Aunque su origen pueda rastrearse hasta Adán, Eva y su manzana, el ideal romántico como forma dominante de construcción de relaciones de pareja es, como el ferrocarril y el telégrafo, un invento del siglo XIX. Dotado de una serie de características que cualquier lector de novelas reconocerá fácilmente (el inicio intempestivo como un descubrimiento, la promesa de eternidad, el olvido del yo, la simbiosis), este formato amoroso supuso un quiebre fundamental: bajo sus nuevas reglas y por primera vez en la historia, ya no eran las tradiciones familiares, religiosas o clánicas las que organizaban el vínculo sino la libre elección asociada a una idea de pasión, incluso de pasión sexual, que hasta el momento se sublimaba, reprimía o ignoraba. De hecho, en buena parte de la literatura que más que narrarlo lo alienta el amor romántico se presenta como el triunfo del verdadero amor sobre el cálculo racional, lo que explica que Lizzy Bennet rechace la oferta de Collins para apostar al salto al vacío de Mr. Darcy (en Orgullo y prejuicio) o que Carrie Bradshaw siga esperando en vano, eternamente a Mr. Big (en Sex and the City).
Las feministas cuestionarían más tarde la dimensión de sufrimiento que lleva implícito el ideal romántico, ese tono sacrificial que llega al extremo en heroínas trágicas como Anna Karenina o Emma Bovary, pero hay que reconocer que en su momento implicó un paso adelante en la larga marcha hacia la igualdad entre los géneros, en la medida en que transformó al amor en el primer ámbito en el que el hombre se vio forzado a reconocer que dependía de la mujer (aunque, o porque, era capaz de hacerlo sufrir). Sacudido de pesados condicionamientos religiosos y viejos prejuicios feudales, el amor romántico se convirtió en la primera forma socialmente legitimada de lo que el sociólogo inglés Anthony Giddens llama “relaciones puras”, en el sentido de que no se explican por factores externos (la dote, el dinero, el status) sino por las recompensas derivadas de la misma relación.
Pero todo cambia. Aunque todavía dominante, el ideal de amor romántico –absoluto, exclusivo, eterno– está en cuestión. Las relaciones, dice Giddens, son como los pozos petroleros: rinden mucho al principio y luego declinan, hay que invertir la misma cantidad de energía para obtener beneficios decrecientes. Esto ha llevado a una transformación hacia lo que Zygmunt Bauman define como la era del “amor líquido”, caracterizada por vínculos –más conexiones que relaciones– flexibles y cambiantes.
Como sea, la democratización del amor iniciada en el siglo XIX llegó acompañada de su gemelo maligno, su perverso doble de riesgo, su eterno espejo envenenado: el mercado. En sus revolucionarios estudios sobre la vida emocional de las sociedades contemporáneas, la socióloga marroquí Evo Illouz se propuso sacar al amor del terreno de análisis exclusivo de la psicología, que inevitablemente lo enfoca desde el punto de vista individual, para aplicarle las categorías, reglas y perspectivas de la sociología. Su tema es el fracaso amoroso, sobre todo el femenino. Y en este sentido Illouz sostiene que, si en el pasado existían patrones objetivos que permitían asignar a cada persona un valor a la hora de conseguir pareja, relacionados con el dinero, su lugar en la estructura social o ciertas cualidades como el honor (en el caso de los hombres) y el decoro (en el de las mujeres), la democratización de las relaciones produjo una mutación radical en el mercado del amor: hoy ya no pesan tanto las virtudes objetivas como nuevos criterios construidos por cada uno, un proceso de individuación que implicó enormes ganancias de libertad pero que produjo el efecto de equiparar el éxito amoroso al valor como persona y, con ello, desplazó el centro de la responsabilidad desde los factores externos al individuo, que si no consigue pareja es porque falla. No hace falta mucha imaginación para adivinar la carga de angustia que esto implica.
No sólo el amor, el sexo también se fue democratizando. Liberado de los mandatos reproductivos, heterosexuales y patriarcales que lo comprimían hasta volverlo plano y repetitivo, hoy se diversifica en miles de tentadoras opciones heterodoxas. El sociólogo Eric Fassin sostiene que estamos ante una verdadera democratización de las relaciones sexuales, no en el sentido de ejercer una sexualidad sin normas, algo que le parece tan imposible como una sociedad sin reglas, sino de aceptar que cada pareja puede regirse por las normas que ella misma consensúa, sin más prohibiciones que aquellas contempladas en el Código Penal (violencia, menores, etc.). La tesis de Fassin es transparente: si la democracia supone la capacidad de la sociedad de gobernarse a sí misma más allá de cualquier principio trascendente (Dios, el Rey o lo que sea), entonces el sexo se ha democratizado en el sentido de que se ejerce ya no según los mandatos tradicionales sino de acuerdo al gusto y placer de cada uno.
Parte de una tendencia común al mundo occidental, esta creciente democratización de la vida afectiva y sexual se verifica también en Argentina. El alfonsinismo y el kirchnerismo, es decir los dos ciclos de cambio progresista desde el 83, avanzaron en programas y leyes orientados a crear el marco para esta nueva realidad social, como la ley de divorcio vincular de 1987, la de matrimonio igualitario de 2010, la de identidad de género de 2012 y las campañas de salud reproductiva y educación sexual que se vienen desplegando en la última década. Más allá de las razones que las motivaron (en ambos casos funcionaron como recursos de reinvención política en momentos de debilidad, luego del fracaso del Plan Austral en el alfonsinismo y de la derrota de la 125 en el kirchnerismo), lo cierto es que implicaron el reconocimiento por parte del Estado de la autonomía de los ciudadanos a la hora de decidir el modo más conveniente de disfrutar de su intimidad familiar, afectiva y sexual. Y al hacerlo contribuyeron a ensanchar la agenda de la izquierda hacia nuevos temas y actores: mientras que la democratización de la vida pública y la conquista de los derechos sociales fue una tarea básicamente masculina, la democratización de la vida íntima tiene a las mujeres, las minorías sexuales y los jóvenes como grandes protagonistas.
Resultado de intensas luchas y mucho sufrimiento, este nuevo enfoque del Estado argentino sobre las relaciones humanas se verifica en algo tan concreto, y tan tremendamente importante, como la vida sexual. Si históricamente los sectores dominantes de la sociedad (básicamente los varones adultos) eran los únicos habilitados para disfrutar plenamente de su sexualidad, hoy ese derecho se ha expandido a colectivos sociales más vulnerables: las mujeres, porque las políticas de salud reproductiva les permiten acceder a métodos anticonceptivos y encarar su vida sexual sin temor al embarazo y porque la progresiva toma de conciencia social acerca de las desigualdades de género les posibilita “negociar” su sexualidad en otras condiciones (y, en el extremo, decir no); los jóvenes, porque los “nuevos pactos familiares” replantearon las relaciones inter-generacionales en términos menos represivos que en el pasado y hasta permitieron innovaciones como el sexo en casa; las minorías sexuales, porque su creciente legitimidad pública habilitó espacios que antes estaban limitados a las catacumbas y los submundos; y, por último, los mayores, aunque menos por efecto de la democratización que por impacto del viagra (de todos modos cabe preguntarse si la salvadora pildorita azul hubiera podido comercializarse en otro contexto).
Las mujeres, los jóvenes, los gays, los viejos: en el marco de una transformación acelerada de las relaciones amorosas y sexuales, los avances en materia de tolerancia a la diversidad y respeto de la diferencia ampliaron las posibilidades de disfrute de amplios sectores sociales. Por eso conviene prestar atención al retroceso sobre el cual viene advirtiendo el periodista Marcelo Zlotogwiazda: según datos aportados por la industria, la venta de preservativos cayó 25 por ciento desde la llegada de Mauricio Macri al poder. Para Felipe Kopelowicz, presidente de Tulipán, esto se debe a, por un lado, la decisión del gobierno de discontinuar las compras institucionales destinadas a las campañas de prevención. Y, por otro, a los efectos de la recesión, que ataca el bolsillo e impacta en el estado de ánimo (y la intimidad) de las personas.
Frente al desafío de evitar que el enfriamiento de la economía se convierta en impotencia del dormitorio, la sociedad argentina experimenta una regresión angustiante. Como señalamos, la mejora de los niveles de placer, en particular de los sectores más vulnerables, es una de las consecuencias más importantes y menos comentadas del afianzamiento del Estado democrático-liberal en Argentina, una silenciosa política pública de los gobiernos progresistas amenazada hoy por el mix de crisis económica, pulsión conservadora y lentitud ejecutoria que es la marca de fábrica de la gestión PRO. Fue Daniel Scioli, en una de las declaraciones más comentadas de la semana, quien sostuvo que la recesión produce una “desmotivación en todo sentido”. Maltratado por los portales de noticias, el gobernador estaba tocando una cuerda, digamos, sensible. Con buenos reflejos, la empresa Tulipán le respondió desde su cuenta de Twitter: “Con optimismo y con gel”. Y Scioli, con insospechado humor, replicó: “Con prevención, cuidándonos entre todos, con la esperanza de poner la patria en lo más alto”.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.