Estoy sin luz y desde que me levanto en lo único que pienso es en meterme al agua. Necesito el shock de agua fría sobre la piel y respirar humedad y olor a cloro, sentir el sol quemarme y volver al agua; y así al infinito.
Es probable que todo se remita a aquel regalo de los Reyes Magos. Cuando tenía seis años nos trajeron una pileta de fibra de vidrio celeste que cambiaría nuestros veranos en el campo para siempre. No llegaron en camello, vinieron en un camión con la pileta en la caja y atravesaron el parque mientras los chicos mirábamos azorados desde la vereda de la casa. Era tal la ansiedad que teníamos por meternos al agua que no pudieron hacer un agujero en la tierra para instalarla, la pusieron encima del pasto y armaron unas montañas de tierra a los costados para sostenerla. Pusieron un caño de boca ancha como un plato, de esos que usaban para regar las lechugas que nuestros padres vendían en el Mercado del Abasto, abrieron el agua al máximo y la pileta se llenó muy rápido. Pero antes, incluso, pusimos los pies bajo ese chorro helado e hipnótico, que dolía pero nos provocaba una excitación a la que siempre quiero volver.
Tal vez por ese bautismo de agua limpísima y congelada, decía, el ritual de la pileta sigue siendo vital para mí. Mucho más que para mis hijos, nacidos y criados en la ciudad.
Hace unos cuantos años, en la terraza puse una pileta de lona, también regalo de Reyes para mi hijo mayor. Lejos, soy la que más se mete. Llegar a casa después de un día de calor, ir directo a la terraza y sumergirme, tiene algo del momento en que te aplican la peridural: el agua, como la anestesia, da la posibilidad de tomar aire y seguir adelante. Para que eso ocurra tengo que meterme por completo bajo el agua. No como mi vieja, que siempre dejaba la cabeza afuera para no estropearse el pelo. Me voy sacando la ropa mientras subo la escalera con apuro, la dejo tirada por cualquier lado y me pongo la bikini. Por el pasillo les voy gritando a los chicos para que se sumen a la fiesta.
-¡Me voy a meter! ¡Vengan!
A veces lo hacen. La que siempre me sigue es mi perra, que me ladra pegada a los talones. Me detengo un instante frente a la pileta, como si estuviera por dar un clavado majestuoso de esos que jamás aprendí, doy un par de pasitos y estoy adentro. Vuelvo a detenerme. Siento ya un alivio, suspiro, hago el gesto de zambullirme, aunque apenas entre mi cuerpo estirado a lo largo, y me hundo dando una brazada con un pequeño envión hacia adelante, hasta tocar el borde. Me levanto, me escurro el agua de la cara y digo, aunque esté sola:
-Ahhh, está hermosa.
En el agua el tiempo se detiene. Sumerjo la cabeza, escucho ese sonido a nada que todo lo llena, o tal vez sea mi corazón. La que dictamina lo que hay que hacer es la piel, envuelta en las caricias efímeras del agua. El cuerpo es protagonista y al mismo tiempo pierdo cierta conciencia de él cuando se vuelve liviano sostenido por el agua y me imagino mucho más ágil de lo que soy.
No me quedo mucho rato en el agua. Y después me gusta andar con la malla mojada por la casa, con la piel y la cabeza frías por unas horas, como si todavía pudiera sentir bajo mis pies los mosaicos helados de arabescos verdes, luego rosados, de las casas de la infancia.
Dicen que los nadadores de verdad no hacen más que nadar, comer, dormir. No soy una gran nadadora. Nunca aprendí la técnica. Nadar se me presenta tan natural como caminar o respirar, algo que todo el mundo debería poder hacer. Y, sin embargo, no ocurre. “Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas”, dice John Cheever sobre Neddy Merrill, el protagonista de su exquisito cuento “El nadador”.
Me gusta pensar en ese cuento en el que Neddy –un hombre que ya no es joven pero da la “impresión de juventud, deporte y buen tiempo” - decide hacer la distancia que lo separa de su casa, unos trece kilómetros, nadando a través de las piscinas del condado para hacer más bello un domingo aparentemente perfecto. Imagina ese curso de agua subterráneo, esa hilera de piscinas, y decide que ese será su camino. Se acerca al borde de la pileta de la casa de unos amigos que hablan de lo mucho que tomaron la noche anterior, se saca el pullover que tiene sobre los hombros, y se lanza hasta el otro extremo (Neddy sentía un “inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina”). Emerge del agua y camina hacia la casa de al lado, -se zambulle, bracea, sale en el extremo siguiente, y luego se dirige a la otra casa. Y así.
Cada vez más cansado, cuando finalmente llega a su casa, la encuentra deshabitada.
Puede ser que como en Neddy la necesidad del agua se remonte, en realidad, a que zambullirse, de alguna manera, es volver a casa. Aunque esa casa ya no exista o, mejor dicho, porque ese viaje nos permite olvidar que esa casa ya no existe.