Entre 1968 y 1974, Skay Beilinson fue hospitalizado por un golpe de la policía en París y deportado a Londres, vio a Jimi Hendrix en vivo, regresó a La Plata, se enamoró de una díscola actriz vocacional a quien llamaban Poli, vivió de la caza durante una extrema experiencia hippie en Pigüé, formó la banda psicodélica Diplodocum Red & Brown, recibió la noticia del secuestro de su padre perpetrado por una facción de E.R.P., escapó de la represión parapolicial y, a través de su hermano Guillermo, conoció al Indio Solari. Fueron seis años: los que necesitó para definir un temperamento de un misticismo indoblegable. Eduardo Federico Beilinson es uno de los guitarristas más originales de la música argentina y, esencialmente, un ser espiritual. El sábado cumple 70 años, pero hace mucho que se desliza como un personaje sin tiempo, con aire ausente, etéreo, acaso tímido.
Quien se paró tantas veces frente a ciento de miles de personas como pivote musical de ese otro misterio que son los Redonditos, domina el arte de la invisibilidad. Cada tanto se escabulle por los senderos del Jardín Botánico de Palermo a meditar; o sale con la bolsa de compras a un mercadito ubicado a un par de cuadras de los despojos de La Esquina del Sol, en Guatemala y Gurruchaga. Pasa inadvertido. Esa invisibilidad es una construcción, un trabajo de años, su elección. “Uno si quiere se hace invisible, o si quiere llama la atención: son dos maneras de transitar por la vida. Para mí las caminatas que hago a diario significan buscar un momento de silencio, de conectar conmigo mismo, de ventilar las ideas”, dice.
Sin celular ni redes sociales, cumplió la cuarentena a raja tabla, estrictamente, se diría con beneplácito. Con ritmo de cuáquero, desafió la peste con una rutina: las tardes, a la hora mágica del crepúsculo, salía puntualmente al jardín de la casa que comparte con Poli, tomaba la guitarra y permanecía horas practicando escalas, bocetando líneas melódicas, tentando a las musas, tocando el instrumento como si acariciara una lámpara mágica para que apareciera el genio del riff perfecto. Esas líneas hechizantes que desde “Ji ji ji” y “Semen Up” hasta “Oda a la sin nombre” definieron un estilo envolvente, en las antípodas del narcisismo de los guitar heroes. ¿De dónde salió ese sonido cercano y familiar como un silbido? De la economía de David Gilmour, del sentimiento de Santana, de la ausencia de artificio de Mark Knopfler, de la musicalidad de George Harrison. Pero si raspamos la olla proviene de mucho más atrás. No como influencia, sino como rasgo constitutivo. Hay un ADN de trashumancia que se trasladó al sonido. Daniel Curto decía que Skay hace “rock árabe”. Algo de eso hay: territorios compartidos con los gitanos, con los judíos errantes, con los mercaderes de la antigua Fez, ciudad que visitó junto a Poli como quien regresa a una fuente.
Su padre Aarón Beilinson nació en 1920 en Bakú, Azerbaiyán. Llegó con su familia a los cuatro años. Fue constructor de las rutas de media Patagonia y participó de proyectos de las represas de Futaleufú y Yaciretá. Amasó una fortuna sideral, se casó con Berta Zbar y tuvieron tres hijos, uno más hippie que el otro. La familia se movía entre un judaísmo no practicante y diversas músicas. Berta fue una conspicua oyente de música clásica y ópera. A instancias de ella, Aarón fue uno de los impulsores de la Fundación del Teatro Colón. “Esa fue mi cuna. La música como una instancia del alma –me dijo Skay en 2013, en el bar Imaginario Cultural-. Mi hermano Guillermo se dedicó luego al estudio de la Cábala. Me pasó varios textos, y descubrí una cultura riquísima. Y mi padre, que nació en una zona donde hoy están los kurdos, me legó seguramente a través de los genes ese tipo de escalas de Medio Oriente. Me salen solas, me resultan familiares. Con mi vieja yo escuchaba Carmina Burana, y Mozart y Vivaldi, que me apasionaban. Con toda esa data, de sangre y adquirida, a los ocho años me puse a aprender guitarra con un jazzero que me enseñó temas de Eduardo Falú y Atahualpa. Cuando escuché a Los Beatles largué todo. Se me quemó la cabeza”.
Antes de que se conocieran y quedaran pegados para siempre, Poli tuvo una vida turbulenta, de fuga, agitación y clandestinidad. Solía utilizar como refugio una pensión ubicada en la calle 10 entre 37 y 38 de La Plata al que bautizaron La Trotskera porque, como dijo alguna vez, “era un nido de trotskos”. La pensión tenía habitaciones que se comunicaban entre sí a través de enormes roperos sin fondo, lo que ante una requisa o allanamiento facilitaba la huída rápida. No es descabellado conjeturar que algunos de los que rondaban La Trotskera fueron cercanos al comando que el 23 de mayo de 1973 chupó a Aarón. El secuestro fue la carta de presentación de la célula Víctor Fernández Palmeiro. El nombre fue un homenaje al Gallego Fernández Palmeiro, un integrante del E.R.P. de origen español, muerto tres semanas atrás. Le exigieron a la familia Beilinson mil millones de pesos moneda nacional –en la actualidad, más de cinco millones de dólares- y la convocatoria a una conferencia de prensa para dar a conocer el ideario y los alcances operativos del flamante comando. Los Beilinson cumplieron y el 3 de junio Aarón fue liberado.
Fue un tajo en la historia de la familia. Hubo una diáspora por el país y la región y, cuando la derecha terrorista apretaba en todos lados pero en La Plata más –ya operaba en las facultades y centros de estudios el temible Comando Nacional Universitario -, Skay y sus amigos se guardaron. Cuando asomaron, eran ya los proto Redonditos: los cortos en Super 8 del Indio y Guillermo, el Pasaje Rodrigo, Los Lozanazos, Salta, su ruta. La historia es conocida.
El 20 de noviembre de 2021 Skay dio un concierto memorable en el Movistar Arena. Fue una celebración, el reencuentro. La gente naturalizó un cantito que lo erige como “el corazón del Patricio Rey”. Más allá de las peleas –al fin, amigo de casi toda la vida-, el Indio Solari dice donde lo quieran escuchar: “Como guitarrista, es el mejor. No hay otro como él”. Nada parece perturbarlo: ni siquiera el elogio de su compañero, al que considera “dueño de una mente brillante”. Delgado y elegante como un Burroughs, el rostro afilado, la mirada honda, cree que cuando muera va a ser olvidado rápidamente. “No me interesa trascender; solo intento pequeños actos de libertad”, dice.
Pequeños actos de libertad: en eso anda. Totalmente dueño de su vida. Ahora, casi septuagenario. Y antes y después: con los Redonditos, persiguiendo liebres en Pigüé, fumando hash en Londres con sus dos hermanos, yendo a visitar hace mil años al Indio a Valeria del Mar a bordo de una vieja Rural, leyendo la vida de Néstor Sánchez, tomando whisky en Makena, renunciando a la herencia familiar, con la Negra, con los Seguidores de la Diosa Kali, con los Fakires. Siempre. Viajero interior, zen a su manera, hippie incorruptible, Skay parece suspendido en un limbo que queda lejos de eso que llaman realidad.