Después de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo entró en una nueva fase en la que el Estado comenzó a intervenir para hacer crecer la economía hasta alcanzar el pleno empleo. Luego se agregaron derechos como el acceso a la salud gratuita, la educación y las vacaciones pagas, que también permitían reducir el ahorro necesario para esas eventualidades y que ese dinero se volcara hacia el consumo y mantuviera la economía funcionando a pleno. Resumidamente, es lo que en el mundo se llamó Estado de Bienestar, el cual se viene desarticulando sin prisa pero sin pausa desde los años '70.
En la última década, gracias a una nueva oleada de plataformas que intenta hacerse un lugar en el ciberespacio, se produjo un fenómeno similar pero dirigido por el mercado y financiado, sorprendentemente, por capitales de riesgo. Ya en 2016 el investigador Evgeny Morozov se preguntaba: ¿Silicon Valley es el nuevo Estado de Bienestar? Por entonces solo pensaba en los datos que se llevaban, pero las nuevas empresas quieren también nuestro dinero.
Miles de startups se lanzaron en los últimos años con el objetivo de pegar un batacazo similar al que lograron Google o Facebook. De allí surgieron miles de emprendimientos; algunos llegaron a la Argentina como Uber, Cabify, Airbnb, Rappi, Glovo, Netflix, Hulu o los monopatines eléctricos que duraron menos que los parripollos. Sobre otros, como Maple, Munchery, ClassPass o MoviePass, la mayoría no ha escuchado hablar.
El objetivo de todas estas empresas fue crecer a toda velocidad, madrugando a los competidores para así aprovechar el efecto de red: cuando más usuarios tiene una plataforma, más se amortizan los costos fijos, pero también se atraen más comercios, más choferes, más clientes, más anunciantes en un círculo virtuoso. Es, por ejemplo, el principio que hace que uno se sume a las redes sociales en las que están sus amigos, no a la que más le gusta.
Para lograr ese "blitzscaling", como algunos lo llaman, es necesario tener una espalda financiera que permita perder dinero por un tiempo indeterminado y así desplazar a los competidores del mundo digital o del analógico. Es lo que en otro tiempo se habría llamado "dumping", es decir, ofrecer productos por debajo de los costos para eliminar a la competencia. Una vez desaparecidos los competidores, se puede comenzar a cosechar lo sembrado.
Gracias a esta economía subsidiada, los consumidores logran acceder a servicios que nunca podrían haber tenido en condiciones normales. Un periodista del New York Times, por ejemplo, contaba cómo pudo acceder por primera vez a personal de limpieza doméstica, un valet parking, lavado de ropa a domicilio o ir al cine de manera cotidiana gracias a la generosidad de los capitales de riesgo que buscaban seducirlo. En Argentina, con menos ofertas, se vivió algo similar, por ejemplo, con Uber, cuyos precios en un momento podían ser muy inferiores a los de los taxis.
Así las cosas, el que tenga la cuenta más grande terminará derrotando a los rivales. El problema es que esa lógica no puede sostenerse eternamente y será necesario vender la empresa, fusionarla, aumentar los ingresos o perecer.
Todo tiene un final
En un momento en el que la inflación en los países desarrollados vuelve a ser un tema de preocupación, el pseudo Estado de Bienestar ofrecido por la generosa mano de mercado parece estar llegando a su fin. Muchas de las startups, pese a este método subsidiado que les permitió quemar dinero a toda velocidad, no alcanzaron el volumen necesario para volverse rentables y quebraron. Otras, por una cuestión de supervivencia, deben comenzar a hacer dinero antes de que caiga su credibilidad y no quede nadie dispuesto a comprar sus acciones con alguna expectativa.
Ante la alternativa de quebrar, las empresas comenzaron a subir los precios en los últimos meses. Algo de eso llegó a la Argentina con las plataformas de streaming aplicando incrementos en sus abonos. Pero el caso paradigmático por volumen y publicidad es Uber, que dio pérdidas en sus doce años de existencia y así logró crecer (incluso, por fuera del marco legal) y reducir la disponibilidad de taxis que no pudieron competir.
Muchos usuarios de la plataforma vienen reportando un aumento en los precios y en EE.UU. atribuyen esto en parte al aumento de la demanda pospandemia y la escasez de choferes. En realidad es muy difícil saber de cuánto son los aumentos porque los precios dependen de un algoritmo que se basa en datos para calcular cuánto cobrar.
Por ejemplo, es posible que frente al mismo viaje de noche un hombre y una mujer reciban tasaciones distintas porque el algoritmo detectó que ellas están más dispuestas a pagar por llegar tranquilas a sus casas. Otros ingredientes para determinar el precio es la oferta y la demanda, la existencia de alternativas, cuánto pagaron por viajes anteriores y, de manera creciente, cuánto necesita la empresa para comenzar a ganar dinero. La forma en la que se define el precio final está encerrado en un algoritmo que funciona como una caja negra diseñada según los intereses de la empresa.
En este caso, la mano invisible del mercado se tendió generosa durante un tiempo. ¿Quién iba a convencer, hace un año, a un vecino usuario de Uber de que en el largo plazo un viaje barato podía terminar perjudicándolo?