Como todo lo bueno de la vida, llegó a destiempo. Un libro pequeño, apenas quince páginas. Tapa azul, una abeja. Un título: Sobre la artesanía de las palabras. Virginia Woolf. Una editorial: Barba de abejas. Un regalo de mi amiga Vero, con la que compartimos el oficio de amar las palabras. Oficio, dice Virginia, es hacer objetos útiles con materia sólida –por ejemplo una vasija, una silla, o una mesa. Dice entonces que es incongruente hablar de oficio cuando nos referimos a las palabras.
Desde hace días pienso en el oficio del médico. El médico noble: esa especie en extinción, como la abeja. El cirujano. El enfermero. La vida de mi hermana está a salvo porque hay un cirujano aquí en Rosario que le dijo yo te puedo operar. No teníamos otra posibilidad. Ni en Buenos Aires, ese lugar que desde el Virreinato dirige nuestros destinos. Estuve ahí: lo dijo con tal seguridad, sinceridad, sin escamotear un solo detalle del riesgo de vida, que vi una ética y un compromiso que no me dejó dudas: este tipo la salva, pensé.
Y la salvó. Él y un equipo de otros cuyos nombres ahora de a poco empiezo a saber.
Las palabras no están en los diccionarios, dice Virginia, están en la mente. Y yo que siempre encuentro la adecuada, cuando quiero describir el trabajo de esa gente no la encuentro. No hay. Recuerdo un cuento de Borges, no lo quiero a Borges, pero sí que si de oficio se trata es indiscutible, porque el viejo las taladraba, las clavaba, como si mesa, como si silla. Materia sólida para él, con la que hacía objetos, sí, inútiles. Porque lo que amamos de las palabras es el lujo de su inutilidad. Por eso la poesía.
Un cuento de Borges en que decía que los dioses de ciertas religiones no se nombran.
Una vez escribí un malpuema. Los nombro así porque son, además de inútiles, imperfectos. A partir de Piglia y de Arlt me siento en paz con esa imperfección. Por eso no lo quiero al viejo. Porque nos hablaron de él, sí, pero no de Piglia y de Arlt. Nos robaron la otra parte, la de los márgenes. La mejor.
Ese malpuema lo escribí mientras cortaba un pimiento, la parte podrida. Se llama Pimiento. No entra en ningún canon literario que se respete. Dice algo como:
"con el cuchillo/ quitar la parte/ en la que nace una espuma blanca/ el inicio de la muerte en el pimiento/ proceso idéntico en todo ser viviente/ que no fue interceptado por monticas/ o algún otro suceso/ una sustancia silenciosa que avanza/ mientras, recostado/ espera/ pero/ no soy tan fácil de aceptar finales/ así que rebano, lavo, separo,/ salvo la parte sana del pimiento/ en un envase que tardará mil años/ en volver a la tierra/ es que pienso en el suceso/ del despunte verde y mínimo, un botón en la planta/ el sol/ y las lluvias/ el viento mismo/ un día el rojo y ya parece un pimiento/ de esos de la góndola/ mirá si voy a amilanarme/ por la nada que nos mueve, el otro lado/ que espere/ afuera/ silban pájaros y en breve/ los albañiles harán el comienzo del día/ que espere la muerte afuera de esta casa".
Dice dos veces suceso. Es cursi y manipulador. Pero es lo más parecido al oficio del cirujano que puedo decir.
No tengo palabras para describir cómo trabaja esa gente, Daniel Mahuad y el equipo. En este lugar portuario, caluroso y con olor a humo, por el que salimos en ciertos medios como la Sinaloa argentina. No encuentro las palabras. Pero algo como eso es lo que consiguen: que la muerte espere afuera.
María Laura Martínez
DNI 20.269.142