“En una mano Borges, en la otra Palito Ortega”. La profética sentencia de Antonio Carrizo, dicha cuando el cantautor tucumano aún era la bestia negra del periodismo chic argentino, ilustra los extremos de un arco tensado por un debate más complejo de lo que parece. Dilucidar las claves de su éxito es un desafío que interpela a la crítica cultural, a la sociología y en menor medida –aunque no debería ser así– a la musicología.
El muchacho triste de canciones alegres. El niño cañero que se volvió millonario. El Rey de la canción amado y despreciado al mismo tiempo, capaz de sobreponerse prácticamente a todo a fuerza de empeño y sentido de la oportunidad. El protagonista de películas infames en tiempo de dictadura (Dos locos en el aire, Brigada en acción). Pero también el político que logró demorar la llegada del genocida Antonio Domingo Bussi a la gobernación de la provincia de Tucumán. En fin, el productor discográfico y de recitales que se fundió con la visita de Frank Sinatra a la Argentina y que desde Miami supo levantarse, para luego terminar “salvando” a Charly García, su némesis artística, de las drogas y de la muerte. El “cantorcito a contramano” de Gieco se convirtió así en “una metáfora de la Argentina deseada”.
Esta última expresión entrecomillada pertenece a Abel Gilbert y Pablo Alabarces, autores de un libro tan original como exhaustivo: Un muchacho como aquel: Una historia política cantada por el rey (Gourmet Musical). Combinando el género biográfico con el análisis cultural, Gilbert y Alabarces abordan un tema si se quiere incómodo (incomodidad que, en cierto modo, explica la tardanza del campo intelectual en encararlo). Lo hacen desechando el lugar común de ver a Palito como mero producto de la fábrica de ídolos puesta en marcha a partir del modelo globalizado de canción pop, y sin incurrir en la cancelación política que podría deducirse de un personaje tan generosamente ubicuo. En este sentido, cabe definir a Ortega como el hecho maldito del país musical.
Ni Pablo ni Abel parecen profesar simpatías por Palito. De hecho, no integran el tardío coro de perdonavidas. Sus voces son disonantes, pero lo son en más de un sentido. Por un lado, la discusión en torno al concepto de “colaboracionismo” que desarrollan es notable, pero al mismo tiempo deslizan ironías contra la aristocracia del gusto que prefirió desatender a Palito antes que intentar entenderlo. Después de todo, para hablar de Palito se requería lo que ahora encontramos en un solo libro: una aproximación a las expectativas de su público; un análisis de las mediaciones que lo contactaron con su audiencia; una descripción de los contextos cambiantes por los que anduvo su modestia vocal. Y obviamente el desmenuzamiento de su poética, por decirlo de algún modo. 1004 veces empleó Ortega la palabra “amor” en el total de sus canciones. “¿Qué economías del sentimiento y mercantiles ponía en juego?”, se preguntan Gilbert y Alabarces. “¿De qué manera una canción “tonta” puede tener semejante poder de captura y convertirse en la compañía de una colectividad?” Estas son preguntas para las que Alabarces y Gilbert están ampliamente entrenados. El primero, por ser el mayor experto argentino en estudios de cultura popular. El segundo, por su agudeza para el analista de las derivas políticas de la música y el sonido.
Surgido del El Club del Clan, Palito no fue el único producto de la factoría RCA gestionada por Ricardo Mejía. Ni siquiera el más talentoso en términos de experticia musical: Chico Navarro lo superaba como compositor, Johnny Tedesco tenía más vibra rockera, Violeta Rivas entonaba mejor y Leo Dan... bueno, Leo Dan era como Palito, pero llegó a superarlo –por poco, y con mercado latinoamericano– en ventas discográficas. Sin embargo, Palito fue “el más apto” en términos darwinianos. Si bien Alabarces y Gilbert reconocen que la pregunta sobre su monumental éxito sigue vigente, entre las hipótesis que arriesgan no falta –¡oh, sorpresa!– la estrictamente musical: Ortega es simple y económico con los materiales que utiliza como compositor y autor, y en esta modestia de recursos anida una idea bastante convincente de autenticidad. “En Palito Ortega tocate una que sepamos todos puede ser reemplazado por cantate una que podamos cantar todos de memoria y sin que nos demos cuenta de que la sabíamos.”
La escucha recetada de “buena música” no ha sido un buen antídoto frente a trivialidades como “Decí por qué no querés”, “Despeinada”, “Viva la vida”, “Corazón contento”, “La felicidad” y “Yo tengo fe”. (No olvidemos “Sabor a nada” y, en colaboración con María Elena Walsh –gran crossover de los ’60–, “Canción del Jacarandá” y “La ranita perdida”). Gilbert y Alabarces estudian la anatomía de un corpus que, mutatis mutandis, circuló a través generaciones y en contextos disímiles (de los cánticos de Montoneros a las arengas futboleras). Un corpus que se inició a base de twists –las observaciones sobre Palito como agente de modernización cultural es un punto alto del libro– y que siguió, amplio y difuso, entre himnos a la Roberto Carlos, giros más románticos o líricos y una revisión de raíces rocanroleras, buscando espejarse en Elvis (Pero, ¿no era Sandro el Elvis nacional?).
La fuerte presencia de Palito en el cine nacional de las décadas de 1960 y 1970 le permitió construir puentes con el sistema de estrellas que lo había precedido: Luis Sandrini, Libertad Lamarque, etc. La temprana ampliación de su radio de acción al campo de la producción lo posicionó por encima de sus pares generacionales. Especie de Zelig de la Argentina moderna, en términos políticos Palito osciló entre izquierda y derecha (acaso como el peronismo mismo) pero sin comulgar con la idea de la juventud como metáfora de cambio social. Lejos de irritar a los padres, Palito los calmó. Sus máximas ecuménicas de paz y amor impactaron en millones de oídos sin quedar asociadas al imaginario del joven rebelde. A juzgar por las canciones de Palito, felicidad y rebelión van por sendas diferentes.
¿Por qué tendemos a considerar aquel tiempo que Valeria Manzano llamó “La era de la juventud” a partir del rock argentino y desdeñamos o reducimos a la categoría de daño colateral de la industria cultural canciones y películas de alguien como Palito Ortega? La irresistible lectura de Un muchacho como aquel nos ayuda a comprender tanto la sonoridad omnipresente del ídolo popular como los silencios que inercialmente éste ha ido dejando tras su trepidante paso. ¿Dijimos un Zelig argentino? Quizá estemos ante un verdadero Terminator.