"Hay momentos en que algo se afloja en nosotros,/ en que nos debilitamos,/ en que una sombra viene a tapar nuestro sol". Jackie Pigeaud
¿Hay algo perdido en la expresión “melancolía”? Justamente, en el nombre de una afección que parece presentar tanta dificultad y enrarecimiento del ánimo para dar algo por perdido. ¿Qué consecuencias habrá de que se haya sustituido esta palabra por el diagnóstico psiquiátrico tan difundido actualmente de “depresión”?
Pero ¿qué sentido podría tener hoy poner el acento en rescatar a la melancolía de su franco desuso, olvido o desestimación? Pregunta a la vez para sus editores (Manfred, Palavecino, Gonella) y para un libro atrapante editado en Rosario, Melancholia, de Jackie Pigeaud (ed. Otro Cauce, 2021) que nos enciende una alarma: haber suprimido la melancolía implica un rechazo de la cultura, de los seres de cultura que somos. Y si toda cultura tiene su inconsciente que la hace vivir, soñar, sufrir, en suma existir, afirma el autor, el rechazo de la Antigüedad que nos funda, sus mitos, sus dioses, sus tragedias, sus historias, sus personajes, debería llevarnos a buscar en nosotros mismos la relación con lo Antiguo que constituye nuestra vida post-moderna, en esa sensibilidad que no puede duelar una época ya terminada, que le es imposible hacerlo y, por lo tanto, decide conservarla de un modo extraño. Indagar lo que quedó de lo más lejano en el tiempo en lo más cercano, en sí mismo, porque si la cultura es lo que nos aleja de nuestro antepasado animal (Freud citado por Pigeaud) estaríamos eliminando lo que nos humanizó.
Pigeaud filólogo rastrea cómo la cultura se va creando y transformando a través del uso de las palabras y desde esta perspectiva la expresión melancolía, o su descuido, viene a ocupar el lugar de la cultura misma al tomar el autor la metáfora de la espina de Hipócrates: De la misma manera que es difícil encontrar un pez sin espinas, también lo es encontrar a un hombre que no tenga en él algo doloroso como una espina. Lo doloroso de vivir; la preocupación; la ansiedad; el malestar freudiano; las formas de la locura; la puntada en las vísceras; la angustia; las personas que viven la mímesis de las acciones trágicas sin ser héroes; la responsabilidad de volverse loco, la respuesta repetida “y, no es fácil”. La inquietud de los antiguos griegos fue diferenciar una locura efecto de una perturbación o exacerbación del alma que proviene del cuerpo y otra locura provocada por alguna inspiración divina. El autor nos ubica en la perspectiva de una investigación de los antiguos que desemboca en que no habría en verdad diferencia entre una y otra, tanto como tampoco la habría entre una locura concebida como enfermedad y otra que no.
Hay un equívoco semántico en el término melancolía (Swain, citada por Pigeaud) ya que existe al menos una locura que impregna inmediatamente al humor de todos los días, una locura a la que se pasa insensiblemente y de la que se sale del mismo modo sin ruptura segura. ¿Cómo llamarla entonces? Si ese enloquecer cotidiano asegura que no hay ruptura tajante entre el sentir del diario vivir y un diagnóstico psiquiátrico.
La melancolía estaría allí donde lo que sentimos como resto de algo vivido en el pasado no alcanza a representarse en la palabra. No se trata de que no se diga, sino de que realmente no hay palabra para decirlo, quizás porque ya es tan parte de nosotros mismos al generar una sensibilidad o estado del ánimo sufriente tan particular que no es posible saber lo que nos falta. En un reportaje, la escritora española Almudena Sánchez, quien ha escrito un libro muy vendido donde describe las sensaciones y vivencias de su depresión, declara que tuvo que acudir a medicarse porque no podía forzar la palabra. Y titula su libro, justamente, “Fármaco”, como tributo a lo que reconoce fue la ayuda que logró sacarla de un estado donde el dolor inenarrable se aferraba a la pérdida de sentido de su existencia.
El desdibujamiento de las fronteras entre el dolor de existir, la psicopatología y el diagnóstico psiquiátrico se evidencia en que es necesario medicarse para tolerar la vida. Por algo Freud pensaba que la única enfermedad era la neurosis. Retomando la perspectiva de la cultura, la define como aquella enfermedad que preserva en sus síntomas las instituciones de las cuales el neurótico se excluye, evade o rechaza, trastornando en ese pasaje tanto su yo como el territorio imaginario en el que habita su cuerpo y las imágenes que lo constituyen.