El fin y el principio de año vino con dos malas noticias. El 31 de diciembre me llegó el resultado positivo de Covid y mi vecina Susana me dijo que se iba a vivir a La Pampa: yo soy nómade y ya no me aguanto más en la ciudad. Pero Susana, con tus 80 años ¿cómo te desprendés así de mí, con esa frase tan fresca y tan inoportuna?. A orillas del verano y en este diciembre tétrico, que me digas que te vas del barrio me hace temblar las piernas, tanto y más, que la última vez que me senté en un bar a separarme.
Susana llamó por teléfono a las 9 de la noche del 31, me contó sus planes mientras yo calentaba el arroz para la cena. ¿Estás contenta Susana?. Me dijo que sí, que se volvía al campo, con sus animales a mirar los atardeceres, lejos del ruido de la obra en construcción que no la deja dormir la siesta. Pero qué desagradecida Susana, si yo di todo de mí, trayendo amantes a mi casa para tapar el sonido de la obra a la hora de la siesta. Vos me regabas las plantas y yo te tapaba los ruidos de la obra, teníamos un trato justo.
De un día para el otro, Susana se va. Me lo cuenta desde su teléfono de línea porque no podemos despedirnos ni tomar una sidra a la distancia entre medianeras.
Susana, siento una tristeza profunda por tu partida. Con el teléfono en la mano y con el barbijo puesto se acercó a la ventana y me saludó con la mano, yo me sentí como James Stewart observando, herido, desde la ventana indiscreta, un crimen. No te preocupes que te voy a venir a visitar seguido, me dijo sonriendo y regocijándose en su futuro prometedor en el campo mientras la pirexia me enfilaba hacia los bordes de una tragedia.
Salí al patio y regué las plantas con un balde que me regaló ella. Es un recipiente de un producto de albañilería que se esmeró en limpiar para que yo no tuviera que gastar plata en comprar uno. Llené el balde con agua y lloré. Que duelo tan grande tuve que enfrentar en las últimas horas del año. Afiebrada, sin olfato y con el corazón roto.
Cuando terminé de regar, sentí unas ganas tremendas de pajearme en honor a Susana, a ese vínculo basado en su costumbre de entrar a mi casa y decirme que tengo que limpiar mejor. De entrar, porque ella siempre entraba. Entraba para mostrarme su enojo porque había dejado los rayitos de sol a la intemperie de la terraza en pleno verano. ¡Si no lo vas a cuidar! ¿Para que lo tenés?. Tenía razón. Quería honrar con una paja esa manera que tenía de enmendarme los pantalones y esa astucia para rescatar felinos de los techos. Quería celebrar el cuidado mutuo de dos vecinas, mi cuerpo, privado del contacto con ella, no tenía otra cosa para ofrecer que una masturbación.
Estaba triste pero húmeda, un escenario dado en los bordes del último día del año: el arroz sin sabor, la cama sin tender y la copita llena de menstruación. Me la saqué y me corté los pelitos de alrededor, también por ella, invocando su talento para podar. Lloré y me puse un lubricante vegano que me había regalado una amiga para navidad. Del pote salió caliente. Desde el baño sentada en el bidet miré por la ventana lo alto que estaba el jazmín. Era obra de Susana que lo regó durante años mientras yo putoneaba por ahí.
Dejé el calzoncillo a la altura de los tobillos, vi como se había enredado el jazmín en la escalera a la terraza. Tan decidido en ir hacia arriba. Yo también fui hacia arriba, cuando saqué los dedos se había formado una membrana interdigital de flujo y sangre. Me excité más y volví. Varias veces. Respiración, pulso y temperatura corporal haciendo estragos en mi cuerpo frágil y en duelo. Planta trepadora, enredada en las paredes, drenando esas flores por todos lados. Resistencia y solidaridad, como Susana. Prendí el agua del bidet y me quedé un rato ahí. Piso pélvico para arriba y para abajo. Me acordé del día en que nos conocimos, era un verano como este de mucho calor. De bienvenida, me regaló una de las limonadas más ricas que probé. Me volvió el gusto ácido como imagen en la boca, me lavé entera y me envolví en una toalla para comer el arroz. A las 12 en punto, Susana me llamó para decirme feliz año.