A la mar fui por naranjas…
Dicho así, como si fuese lo más normal del mundo. Como si hablásemos de anémonas. O de esponjas en el límite de un atolón, de mejillones sobre el lomo de una ballena. Naranjas en el mar. ¿A quién se le puede ocurrir semejante cosa? ¿Quién en su sano juicio pensaría que puede calzarse el traje de buzo, la escafandra, darse a la inmersión y volver a la costa munido de naranjas?, ¿bucear un rato y emerger, ornado en algas, con la cosecha de cítricos rebosando los brazos cual calamares criados bajo las barbas de Poseidón, que ciñe la tierra?
Y sin embargo ahí estaban estas mujeres, cantando solas, acompañándose las dos. Decían eso: que iban a buscar naranjas al mar. Yo las escuchaba. De pie, sobre la alfombra verde. Tiene que haber sido un fin de semana: un sábado, un domingo. Tiene que haber sido antes de mudarnos a Núñez. Todavía en el departamento de Lafinur, el que estaba sobre la carnicería donde colgaban los jamones con esos ganchos enormes de matarife.
A la mar fui por naranjas…
Eso decían ellas. No exactamente al unísono pero casi; cantaban en terceras, o en cuartas a veces. Se perseguían la una a la otra en el pentagrama, se encontraban. Construían, o inventaban, la idea de armonía a medida que se desplegaba esa canción exigua, absurda, antiquísima… Yo las escuchaba sobre la alfombra verde lisa; o sobre la otra, la que tenía arabescos. Pensaba: ¿cómo van a ir al mar si lo que quieren son naranjas? ¿Qué les pasa? Tiene que haber sido una mañana. Sábado o domingo a la mañana, sí. Tiene que haber sido después de la separación de mis padres. Y yo me habría detenido cerca del tocadiscos, que le estaba prohibido a mi motricidad infantil: el riesgo de rayar el vinilo, el riesgo de arruinar la púa, el riesgo de dejarnos sin música.
Pero música había. Ellas, por ejemplo. Una con la voz aguda, nacarada, de una fragilidad desafiante; la otra con un registro más bajo, y también más dulce, triste. Cantaban la del burro que estiraba la pata, arrugaba el hocico y, con el rabo tieso, moría de improviso. O la del conde que tenía voz de sirena. Una le preguntaba a la otra: ¿En qué nos parecemos tú y yo a la nieve? La otra le respondía: Tú, en lo blanca y galana; yo, en deshacerme. Y también estaba la del enamorado y la muerte, desgarradora, que terminaba justo antes de que empezara ésta con el verso que dice:
A la mar fui por naranjas…
Y alcanzaba con que cantaran eso para que yo quedase pasmado en medio de la sala, el gesto al mismo tiempo de embeleso y de incomprensión, los pies hundidos en alguna de las dos alfombras. ¿Naranjas? ¿En el mar? ¿En serio? Tiene que haber sido antes de que mi hermano comprase El lado oscuro de la luna, antes de que yo viajase solo en colectivo. Antes de irnos a México, mucho antes de que mi padre se fuese a España. Tiene que haber sido en primer grado, o segundo, porque yo ya sabía leer bastante bien, aunque no entendiera nada: “Leda y María”, “Folklore español”, Canciones del tiempo de Maricastaña. No entendía nada de nada.
Quién era Leda, yo no sabía en ese entonces. Ni qué era la investigación etnomusical, ni sabía que había personas que trataban de salvar mundos antes de que desaparecieran. Ni siquiera sabía quién era María, pese a que dos o tres libros suyos tenían su espacio en la biblioteca de nuestra habitación. ¿Había folklore de otros países? ¿Quién era Maricastaña? Nada sabía yo de todo eso. Sólo creía saber una cosa: en el mar no hay naranjas. Y sin embargo algo me mantenía suspendido, flotando en la hipnosis de las treinta y tres revoluciones por minuto y de esta postulación imposible:
A la mar fui por naranjas,
cosa que la mar no tiene…
Escuchaba esos dos versos y algo, una intelección o una clarividencia, empezaba a nacer: estas mujeres sí sabían, ellas conocían mejor que yo la idea del naranjal, el ciclo de las flores de azahar, la cosecha temprana, la cosecha tardía. Pero iban y se metían lo mismo al mar: lo hacían a sabiendas. Se zambullían, se empapaban, y volvían sin naranjas, las ropas chorreando agua y salitre, o la desnudez aterida, el ánimo frustrado, la humillación, el zarandeo de ese mar arrogante y mezquino. Y entonces ellas mismas, Walsh, Valladares, se lamentaban, parecían decirse la una a la otra:
Ay, mi dulce amor,
ese mar que ves tan bello
es un traidor.
Mencionaban también alguna cosa sobre una farola, unos marineros y unos borrachos, aunque no mucho más. Porque la canción es brevísima, dura menos de un minuto y no tiene instrumentación alguna. Sólo las voces de estas dos mujeres que van al mar por naranjas y vuelven apenas, con dos estrofitas y un estribillo: trece versos escasos arrancados a una canción tradicional asturiana. Pero Leda y María regresaban con las cabezas erguidas, dos Nereidas de iluminaciones serenas, y cantaban en el living de mi casa, sobre los ganchos de los matarifes. Tiene que haber sido en invierno por la coloración tenue de la mañana, esa luz velada, esa inclinación del eje terrestre; un fin de semana de invierno, sí. Un sábado de fines de junio, quizá. Por la mañana. Yo las escuchaba a ellas, de pie, sobre la alfombra verde, o sobre la otra, cerca del tocadiscos: se sumergían en el mar una, y otra, y otra vez. A sabiendas. Y, tal como entraban, volvían: con las manos vacías.
Y sin embargo (y sin embargo) iban y se metían de nuevo. Y lo seguirían haciendo, aparentemente, hasta que yo entendiera, o descubriera, que para buscar naranjas no hay mejor sitio, no hay jurisdicción más propicia que el mar. Hasta que me convencieran de que sufrir la traición oceánica –que es tan parecida a la traición del lenguaje– es inevitable, acaso necesario para que algo cambie.
Sebastián Martínez Daniell nació en Buenos Aires en 1971. Es escritor, editor y docente universitario. Publicó las novelas Semana (2004), Precipitaciones aisladas (2010) y Dos sherpas (2018). Además, participó de las antologías de narrativa breve Buenos Aires / Escala 1:1, Uno a uno, Hablar de mí, Golpes. Relatos y memorias de la dictadura, y del proyecto de la Oficina perambulante con Apostilla sobre la muerte de la protagonista.