultor político y abogado en Silicon Valley, escribe como columnista en el medio californiano San José Spotlight. Su opinión sobre el sistema electoral de su país es elocuente: “En 2018, el voto nacional para el Senado de los Estados Unidos fue de 53 millones para los demócratas y 35 millones de votos para los republicanos. Los republicanos obtuvieron dos escaños en el Senado para aumentar su mayoría. Por lo tanto, la idea de democracia en Estados Unidos es actualmente una farsa”.
En diciembre pasado, el estado de Texas fue demandado por el Departamento de Justicia porque había redistribuido los distritos para que las minorías latina, negra y asiática – de mayor crecimiento demográfico – perdieran su potencial electoral. Un mes antes, en noviembre, una ley texana que convalidó el gobernador republicano Greg Abbot con su firma, entorpeció el derecho a votar de personas mayores, con discapacidades o que no hablan inglés para las legislativas de este año.
Ese tipo de artilugios electorales – que el actual presidente denunció por “antidemocráticos” – recrudecieron por lo que estará en juego en noviembre: las 435 bancas de la Cámara de Representantes se renuevan y 34 de los 100 escaños del Senado cuya jefatura los republicanos perdieron en simultáneo con la derrota electoral de Trump. Texas es el estado que más aumentó su población en la última década. Sus nuevos residentes son básicamente demócratas. El 7 de diciembre pasado, el diario mexicano La Jornada tituló: “gerrymandering-verguenza-de-la-democracia/">EU: gerrymandering, vergüenza de la democracia”.Desde el San José Spotlight, el especialista Robinson comparó ese sistema con el Apartheid.
La política exterior
Dice la Oficina de Democracia, Derechos Humanos y Trabajo del Departamento de Estado en su página oficial que “un objetivo central de la política exterior de Estados Unidos ha sido la promoción del respeto por los derechos humanos, tal como se plasman en la Declaración Universal de Derechos Humanos”. Algo falló o es un decorado para otros fines, como la OEA. Desde que finalizó la Guerra Fría, Estados Unidos se involucró en siete guerras como policía planetario, además de intervenciones de menor intensidad. No cuentan ahí los golpes blandos o institucionales que alentó en América Latina bajo distintos gobiernos, republicanos o demócratas, en los últimos años. Tampoco los que costaron -solo en la región- millares de víctimas desde que triunfó la Revolución Cubana, que el 1° de enero cumplió 63 años.
Una nación que no respeta la Carta de las Naciones Unidas, no parece la mejor promotora de los DDHH. Ese documento de 1945 fija que el uso de la fuerza sólo será legítimo en defensa propia o si lo autoriza el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. A Estados Unidos nunca le interesó demasiado lo que piensa el resto del mundo de sus políticas intervencionistas. Lo prueba el bloqueo aplicado a Cuba desde el 3 de febrero de 1962 que firmó John F. Kennedy. Son treinta años y veintinueve victorias diplomáticas consecutivas de la isla en la ONU, con la sola interrupción en 2020 por la pandemia. Biden, demócrata como el expresidente asesinado en Dallas en 1963, no parece inclinado a cambiar nada. El mundo seguirá siendo inseguro y la responsabilidad histórica de EE.UU está muy bien documentada.