Se murió la Nora, me dijeron mis viejos. Lo dijeron como al pasar... como si a mí no me importara. Bien podrían haberlo pensado: llevaba 23 años sin verla. Y es que cuando me voy de un lugar me voy para siempre. No regreso jamás. Me aferro y me deslumbro con el sitio al que llego como si nunca hubiera estado en ninguna parte. Pero durante muchos años, los de la infancia y la adolescencia, Dios y Nora habían sido lo más estable de mi vida, de vulnerabilidades y desconcierto. Dios iba a quererme siempre y Nora iba a llegar temprano todos los días a limpiar nuestra casa.
Robusta, firme, de una bravura tosca. No era esa clase de personas con las que uno se encariña fácil: vos te estabas meando y si la Nora justo limpiaba el antebaño... ni te atrevas a pisarlo porque desatabas una guerra. Había en el patio un bañito que salvaba esos momentos.
Cuando cumplí once años se me dio por andar besando los espejos hasta que Nora me agarró fuerte del hombro un mediodía: "Escuchá nena, buscáte un novio y dejá de ensuciar ¿me escuchaste bien?". Asentí con la cabeza. Y sí, unos años después estaba de novio con un chico bastante más grande que yo y eso me valió una paliza de mi padre. Una de las informantes más fiables de esa relación clandestina que consistía en unos besos y algún abrazo laxo fue Nora. Ella conocía muy bien el pueblo y de cada casa en que trabajaba recogía un chisme. No sé si entonces ya estaba Intrusos en la tele, pero ella hubiera empatado a Jorge Rial sin dudas y sin esfuerzo.
Nora criaba a 3 hijas sola. Se deslomaba de veras y a veces llegaba orgullosa a contarnos lo bien que le iba en los estudios a su hija más chica. Promediaba diez. Yo sabía que era cierto porque las dos íbamos a la misma escuela.
La única vez que la vi enternecerse fue cuando una de sus hijas, que acababa de cumplir 18 años, tuvo un nieto... en realidad supimos de su embarazo a la hora del parto. Nunca se atrevió a contárselo a la madre. Y de golpe el niño estaba ahí, teteando. Nora no tuvo más que palabras y gestos amorosos para ese chico que creció rodeado de amor y de mujeres, tías, abuela, madre. De eso sí me acuerdo.
Y de lo mucho que se admiró cuando supo que mi primer trabajo consistía en levantarme a las 5 de la mañana para producir un programa de radio. Ella y mi viejo nunca lograban que yo abriera los ojos antes de las siete y media. Entraba a la escuela a las ocho menos cuarto así que mi legajo estaba lleno de medias faltas. Y a fin de año siempre estaba a punto de quedar libre. Durante toda la secundaria.
Pero madrugar era la única forma de conseguir laburo en un momento en el que todos habían apostado a que no podría, a que no. Y era lo único que yo necesitaba para demostrarles que sí. A que sí...
Nora y su forma cuidadosa de dejar todo impecable. Nora y sus chismes. Nora y su puntualidad infalible.
No era una mujer endeble sino todo lo contrario. Era un ombú. Hoy diríamos que estaba re contra empoderada. Que manejaba las riendas de su vida a su antojo. Y yo la admiraba profundamente por eso desde siempre. Nunca se lo dije.
Pocas veces le decimos a la gente lo que dejó su paso en nuestra vida.
No habían dado las campanadas de las 12 con las que llegaba el año nuevo, cuando escuché su nombre y su ausencia y escribí estas líneas toscas. Un homenaje en bruto a una mujer que nunca me pasó desapercibida.