(Desde Barcelona)

UNO Aunque le dicen que no lo haga --don't do it!-- Rodríguez lo sigue haciendo: de un tiempo a esta parte, Rodríguez ya casi no escucha música nueva que suena inmediatamente vieja sino música vieja que no deja de renovarse con cada año que pasa. Así, se dedica a esas boxes cincuentenarias y museológicas que, en verdad, acaban sonando como el más enfático de los "¡Presente!" al pasar lista. ¿Por qué? Tal vez porque ahí dentro, en esos cajones, se conserva y se pone al día y se completa con extras y demos y descartes la música del soundtrack del fin de su madura infancia y del comienzo de su púber adolescencia: la que le hizo sentir por primera vez que sí estaba oyendo música y ya no apenas escuchándola.

Entonces, los ojos de Rodríguez para el relanzado y de-luxe Cahoots de The Band mientras, con los oídos, mira de nuevo el documental sobre su historia titulado Once Were Brothers, dirigido por Daniel Roher. Y está seguro de que incluso aquellos (como él) a los que no les va ni le viene Bob Dylan, nunca dejarán de agradecerle (como él) el que haya contribuido al Big Bang de quienes primero lo acompañaron en gira a lo largo y ancho del turbulento y anfetamínico y ahora conocido como Judas World Tour '66 y luego lo siguieron hasta la casa Big Pink, en Woodstock, para grabar tapes ya no underground sino de sótano. Y que, pronto, revolucionaron por sí solos la música norteamericana bajo un nombre humilde y soberbio al mismo tiempo: porque desde allí, con ese The Band, parecían decir y seguir diciendo que son nada más y nada menos que una banda pero, también, la única banda posible.

DOS Y el título del documental en cuestión (dirigido por Daniel Roher pero con producción de Martin Scorsese) parte de una idea de hermandad para que, enseguida, el subtítulo Robbie Robertson and The Band vuelva a poner sobre la mesa de sonido el problema de la explosiva implosión del gran combo. El dilema de un quinteto de multi-instrumentistas virtuosos (Levon Helm, Rick Danko, Richard Manuel, Garth Hudson y el ya mencionado Robbie Robertson) en el que todos tenían madera de líder pero, en principio, optaron por apostar a que lo que liderara fuese el sonido fundante de lo que hoy se conoce como americana. Puesto a elegir y a etiquetar, Rodríguez se/les/los inventa como a los padres fundadores del Bandido sound (que, en su momento, enloqueció a George Harrison y a buena parte de las bandas británicas por los tiempos en los que la Era de Acuario comenzaba a mutar a la Edad de Cáncer). Fue entonces, con el díptico Music from Big Pink (1968) y The Band (1969), que decidieron avanzar hacia atrás y reinventar una mitología ancestral de su territorio. Y así la constante novedad de esas canciones que parecen centenarias y futuristas a la vez. Y todas esas fotografías suyas que parecen más daguerrotipos de western-póster estilo wanted prometiendo y cumpliendo la mejor de las recompensas. Y, sí, para muchos "The Weight" es el himno nacional de USA.

En 1979, Stage Fright rompió la tendencia y cambió el paso y de pronto (cuando comienzan a percibirse los primeros síntomas de descontento y desbandada) los trajo a su presente con un puñado de temas donde ya no campeaban espacios abiertos y épicas viejas guerras sino camerinos claustrofóbicos y adictos de giras y rencillas rutinarias entre aquellos que alguna vez fueron hermanos de sangre y ahora tenían la sangre en el ojo. Cahoots (1971) profundizó el síntoma más allá de la complicidad de su título. Melodías eufóricas para versos angustiados y --según su entregado y rendido exégeta Greil Marcus en su Mistery Train-- "un álbum donde lo alguna vez tentador era de pronto literal" ya no haciendo historia sino casi siendo historia. Cahoots es uno de esos discos en los que todo lo que parecía estar firme en la tierra de pronto parece en el aire (como a fin/principio de año) y quién sabe uno cómo y dónde y de qué manera acabará cayendo. Y no es casual que el título de una de sus canciones sea la pregunta "Where Do We Go from Here?" --refiriéndose a trenes y a búfalos, pero en verdad a la un tanto oxidada y ya no tan estampida en sí misma The Band-- y a la que ahí mismo se responde con un "Nowhere".

Este aire de iluminada incertidumbre vuelve a brillar en todo su sombrío esplendor en Once Were Brothers, donde el fraternal plural del título deviene en el ya habitual para estos trámites primera persona del singular Robbie Robertson proponiendo, una vez más, su versión del asunto. Robertson es, siempre, el que (des)hace memoria más bien selectiva en su autobiografía Testimony (2016) y quien, ocasionalmente edita álbumes solistas entre la inspirada megalomanía y lo inocuo e inmediatamente olvidable. Así, de nuevo, el mismo problema de siempre para el fan. ¿Es Robertson una mezcla de Paul McCartney responsable y trabajador con cada vez más entrometida Yoko Ono dentro de la saga de The Band? De acuerdo: es un gran guitarrista y componía buena parte de los mejores temas del grupo. Pero Robertson es también aquel bandido y pícaro al que la cámara de su compañero de juergas neoyorkinas Martin Scorsese dedicaba demasiados y casi amorosos primeros planos a su gestualidad como de director de orquesta en la bienvenida despedida de un último concierto en The Last Waltz (1976).

Una cosa está clara: a lo largo de los años ninguno de sus excompañeros (quienes fueron muriendo como en una de Agatha Christie; sólo queda Garth Hudson, retirado y dejando a Robertson como único guardián y rapsoda del mito) se privó de dedicarle los más fraternales insultos. Y tal vez el origen del Apocalipsis haya estado ya en su mismo Génesis: ese bautizarse con un democrático e inclusivo The Band donde no es fácil mantener el equilibrio de bandmates. Pensar en que --más allá de ocasionales tensiones y entrada y salida de algún miembro-- Tom Petty and The Heartbreakers jamás se separaron hasta la muerte del nombre propio y propietario porque, tal vez, se llamaban, sí, Tom Petty and The Heartbreakers y las cosas claras desde el comienzo.

Por suerte, lo que permanece es la fortuna bien habida de la gran música. Y, en lo personal, para Rodríguez el ahora recuperado out-take para Cahoots del cover tan bandido y bribón del "Don't Do It" de Holland-Dozier-Holland (el que abre su concierto la última noche de 1971 en la Academy Music of New York y quedó registrado en el sublime Rock of Ages, con los arreglos para broncíneos vientos del huracán Allen Toussaint) y que para Rodríguez sigue siendo la más perfecta y excitante canción para arrancar todo año más allá de su título un tanto represor.

Después, claro, llega el lunes y, de nuevo, el pánico escénico.

En cuanto a Robbie Robertson, se supo que Bob Dylan lo llamó para invitarlo a tocar en su (incluso para Rodríguez) magistral Rough and Rowdy Ways. Robertson le contestó a su expatrón que no iba a poder hacerlo. Estaba muy ocupado con el montaje final e inminente promoción de Once Were Brothers y del soundtrack para The Irishman Scorsese y de su álbum Sinematic, incluyendo a esa canción cantando a hermanos bandoleros que ya no lo son.

Está en su ley y en el derecho de todo retorcido fuera de ley, se dice Rodríguez.

Está en banda, pienso yo.

"No lo hagas", ruega The Band como cuando The Band lo hizo, lo hace y lo seguirá haciendo, año tras año tras año, por siempre feliz y nueva.